FACULTAD DE CIENCIAS JURIDICAS
EMPRESARIALES Y PEDAGOGICAS
CARRERA PROFESIONAL DE DERECHO
CURSO : COMUNICACIÓN I
TEMA : EL ALQUIMISTA (PAULO
COHELO)
DOCENTE : LIC.
HUAYAPA MERMA, EFREN
NOMBRE : OBESO MONTESINOS, LUISA LIZ
CICLO : I
FECHA : 27 DE MAYO DEL 2017
Paulo Coelho, es uno de los escritores
con más obras vendidas vendidos y leídas en el mundo. Nació en el barrio de
Botafogo de Río de Janeiro, el 24 de agosto de 1947.
Desde muy pequeño, él había soñado con ser artista,
sin embargo sus sueños no eran del agrado de su familia, también le gustaba
leer a Henry Miller, quien despertó su gusto por el teatro.
Debido a que
no progresaba en sus estudios, ingresó al severo Colegio Jesuita de San
Ignacio, en donde aprendió a ser disciplinado en la vida, pero donde también
perdió su fe religiosa. En este colegio ganó su primer concurso de poesía.
A los 21 años se matriculó en la Facultad de
Derecho, pero pronto lo abandonaría todo, para dedicarse al teatro, su nuevo
sueño. Ya que su pasión continuaba siendo la escritura, trabajó como letrista
para los grandes nombres de la canción popular brasileña, y se dedicó al
periodismo y a escribir guiones para la televisión.
Luego de tres matrimonios fallidos, se casó en 1981
con Cristina Oiticica, con quien aún sigue viviendo en su casa de Río de
Janeiro, frente a la playa de Copacabana.
El escritor es un apasionado por los viajes, y es
por eso que decide recorrer el mundo durante seis meses, hasta que en Alemania
tendría una experiencia espiritual muy intensa, que lo devolvería a la fe
católica de sus padres. Allí también realizó junto con su maestro espiritual,
el Camino de Santiago de Compostela (un peregrinaje que realizó en 1986, en
España), este viaje le motivó para que escribiera su primer texto literario:
"El Diario de un Mago, el Peregrino"(1987); luego llegaría "El
Alquimista"(1988)1, con ellos iniciaría un camino lleno de éxitos que lo
consagran como uno de los grandes escritores de nuestro tiempo.
Sus obras son publicadas en más de cien países, y ya
han sido traducidas a cuarenta cinco idiomas, y ha recibido por sus exitosos
trabajos, prestigiosos premios y menciones internacionales.
Principales premios y condecoraciones
Premio Literario Super Grinzane Cavour (Italia,
1996)
• "Libro de Oro" (Yugoslavia, 1995, 96, 97
y 98)
• Finalista del Premio Literario Internacional IMPAC
(Irlanda, 1997)
• Comendador de la Orden de Rio Branco (Brasil,
1998)
• "Premio Crystal" del Foro Económico
Mundial (1999)
• Medalla de Oro de Galicia (España, 1999)
• Caballero de la Orden Nacional de la Legión de
Honor (Francia, 2000)
• Premio "Crystal Mirror"(Polonia, 2000)
PRIMERA PARTE
El muchacho se llamaba Santiago.
Comenzaba a oscurecer cuando llegó con su rebaño frente a una vieja iglesia
abandonada. El techo se había derrumbado hacía mucho tiempo y un enorme
sicomoro había crecido en el lugar que antes ocupaba la sacristía. Decidió
pasar allí la noche. Hizo que todas las ovejas entrasen por la puerta en ruinas
y luego colocó algunas tablas de manera que no pudieran huir durante la noche.
No había lobos en aquella región, pero cierta vez una se había escapado por la
noche y él se había pasado todo el día siguiente buscando a la oveja prófuga.
Extendió su
chaqueta en el suelo y se acostó, usando el libro que acababa de leer como
almohada. Recordó, antes de dormir, que tenía que comenzar a leer libros más
gruesos: se tardaba más en acabarlos y resultaban ser almohadas más
confortables durante la noche. Aún estaba oscuro cuando se despertó. Miró hacia
arriba y vio que las estrellas brillaban a través del techo semiderruido.
«Hubiera querido dormir un poco más», pensó. Había tenido el mismo sueño que la
semana pasada y otra vez se había despertado antes del final. Se levantó y tomó un trago de vino. Después cogió el
cayado y empezó a despertar a las ovejas que aún dormían. Se había dado cuenta de
que, en cuanto él se despertaba, la mayor parte de los animales también lo
hacía. Como si hubiera alguna misteriosa energía que uniera su vida a la de
aquellas ovejas que desde hacía dos años recorrían con él la tierra, en busca
de agua y alimento. «Ya se han acostumbrado tanto a mí que conocen mis
horarios», dijo en voz baja.
Reflexionó un
momento y pensó que también podía ser lo contrario: que fuera él quien se hubiese
acostumbrado al horario de las ovejas. Algunas de ellas, no obstante, tardaban
un poco más en levantarse; el muchacho las despertó una por una con su cayado,
llamando a cada cual por su nombre. Siempre había creído que las ovejas eran
capaces de entender lo que él les decía. Por eso de vez en cuando les leía fragmentos
de los libros que le habían impresionado, o les hablaba de la soledad y de la
alegría de un pastor en el campo, o les comentaba las últimas novedades que
veía en las ciudades por las que solía pasar. En los dos últimos días, sin
embargo, el asunto que le preocupaba no había sido más que uno: la hija del
comerciante que vivía en la ciudad adonde llegarían dentro de cuatro días. Sólo
había estado allí una vez, el año anterior. El comerciante era dueño de una
tienda de tejidos y le gustaba presenciar siempre el esquileo de las ovejas
para evitar falsificaciones. Un amigo le había indicado la tienda, y el pastor llevó
allí sus ovejas.
La tienda del hombre estaba llena, y el comerciante
rogó al pastor que esperase hasta el atardecer. El muchacho se sentó en la
acera de enfrente de la tienda y sacó un libro de su zurrón.
-No sabía que los pastores fueran capaces de leer
libros -dijo una voz femenina a su lado.
Era una joven
típica de la región de Andalucía, con sus cabellos negros y lisos y unos ojos
que recordaban vagamente a los antiguos conquistadores moros.
-Es porque
las ovejas enseñan más que los libros -respondió el muchacho.
Se quedaron
conversando durante más de dos horas. Ella le contó que era hija del
comerciante y le habló de la vida en la aldea, donde cada día era igual que el
anterior. El pastor le habló de los campos de Andalucía y sobre las últimas
novedades que había visto en las ciudades que había visitado. Estaba contento por
no tener que conversar siempre con las ovejas.
-¿Cómo
aprendiste a leer? -le preguntó la moza en un momento dado.
-Como todo el
mundo -repuso el chico-. Yendo a la escuela.
-¿Y si sabes leer, por qué no eres más que un
pastor?
El muchacho dio una disculpa cualquiera para no
responder a aquella pregunta. Estaba seguro de que la muchacha jamás lo entendería.
Siguió contando sus historias de viaje, y los ojillos moros se abrían y se
cerraban de espanto y sorpresa. A medida que transcurría el tiempo, el muchacho
comenzó a desear que aquel día no se acabase nunca, que el padre de la joven
siguiera ocupado durante mucho tiempo y le mandase esperar tres días. Se dio
cuenta de que estaba sintiendo algo que nunca antes había sentido: las ganas de
quedarse a vivir en una ciudad para siempre. Con la niña de los cabellos
negros, los días nunca serían iguales. Pero el comerciante finalmente llegó y
le mandó esquilar cuatro ovejas. Después le pagó lo estipulado y le pidió que
volviera al año siguiente.
Ahora
faltaban apenas cuatro días para llegar nuevamente a la misma aldea. Estaba
excitado y al mismo tiempo se sentía inseguro; tal vez la chica ya lo hubiera
olvidado. Por allí pasaban muchos pastores para vender lana.
-No importa
-dijo el muchacho a sus ovejas-. Yo también conozco a otras chicas en otras
ciudades. Pero en el fondo de su corazón, sabía que sí importaba. Y que tanto los
pastores, como los marineros, como los viajantes de comercio siempre conocían
una ciudad donde había alguien capaz de hacerles olvidar la alegría de viajar
libres por el mundo. Comenzó a rayar el día y el pastor colocó a las ovejas en
dirección al sol. «Ellas nunca necesitan tomar una decisión -pensó-. Quizá por eso
permanecen siempre tan cerca de mí.» La única necesidad que las ovejas sentían
era la del agua y la de la comida. Mientras el muchacho conociese los mejores
pastos de Andalucía, ellas continuarían siendo sus amigas. Aunque los días
fueran todos iguales, con largas horas arrastrándose entre el nacimiento y la
puesta del sol; aunque jamás hubieran leído un solo libro en sus cortas vidas y
no conocieran la lengua de los hombres que contaban las novedades en las
aldeas, ellas estaban contentas con su alimento, y eso bastaba. A cambio,
ofrecían generosamente su lana, su compañía y de vez en cuando su carne.
«Si hoy me
volviera un monstruo y decidiese matarlas, una por una, ellas sólo se darían
cuenta cuando casi todo el rebaño hubiese sido exterminado -pensó el muchacho-.
Porque confían en mí y se olvidaron de confiar en su propio instinto. Sólo
porque las llevo hasta el agua y la comida.» El muchacho comenzó a extrañarse
de sus propios pensamientos.
Quizá la
iglesia, con aquel sicomoro creciendo dentro, estuviese embrujada. Había hecho
que soñase el mismo sueño por segunda vez, y le estaba provocando una sensación
de rabia contra sus compañeras, siempre tan fieles. Bebió un nuevo trago del
vino que le había sobrado de la cena la noche anterior y apretó contra el
cuerpo su chaqueta. Sabía que dentro de unas horas, con el sol alto, el calor
sería tan fuerte que no podría conducir a las ovejas por el campo. Era la hora
en que toda España dormía en verano. El calor se prolongaba hasta la noche y
durante todo ese tiempo él tenía que cargar con la chaqueta. No obstante,
cuando pensaba en quejarse de su peso, siempre se acordaba de que gracias a
ella no había sentido frío por la mañana. «Tenemos que estar siempre preparados
para las sorpresas del tiempo», pensaba entonces, y se sentía agradecido por el
peso de la chaqueta.
La chaqueta tenía una finalidad, y el muchacho
también. En dos años de recorrido por las planicies de Andalucía ya se conocía
de memoria todas las ciudades de la región, y ésta era la gran razón de su vida:
viajar. Estaba pensando en explicar esta vez a la chica por qué un simple
pastor sabe leer: había estado hasta los dieciséis años en un seminario. Sus
padres querían que él fuese cura, motivo de orgullo para una simple familia
campesina que apenas trabajaba para conseguir comida y agua, como sus ovejas.
Estudió latín, español y teología. Pero desde niño soñaba con conocer el mundo,
y esto era mucho más importante que conocer a Dios y los pecados de los
hombres. Cierta tarde, al visitar a su familia, se había armado de valor y le
había dicho a su padre que no quería ser cura. Quería viajar.
-Hombres de todo el mundo ya pasaron por esta aldea,
hijo -dijo su padre-. Vienen en busca de cosas nuevas, pero continúan siendo
las mismas personas. Van hasta la colina para conocer el castillo y opinan que
el pasado era mejor que el presente. Pueden tener los cabellos rubios o la piel
oscura, pero son iguales que los hombres de nuestra aldea.
-Pero yo no
conozco los castillos de las tierras de donde ellos vienen -replicó el
muchacho. -Esos hombres, cuando conocen nuestros campos y nuestras mujeres,
dicen que les gustaría vivir siempre aquí -continuó el padre.
-Quiero
conocer a las mujeres y las tierras de donde ellos vinieron
-dijo el chico-, porque ellos nunca se quedan por
aquí.
-Los hombres traen el bolsillo lleno de dinero -insistió
el padre. Entre nosotros, sólo los
pastores viajan.
-Entonces seré pastor.
El padre no dijo nada más. Al día siguiente le dio
una bolsa con tres antiguas monedas de oro españolas.
-Las encontré un día en el campo. Iban a ser tu dote
para la Iglesia.
Compra tu
rebaño y recorre el mundo hasta que aprendas que nuestro castillo es el más importante
y que nuestras mujeres son las más bellas.
Y lo bendijo. En los ojos del padre él leyó también
el deseo de recorrer el mundo. Un deseo que aún persistía, a pesar de las
decenas de años que había intentado sepultarlo con agua, comida, y el mismo lugar
para dormir todas las noches.
Lo más importante,
sin embargo, era que cada día realizaba el gran sueño de su vida: viajar.
Cuando se cansara de los campos de Andalucía podía vender sus ovejas y hacerse
marinero. Cuando se cansara del mar ya habría conocido muchas ciudades, a
muchas mujeres y muchas oportunidades de ser feliz.
«No entiendo
cómo buscan a Dios en el seminario», pensó mientras miraba el sol que nacía.
Siempre que le era posible buscaba un camino diferente para recorrer. Nunca
había estado en aquella iglesia antes, a pesar de haber pasado tantas veces por
allí. El mundo era grande e inagotable, y si él dejara que las ovejas le
guiaran apenas un poquito, iba a terminar descubriendo más cosas interesantes.
«El problema es que ellas no se dan cuenta de que están haciendo caminos nuevos
cada día. No perciben que los pastos cambian, que las estaciones son diferentes,
porque sólo están preocupadas por el agua y la comida.
Quizá suceda
lo mismo con todos nosotros -pensó el pastor-. Hasta conmigo, que no pienso en
otras mujeres desde que conocí a la hija del comerciante.»
«Es justamente la posibilidad de realizar un sueño
lo que hace que la vida sea interesante», reflexionó mientras miraba de nuevo
el cielo y apretaba el paso. Acababa de acordarse de que en Tarifa vivía una vieja
capaz de interpretar los sueños. Y él había tenido un sueño repetido aquella
noche. La vieja condujo al muchacho hasta un cuarto en el fondo de la casa,
separado de la sala por una cortina hecha con tiras de plástico de varios
colores. Dentro había una mesa, una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y dos
sillas.
Tú has venido a saber de sueños -respondió la
vieja-. Y los sueños son el lenguaje de Dios. Cuando Él habla el lenguaje del
mundo, yo puedo interpretarlo. Pero si habla el lenguaje de tu alma, sólo tú podrás
entenderlo. Y yo te voy a cobrar la consulta de cualquier manera.
Un pastor corre siempre el riesgo de los lobos o de
la sequía, y eso es lo que hace que el oficio de pastor sea más excitante. -Tuve
el mismo sueño dos veces seguidas -explicó-. Soñé que estaba en un prado con
mis ovejas cuando aparecía un niño y empezaba
a jugar con los animales. No me gusta que molesten a mis ovejas, porque se
asustan de los extraños. Pero los niños siempre consiguen tocar a los animales
sin que ellos se asusten. No sé por qué. No sé cómo pueden saber los animales
la edad de los seres humanos.
-El niño
seguía jugando con las ovejas durante algún tiempo
-continuó el muchacho, un poco presionado- y de
repente me cogía de la mano y me llevaba hasta las Pirámides de Egipto.
El chico
esperó un poco para ver si la vieja sabía lo que eran las Pirámides de Egipto.
Pero la vieja continuó callada.
-Entonces, en las Pirámides de Egipto -pronunció las
tres últimas palabras lentamente, para que la vieja pudiera entender bien-, el
niño me decía: « Si vienes hasta aquí
encontrarás un tesoro escondido.» Y cuando iba a mostrarme el lugar exacto,
me desperté. Las dos veces.
La vieja
continuó en silencio durante algún tiempo. Después volvió a coger las manos del
muchacho y a estudiarlas atentamente.
-No voy a cobrarte nada ahora -dijo la vieja-. Pero
quiero una décima parte del tesoro si lo encuentras. El muchacho rió feliz.
¡Iba a ahorrarse el poco dinero que tenía gracias a un sueño que hablaba de
tesoros escondidos! La vieja debía de ser realmente gitana, porque los gitanos
tenían fama de ser un poco tontos.
El muchacho salió decepcionado y convencido de que
no creería nunca más en sueños. Se acordó de que tenía varias cosas que hacer: fue
al colmado a comprar algo de comida, cambió su libro por otro más grueso y se
sentó en un banco de la plaza para saborear el nuevo vino que había comprado. Era
un día caluroso y el vino, por uno de estos misterios insondables, conseguía
refrescar un poco su cuerpo.
Cuando consiguió concentrarse un poco en la lectura
-y era buena, porque hablaba de un entierro en la nieve, lo que le transmitía una
sensación de frío debajo de aquel inmenso sol-, un viejo se sentó a su lado y
empezó a buscar conversación.
-¿Qué están
haciendo? -preguntó el viejo señalando a las personas en la plaza.
-Están
trabajando -repuso el muchacho secamente, y volvió a fingir que estaba concentrado
en la lectura. En realidad estaba pensando en esquilar las ovejas delante de la
hija del comerciante, para que ella viera que era capaz de hacer cosas
interesantes. El viejo, sin embargo, insistió. Explicó que estaba cansado, con
sed, y le pidió un trago de vino. El muchacho le ofreció su botella; quizá así
se callaría.
Pero el viejo
quería conversación a toda costa. Le preguntó qué libro estaba leyendo. Él
pensó en ser descortés y cambiarse de banco, pero su padre le había enseñado a
respetar a los ancianos. Entonces ofreció el libro al viejo por dos razones: la
primera, porque no sabía pronunciar el título; y la segunda, porque si el viejo
no sabía leer, sería él quien se cambiaría de banco para no sentirse humillado.
-¿De dónde es
usted? -preguntó.
-De muchas partes.
-Nadie puede ser de muchas partes -dijo el
muchacho-. Yo soy un pastor y estoy en muchas partes, pero soy de un único
lugar, de una ciudad cercana a un castillo antiguo. Allí fue donde nací.
-Entonces podemos decir que yo nací en Salem.
El muchacho no sabía dónde estaba Salem, pero no
quiso preguntarlo para no sentirse humillado con la propia ignorancia.
Permaneció un rato contemplando la plaza. Las personas iban y venían, y
parecían muy ocupadas.
-¿Cómo está
Salem? -preguntó buscando alguna pista.
-Como siempre.
Esto no era ninguna pista. Pero sabía que Salem no
estaba en Andalucía, si no él ya la habría conocido
-¿Y qué hace usted en Salem? -insistió.
-¿Que qué es lo que hago en Salem? -El viejo por
primera vez soltó una buena carcajada-. ¡Vamos! ¡Yo soy el rey de Salem!
-Dame la
décima parte de tus ovejas -propuso el viejo-, y yo te enseñaré cómo llegar
hasta el tesoro escondido. El chico volvió a acordarse entonces del sueño y de
repente lo vio todo claro. La vieja no le había cobrado nada pero el viejo -que
quizá fuese su marido- iba a conseguir arrancarle mucho más dinero a cambio de
una información inexistente. El viejo debía de ser gitano también.
Antes de que
el muchacho dijese nada, el viejo se inclinó, cogió una rama y comenzó a
escribir en la arena de la plaza. Cuando se inclinaba, algo se vio brillar en
su pecho, con una intensidad tal que casi cegó al muchacho. Pero en un
movimiento excesivamente rápido para alguien de su edad, volvió a cubrir el
brillo con el manto. Los ojos del muchacho recobraron su normalidad y pudo ver
lo que el viejo estaba escribiendo.
En la arena
de la plaza principal de aquella pequeña ciudad, leyó el nombre de su padre y
de su madre. Leyó la historia de su vida hasta aquel momento, los juegos de su
infancia, las noches frías del seminario. Leyó el nombre de la hija del
comerciante, que ignoraba. Leyó cosas que jamás había contado a nadie, como el
día en que robó el arma de su padre para matar venados, o su primera y
solitaria experiencia sexual. «Soy el rey de Salem», había dicho el viejo.
-¿Por qué un rey conversa con un pastor? -preguntó
el muchacho, avergonzado y admiradísimo.
-Existen varias razones. Pero la más importante es
que tú has sido capaz de cumplir tu Leyenda Personal. El muchacho no sabía qué
era eso de la Leyenda Personal.
-Es aquello
que siempre deseaste hacer. Todas las personas, al comienzo de su juventud,
saben cuál es su Leyenda Personal. En ese momento de la vida todo se ve claro,
todo es posible, y ellas no tienen miedo de soñar y desear todo aquello que les
gustaría hacer en sus vidas. No obstante, a medida que el tiempo va pasando,
una misteriosa fuerza trata de convencerlas de que es imposible realizar la
Leyenda Personal.
Entonces el muchacho se acordó de que la
conversación había empezado con el tesoro escondido.
-Los tesoros son levantados de la tierra por los
torrentes de agua, y enterrados también por ellos -prosiguió el viejo-. Si
quieres saber sobre tu tesoro, tendrás que cederme la décima parte de tus ovejas.
A1 día siguiente, el muchacho se encontró con el
viejo a mediodía. Traía seis ovejas consigo.
-¿Dónde está el tesoro? -preguntó.
-El tesoro está en Egipto, cerca de las Pirámides.
El muchacho se asustó. La vieja le había dicho lo
mismo, pero no le había cobrado nada.
-Para llegar
hasta él tendrás que seguir las señales. Dios escribió en el mundo el camino
que cada hombre debe seguir. Sólo hay que leer lo que Él escribió para ti.
Antes de que
el muchacho dijera nada, una mariposa comenzó a revolotear entre él y el viejo.
Se acordó de su abuelo: cuando era pequeño, su abuelo le había dicho que las
mariposas son señal de buena suerte. Como los grillos, las mariquitas, las
lagartijas y los tréboles de cuatro hojas.
-Eso es -dijo el viejo, que era capaz de leer sus
pensamientos-. Exactamente como tu abuelo te enseñó. Éstas son las señales.
Después el viejo abrió el manto que le cubría el
pecho. El muchacho se quedó impresionado con lo que vio, y recordó el brillo
que había detectado el día anterior. El viejo llevaba un pectoral de oro macizo,
cubierto de piedras preciosas.
Era realmente
un rey. Debía de ir disfrazado así para huir de los asaltantes.
-Toma -dijo
el viejo sacando una piedra blanca y una piedra negra que llevaba prendidas en
el centro del pectoral de oro-. Se llaman Urim y Tumim. La negra quiere decir
«sí» y la blanca quiere decir «no». Cuando tengas dificultad para percibir las
señales, te serán de utilidad. Hazles siempre una pregunta objetiva, pero en
general procura tomar tú las decisiones. El tesoro está en las Pirámides y esto
tú ya lo sabías; pero tuviste que pagar
seis ovejas porque yo te ayudé a tomar una decisión.
Dentro de poco,
quizá unos pocos días, estaría junto a las Pirámides. El viejo le había hablado
de señales. Mientras atravesaba el mar, había estado pensando en las señales.
Sí, sabía a qué se refería: durante el tiempo en que estuvo en los campos de
Andalucía se había acostumbrado a leer en la tierra y en los cielos las
condiciones del camino que debía seguir. Había aprendido que cierto pájaro
indicaba la cercanía de alguna serpiente, y que determinado arbusto era señal
de la presencia de agua a pocos kilómetros. Las ovejas le habían enseñado todo
eso.
¿Quién eres? -oyó que le preguntaba una voz en
español. El muchacho se sintió inmensamente aliviado. Estaba pensando en señales
y alguien había aparecido.
-¿Cómo es que hablas español? -se interesó. El
recién llegado era un hombre joven vestido a la manera de los occidentales,
pero el color de su piel indicaba que debía de ser de aquella ciudad. Tendría
más o menos su misma altura y edad.
-Aquí casi
todo el mundo habla español. Estamos sólo a dos horas de España.
-Siéntate y pide algo por mi cuenta -le ofreció el
muchacho-. Y pide un vino para mí. Detesto este té.
-No hay vino en este país -dijo el recién llegado-.
La religión no lo permite. El muchacho le explicó entonces que tenía que llegar
a las Pirámides. Estuvo a punto de hablarle del tesoro, pero decidió callarse. El
árabe era capaz de querer una parte a cambio de llevarlo hasta allí. Se acordó
de lo que el viejo le había dicho respecto a los ofrecimientos.
-Me gustaría
que me llevaras, si es posible. Puedo pagarte como guía.
-¿Tú tienes
idea de cómo se llega hasta allí?
El muchacho se dio cuenta de que el dueño del bar
andaba cerca, escuchando atentamente la conversación. Se sentía molesto por su presencia;
pero había encontrado un guía, y no podía perder aquella oportunidad.
-Hay que
atravesar todo el desierto del Sahara -continuó el recién llegado-, y para eso
se necesita dinero. Quiero saber si tienes el dinero suficiente.
Al muchacho
le extrañó la pregunta que le había formulado el recién llegado. Pero confiaba
en el viejo, y el viejo le había dicho que cuando se quiere una cosa, el
Universo siempre conspira a favor. Sacó su dinero del bolsillo y se lo mostró
-¡Vámonos!
-dijo el recién llegado-. Él no quiere que nos quedemos aquí.
El muchacho
se sintió aliviado: Se levantó para pagar la cuenta, pero el dueño lo agarró y
comenzó a hablarle sin parar. Aunque era fuerte, estaba en una tierra
extranjera. Fue su nuevo amigo quien empujó al dueño hacia un lado y acompañó
al chico hasta la calle.
-Quería tu
dinero -dijo-. Tánger no es igual que el resto de África.
Estamos en un
puerto, y en los puertos hay siempre muchos ladrones.
Podía confiar
en su nuevo amigo. Le había ayudado en una situación crítica. Sacó nuevamente
el dinero y lo contó. -Podemos llegar mañana a las Pirámides -dijo el otro
cogiendo el dinero-. Pero necesito comprar dos camellos.
Salieron
andando por las estrechas calles de Tánger. En todas las esquinas había puestos
de cosas para vender. Por fin llegaron al centro de una gran plaza, donde
funcionaba el mercado. Había millares de personas discutiendo, vendiendo,
comprando; hortalizas mezcladas con dagas, alfombras junto a todo tipo de
pipas. Pero el muchacho no apartaba los ojos de su nuevo amigo. Al fin y al
cabo, tenía todo su dinero en las manos. Pensó en pedirle que se lo devolviera,
pero temió que lo considerara una falta de delicadeza. Él no conocía las costumbres
de las tierras extrañas que estaban pisando. «Bastará con vigilarlo», se dijo.
Era más fuerte que el otro.
De repente,
en medio de toda aquella confusión, apareció la espada más hermosa que jamás
había visto en su vida: la vaina era plateada y la empuñadura negra, con
piedras incrustadas. Se prometió a sí mismo que cuando regresara de Egipto la
compraría.
-Pregúntale
al dueño cuánto cuesta -pidió al amigo. Pero se dio cuenta de que se había
quedado dos segundos distraído mirándola. Sintió el corazón comprimido, como si
todo su pecho se hubiera encogido de repente. Tuvo miedo de mirar a su lado,
porque sabía con lo que se iba a encontrar. Sus ojos continuaron fijos en la
hermosa espada algunos momentos más hasta que se armó de valor y se dio vuelta.
A su
alrededor, el mercado, las personas yendo y viniendo, gritando y comprando, las
alfombras mezcladas con las avellanas, las lechugas junto a las monedas de
cobre, los hombres cogidos de la mano por las calles, las mujeres con velo, el
olor a comida extraña, pero en ninguna parte, absoluta y definitivamente en
ninguna parte, el rostro de su compañero. El muchacho aún quiso pensar que se
habían perdido de vista momentáneamente. Resolvió quedarse allí mismo,
esperando a que el otro volviera. A1 poco tiempo, un individuo subió a una de
aquellas torres y comenzó a cantar; todos se arrodillaron, golpearon la cabeza en
el suelo y cantaron también. Después, como un ejército de laboriosas hormigas,
deshicieron los puestos de venta y se marcharon. El sol comenzó a irse también.
El muchacho lo contempló durante mucho tiempo, hasta que se escondió detrás de
las casas blancas que rodeaban la plaza. Recordó que cuando aquel sol había
nacido por la mañana, él estaba en otro continente, era un pastor, tenía
sesenta ovejas y una cita concertada con una chica. Por la mañana, mientras andaba
por los campos, sabía todo lo que le iba a suceder. Sin embargo, ahora que el
sol se escondía, estaba en un país diferente, era un extraño en una tierra
extraña, donde ni siquiera podía entender el idioma que hablaban. Ya no era un
pastor y no tenía nada más en la vida, ni siquiera dinero para volver y empezar
de nuevo.
Pero el mercado estaba vacío y él estaba lejos de la
patria. El muchacho lloró. Lloró porque Dios era injusto, y retribuía de esta
forma a las personas que creían en sus propios sueños. «Cuando yo estaba con
las ovejas era feliz, e irradiaba siempre felicidad a mi alrededor. Las
personas me veían llegar y me recibían bien. Pero ahora estoy triste e infeliz.
¿Qué haré? Voy a ser más duro y no confiaré más en las personas, porque una de
ellas me traicionó. Voy a odiar a los que encontraron tesoros escondidos,
porque yo no encontré el mío. Y siempre procuraré conservar lo poco que tengo,
porque soy demasiado pequeño para abarcar al mundo.»
Abrió su
zurrón para ver lo que tenía dentro; quizá le había sobrado algo del bocadillo
que había comido en el barco. Pero sólo encontró el libro grueso, la chaqueta y
las dos piedras que le había dado el viejo. A1 mirar las piedras sintió una
inmensa sensación de alivio. Había cambiado seis ovejas por dos piedras
preciosas, extraídas de un pectoral de oro. Podía vender las piedras y comprar
el pasaje de regreso. «Ahora seré más
listo», pensó el chico sacando las piedras de la bolsa para esconderlas en el
bolsillo. Aquello era un puerto y ésta era la única verdad que el otro chico le
había dicho: un puerto está siempre lleno de ladrones.
Ahora entendía también la desesperación del dueño
del bar; estaba intentando avisarle de que no confiara en aquel hombre. «Soy
como todas las personas: veo el mundo tal como desearía que sucedieran las cosas,
y no como realmente suceden.»
Miró a su alrededor, buscando a sus ovejas, y se dio
cuenta de que estaba en otro mundo. En vez de sentirse triste, se sintió feliz.
Ya no tenía que seguir buscando agua y comida; ahora podía seguir en busca de
un tesoro. No tenía un céntimo en el bolsillo, pero tenía fe en la vida. La
noche anterior había escogido ser un aventurero, igual que los personajes de
los libros que solía leer. Comenzó a deambular sin prisa por la plaza. Los
comerciantes levantaban sus paradas; ayudó a un pastelero a montar la suya.
Había una sonrisa diferente en el rostro de aquel pastelero: estaba alegre, despierto
ante la vida, listo para empezar un buen día de trabajo. Era una sonrisa que le
recordaba algo al viejo, aquel viejo y misterioso rey que había conocido. «Este
pastelero no hace dulces porque quiera viajar, o porque se quiera casar con la
hija de un comerciante. Este pastelero hace dulces porque le gusta hacerlos»,
pensó el muchacho, y notó que podía hacer lo mismo que el viejo: saber si una persona
está próxima o distante de su Leyenda Personal sólo con mirarla. «Es fácil, yo
nunca me había dado cuenta de esto.»
«Todo es una sola cosa», había dicho el viejo. Decidió
caminar sin prisas y sin ansiedad por las callejuelas de Tánger; sólo así conseguiría
percibir las señales. Exigía mucha paciencia, pero ésta es la primera virtud
que un pastor aprende. Nuevamente se dio cuenta de que estaba aplicando a aquel
mundo extraño las mismas lecciones que le habían enseñado sus ovejas. «Todo es
una sola cosa», había dicho el viejo.
Cuando faltaban algunos minutos para el almuerzo, un
muchacho extranjero se detuvo delante de su escaparate. No iba mal vestido,
pero los ojos experimentados del Mercader de Cristales adivinaron que el
muchacho no tenía dinero. Aun así decidió esperar un momento, hasta que el
muchacho se fuera. Había un cartel en la puerta en el que ponía que allí se
hablaban varias lenguas. El muchacho vio aparecer a un hombre tras el mostrador.
-Puedo limpiar estos jarros si usted quiere -dijo el
chico-. Tal como están ahora, nadie va a querer comprarlos. El hombre lo miró
sin decir nada. -A cambio, usted me paga un plato de comida. El hombre continuó
en silencio, y el chico sintió que debía tomar una decisión. Dentro de su
zurrón tenía la chaqueta, que no iba a necesitar en el desierto. La sacó y
comenzó a limpiar los jarros. Durante media hora limpió todos los jarros del
escaparate; en ese intervalo entraron dos clientes y compraron algunas piezas
al dueño. Cuando acabó de limpiarlo todo, pidió al hombre un plato de comida.
-Vamos a
comer -le dijo el Mercader de Cristales. Colgó un cartel en la puerta y fueron
hasta un minúsculo bar, situado en lo alto de la ladera. En cuanto se sentaron
a la única mesa existente, el Mercader de Cristales sonrió.
-No era
necesario limpiar nada -aseguró-. La ley del Corán obliga a dar de comer a
quien tiene hambre. -¿Entonces por qué dejó que lo hiciera? -preguntó el
muchacho.
-Porque los cristales estaban sucios. Y tanto tú
como yo necesitábamos apartar los malos pensamientos de nuestras cabezas. Cuando
acabaron de comer, el Mercader se dirigió al muchacho: -Me gustaría que
trabajases en mi tienda. Hoy entraron dos clientes mientras limpiabas los
jarros, y eso es buena señal. «Las personas hablan mucho de señales -pensó el
pastor-, pero no se dan cuenta de lo que están diciendo. De la misma manera que
yo no me daba cuenta de que desde hacía muchos años hablaba con mis ovejas un
lenguaje sin palabras.»
-¿Quieres
trabajar para mí? -insistió el Mercader.
-Puedo trabajar el resto del día -repuso el
muchacho.
Limpiaré hasta la madrugada todos los cristales de
la tienda. A cambio, necesito dinero para estar mañana en Egipto.
El hombre rió. -Aunque limpiases mis cristales
durante un año entero, aunque ganases una buena comisión de venta en cada uno
de ellos, aún tendrías que conseguir dinero prestado para ir a Egipto. Hay
miles de kilómetros de desierto entre Tánger y las Pirámides.
El Mercader, asustado, miró al muchacho. Era como si
toda la alegría que había visto en él aquella mañana hubiese desaparecido de repente.
-Puedo darte
dinero para que vuelvas a tu tierra, hijo mío –le ofreció.
El muchacho
continuó en silencio. Después se levantó, se arregló la ropa y cogió el zurrón.
-Trabajaré con usted - dijo. Y después de otro largo silencio, añadió: Necesito
dinero para comprar algunas ovejas.
SEGUNDA PARTE
El muchacho llevaba casi un mes
trabajando para el Mercader de Cristales, pero aquél no era exactamente el tipo
de empleo que lo hacía feliz. El Mercader se pasaba el día entero refunfuñando
detrás del mostrador, pidiéndole que tuviera cuidado con las piezas, que no fuera
a romper nada.
Pero continuaba en el empleo porque a pesar de que
el mercader era un viejo cascarrabias, no era injusto; el muchacho recibía una
buena comisión por cada pieza vendida, y ya había conseguido juntar algún dinero.
Aquella mañana había hecho ciertos cálculos: si continuaba trabajando todos los
días a ese ritmo, necesitaría un año entero para poder comprar algunas ovejas.
Estaba orgulloso de sí mismo. Había aprendido cosas
importantes, como el comercio de cristales, el lenguaje sin palabras y las
señales. Entonces el muchacho se acordó del viejo rey, y se sorprendió al darse
cuenta del tiempo que hacía que no pensaba en él. Durante un año había
trabajado sin parar, pensando sólo en conseguir dinero para no tener que volver
a España con la cabeza gacha.
«Nunca
desistas de tus sueños -había dicho el viejo rey-. Sigue las señales.»
El muchacho
recogió a Urim y Tumim del suelo y tuvo nuevamente aquella extraña sensación de
que el rey estaba cerca. Había trabajado duro un año, y las señales indicaban
que ahora era el momento de partir.
«Volveré a
ser exactamente lo que era antes -pensó-. Aunque las ovejas no me enseñaron a
hablar árabe.» Las ovejas, sin embargo, le habían enseñado una cosa mucho más importante:
que había un lenguaje en el mundo que todos entendían, y que el muchacho había
usado durante todo aquel tiempo para hacer progresar la tienda. Era el lenguaje
del entusiasmo, de las cosas hechas con amor y con voluntad, en busca de algo
que se deseaba o en lo que se creía. Tánger ya había dejado de ser una ciudad
extraña, y él sentía que de la misma manera que había conquistado aquel lugar,
podría conquistar el mundo.
«Cuando deseas alguna cosa, todo el
Universo conspira para que puedas realizarla», había dicho el viejo rey. Pero
el viejo rey no había hecho referencia a robos, desiertos inmensos o personas
que conocen sus sueños pero que no desean realizarlos. El viejo rey no había
dicho que las Pirámides no eran más que una montaña de piedras, y que
cualquiera podía hacer una montaña de piedras en su huerto. Y se había olvidado
de decir que cuando se tiene dinero para comprar un rebaño mayor que el que se poseía,
hay que comprar ese rebaño.
El muchacho cogió el zurrón y lo juntó con sus otras
bolsas. Bajó la escalera; el viejo estaba atendiendo a una pareja extranjera,
mientras otros dos clientes paseaban por la tienda tomando el té en jarras de cristal.
Había bastante movimiento para ser aquella hora de la mañana. Desde el lugar
donde estaba, notó por primera vez que el cabello del Mercader le recordaba
bastante al del viejo rey. Y se acordó de la sonrisa del pastelero el primer
día en Tánger, cuando no tenía adónde ir ni qué comer; también aquella sonrisa
hacía recordar al viejo rey. «Como si él hubiera pasado por aquí y hubiera
dejado una marca -pensó-. Y cada persona hubiera conocido ya a ese rey en algún
momento de su vida. Al fin y al cabo, él dijo que siempre aparecía para quien
vive su Leyenda Personal.»
Salió sin
despedirse del Mercader de Cristales. No quería llorar porque la gente lo podía
ver. Pero sabía que iba a sentir nostalgia de todo aquel tiempo y de todas las
cosas buenas que había aprendido. Sin embargo, ahora tenía más confianza en sí
mismo y ánimos para conquistar el mundo.
«Pero estoy volviendo a los campos que ya conozco
para conducir otra vez las ovejas.» Ya no estaba tan contento con su decisión;
había trabajado un año entero para realizar un sueño y cada minuto que pasaba
ese sueño iba perdiendo importancia. Quizá porque no era su sueño.
Estaba apenas a dos horas de barco de las llanuras
andaluzas, pero había un desierto entero entre él y las Pirámides. El muchacho
quizá contempló esta otra manera de enfocar la misma situación: en realidad, estaba
dos horas más cerca de su tesoro. Aunque para caminar estas dos horas hubiera
tardado un año entero.
«Sé por qué
quiero volver a mis ovejas. Yo ya las conozco; no dan mucho trabajo, y pueden
ser amadas. No sé si el desierto puede ser amado, pero es el desierto que
esconde mi tesoro. Si no consigo encontrarlo, siempre podré volver a casa. Por
lo pronto la vida me ha dado suficiente dinero, y tengo todo el tiempo que
necesito; ¿por qué no?»
En aquel momento
sintió una alegría inmensa. Siempre podía volver a ser pastor de ovejas.
Siempre podía volver a ser vendedor de cristales. Tal vez el mundo escondiera
otros muchos tesoros, pero él había tenido un sueño repetido y había encontrado
a un rey. Esas cosas no le sucedían a cualquiera.
Cuando salió del bar estaba muy contento. Se había
acordado de que uno de los proveedores del Mercader traía los cristales en caravanas
que cruzaban el desierto. Mantuvo a Urim y Tumim en las manos; gracias a
aquellas dos piedras había reemprendido el camino hacia su tesoro.
«Siempre
estoy cerca de los que viven su Leyenda Personal», había dicho el viejo rey.
No costaba nada ir hasta el almacén y averiguar si
las Pirámides estaban realmente muy lejos. El Inglés estaba sentado en el
interior de una edificación que olía a animales, a sudor y a polvo. Aquello no
se podía considerar un almacén; apenas era un corral. «Toda mi vida para tener
que pasar por un lugar como éste -pensó mientras hojeaba distraído una revista
de química-. Diez años de estudio me conducen a un corral.»
Pero era
necesario seguir adelante. Tenía que creer en las señales. Durante toda su
vida, sus estudios se concentraron en la búsqueda del lenguaje único hablado
por el Universo. Primero se había interesado por el esperanto, después por las
religiones y finalmente por la Alquimia. Sabía hablar esperanto, entendía
perfectamente las diversas religiones, pero aún no era Alquimista. Es verdad
que había conseguido descifrar cosas importantes. Pero sus investigaciones
llegaron hasta un punto a partir del cual no podía progresar más. Había
intentado en vano entrar en contacto con algún alquimista. Pero los alquimistas
eran personas extrañas, que sólo pensaban en ellos mismos, y casi siempre
rehusaban ayudar a los demás. Quién sabe si no habían descubierto el secreto de
la Gran Obra -llamada Piedra Filosofal- y por eso se encerraban en su silencio.
Ya había
gastado parte de la fortuna que su padre le había dejado buscando inútilmente
la Piedra Filosofal. Había consultado las mejores bibliotecas del mundo y
comprado los libros más importantes y más raros sobre Alquimia. En uno de ellos
descubrió que, muchos años atrás, un famoso alquimista árabe había visitado
Europa. Decían de él que tenía más de doscientos años, que había descubierto la
Piedra Filosofal y el Elixir de la Larga Vida. El Inglés se quedó impresionado con
la historia. Pero no habría pasado de ser una leyenda más si un amigo suyo, al
volver de una expedición arqueológica en el desierto, no le hubiese hablado de
la existencia de un árabe que tenía poderes excepcionales.
-Vive en el
oasis de al-Fayum -dijo su amigo-. Y la gente dice que tiene doscientos años y
que es capaz de transformar cualquier metal en oro.
El inglés no
cabía en sí de tanta emoción. Inmediatamente canceló todos sus compromisos,
juntó sus libros más importantes y ahora estaba allí, en aquel almacén parecido
a un corral, mientras allá afuera una inmensa caravana se preparaba para cruzar
el Sahara. La caravana pasaba por al-Fayum. «Tengo que conocer a ese maldito
Alquimista», pensó el inglés. Y el olor de los animales se hizo un poco más
tolerable.
Un joven
árabe, también cargado de bolsas, entró en el lugar donde estaba el Inglés y lo
saludó. -¿Adónde va? -preguntó el joven árabe.
-Al desierto- repuso el Inglés, y volvió a su
lectura. Ahora no quería conversar. Tenía que recordar todo lo que había
aprendido durante diez años, porque el Alquimista seguramente lo sometería a alguna
especie de prueba.
El joven
árabe sacó un libro escrito en español y empezó a leer. «¡Qué suerte! », pensó
el Inglés. Él sabía hablar español mejor que árabe, y si este muchacho fuese
hasta al-Fayum tendría a alguien con quien conversar cuando no estuviese
ocupado en cosas importantes. «Tiene gracia -pensó el muchacho mientras
intentaba leer otra vez la escena del entierro con que comenzaba el libro-.
Hace casi dos años que empecé a leerlo y no consigo pasar de estas páginas.»
Aunque no había un rey que lo interrumpiera, no conseguía concentrarse. Aún tenía
dudas respecto a su decisión. Pero se daba cuenta de una cosa importante: las
decisiones eran solamente el comienzo de algo.
Cuando
alguien tomaba una decisión, estaba zambulléndose en una poderosa corriente que
llevaba a la persona hasta un lugar que jamás hubiera soñado en el momento de
decidirse. «Cuando resolví ir en busca de mi tesoro, nunca imaginé que llegaría
a trabajar en una tienda de cristales -se dijo el muchacho para confirmar su
razonamiento-. Del mismo modo, el hecho de que me encuentre en esta caravana
puede ser una decisión mía, pero el curso que tomará será siempre un misterio.»
Frente a él
había un europeo que también iba leyendo. Era antipático y le había mirado con
desprecio cuando él entró. Podían haberse hecho buenos amigos, pero el europeo
había interrumpido la conversación.
El muchacho cerró el libro. No quería hacer nada que
le hiciese parecerse a aquel europeo. Sacó a Urim y Tumim del bolsillo y comenzó
a jugar con ellos. El extranjero dio un grito:
-¡Un Urim y
un Tumim!
El chico volvió a guardar las piedras rápidamente. -No
están en venta -dijo. -No valen mucho -replicó el Inglés-. No son más que
cristales de roca. Hay millones de cristales de roca en la tierra, pero para
quien entiende, éstos son Urim y Tumim. No sabía que existiesen en esta parte
del mundo. -Me las regaló un rey -aseguró el muchacho.
El extranjero se quedó mudo. Después metió la mano
en su bolsillo y retiró, tembloroso, dos piedras iguales. -¿Has dicho un rey?
-repitió.
-Y usted no
cree que los reyes conversen con pastores -dijo el chico. Esta vez era él quien
quería acabar la conversación. Al contrario, los pastores fueron los primeros
en reconocer a un rey que el resto del mundo rehusó reconocer. Por eso es muy
probable que los reyes conversen con los pastores.
»Está en la
Biblia -prosiguió el Inglés temiendo que el muchacho no lo estuviera
entendiendo-. El mismo libro que me enseñó a hacer este Urim y este Tumim.
Estas piedras eran la única forma de adivinación permitida por Dios. Los
sacerdotes las llevaban en un pectoral de oro.
El muchacho se alegró enormemente de estar allí.
-Quizá esto sea una señal -dijo el Inglés como
pensando en voz alta.
-¿Quién le habló de señales?
El interés del chico crecía a cada momento.
-Todo en la vida son señales -aclaró el Inglés
cerrando la revista que estaba leyendo-. El Universo fue creado por una lengua
que todo el mundo entiende, pero que ya fue olvidada. Estoy buscando ese Lenguaje
Universal, entre otras cosas.
»Por eso
estoy aquí. Porque tengo que encontrar a un hombre que conoce el Lenguaje
Universal. Un Alquimista. La conversación fue interrumpida por el jefe del
almacén.
-Tenéis suerte -dijo el árabe gordo-. Esta tarde
sale una caravana para al-Fayum.
-Pero yo voy
a Egipto -replicó el muchacho.
-Al-Fayum está en Egipto -dijo el dueño-. ¿Qué clase
de árabe eres tú?
El muchacho
explicó que era español. El Inglés se sintió satisfecho: aunque vestido de
árabe, el joven, al menos, era europeo. -Él llama «suerte» a las señales -dijo
el Inglés después de que el árabe gordo se fue-. Si yo pudiese, escribiría una
gigantesca enciclopedia sobre las palabras «suerte» y «coincidencia». Es con
estas palabras con las que se escribe el Lenguaje Universal.
Después
comentó con el muchacho que no había sido «coincidencia» encontrarlo con Urim y
Tumim en la mano. Le preguntó si él también estaba buscando al Alquimista.
-Voy en busca de un tesoro -confesó el muchacho, y
se arrepintió de inmediato. Pero el Inglés pareció no darle importancia. -En
cierta manera, yo también -dijo. -Y ni siquiera sé lo que quiere decir Alquimia
-añadió el muchacho, cuando el dueño del almacén empezó a llamarlos para que salieran.
-Yo soy el
Jefe de la Caravana -dijo un señor de barba larga y ojos oscuros-. Tengo poder
sobre la vida y la muerte de las personas que viajan conmigo. Porque el
desierto es una mujer caprichosa que a veces enloquece a los hombres.
Eran casi
doscientas personas, y el doble de animales: camellos, caballos, burros, aves.
El Inglés llevaba varias maletas llenas de libros. Había mujeres, niños, y
varios hombres con espadas en la cintura y largas espingardas al hombro. Una
gran algarabía llenaba el lugar, y el Jefe tuvo que repetir varias veces sus
palabras para que todos lo oyesen.
-Hay varios hombres y dioses diferentes en el
corazón de estos hombres. Pero mi único Dios es Alá, y por él juro que haré
todo lo posible para vencer una vez más al desierto. Ahora quiero que cada uno
de vosotros jure por el Dios en el que cree, en el fondo de su corazón, que me
obedecerá en cualquier circunstancia. En el desierto, la desobediencia
significa la muerte.
Un murmullo recorrió a todos los presentes, que
estaban jurando en voz baja ante su Dios. El muchacho juró por Jesucristo. El
Inglés permaneció en silencio. El murmullo se prolongó más de lo necesario para
un simple juramento, porque las personas también estaban pidiendo protección al
cielo.
Se oyó un
largo toque de clarín y cada cual montó en su animal. El muchacho y el Inglés
habían comprado camellos, y montaron en ellos con cierta dificultad. Al
muchacho le dio lástima el camello del Inglés: iba cargado con pesadas maletas
llenas de libros.
-No existen
las coincidencias -dijo el Inglés intentando continuar la conversación que
habían iniciado en el almacén-. Fue un amigo quien me trajo hasta aquí porque
conocía a un árabe.
Pero la
caravana se puso en marcha y le resultó imposible escuchar lo que el Inglés
estaba diciendo. No obstante, el muchacho sabía exactamente de qué se trataba:
era la cadena misteriosa que va uniendo una cosa con otra, la misma que lo
había llevado a ser pastor, a tener el mismo sueño repetido, a estar en una
ciudad cerca de África, y a encontrar en la plaza a un rey, a que le robaran
para conocer a un mercader de cristales, y...
«Cuanto más se aproxima uno al sueño, más se va
convirtiendo la Leyenda Personal en la verdadera razón de vivir», pensó el
muchacho. La caravana se dirigía hacia poniente. Viajaban por la mañana, paraban
cuando el sol calentaba más, y proseguían al atardecer. El muchacho conversaba
poco con el Inglés, que pasaba la mayor parte del tiempo entretenido con sus
libros.
Entonces se dedicó a observar en silencio la marcha
de animales y hombres por el desierto. Ahora todo era muy diferente del día en
que partieron. Aquel día de confusión, gritos, llantos, criaturas y relinchos de
animales se mezclaban con las órdenes nerviosas de los guías y de los
comerciantes. En el desierto, en cambio, reinaba el viento eterno, el silencio
y el casco de los animales. Hasta los guías conversaban poco entre sí.
-He cruzado
muchas veces estas arenas -dijo un camellero cierta noche-. Pero el desierto es
tan grande y los horizontes tan lejanos que hacen que uno se sienta pequeño y
permanezca en silencio. El muchacho entendió lo que el camellero quería decir,
aun sin haber pisado nunca antes un desierto. Cada vez que miraba el mar o el fuego
era capaz de quedarse horas callado, sin pensar en nada, sumergido en la
inmensidad y la fuerza de los elementos. «Aprendí con las ovejas y aprendí con
los cristales -pensó-. Puedo aprender también con el desierto. Él me parece más
viejo y más sabio.»
El viento no
paraba nunca. El muchacho se acordó del día en que sintió ese mismo viento,
sentado en un fuerte en Tarifa. Tal vez ahora estaría rozando levemente la lana
de sus ovejas, que seguían en busca de alimento y agua por los campos de
Andalucía.
«Ya no son
mis ovejas -se dijo sin nostalgia-. Deben de haberse acostumbrado a otro pastor
y ya me habrán olvidado. Es mejor así. Quien está acostumbrado a viajar, como
las ovejas, sabe que siempre es necesario partir un día.»
También se
acordó de la hija del comerciante y tuvo la seguridad de que ya se habría
casado. Quién sabe si con un vendedor de palomitas, o con un pastor que como él
supiera leer y contase historias extraordinarias; al fin y al cabo, él no debía
de ser el único. Pero se quedó impresionado con su presentimiento: quizá él
estuviese aprendiendo también esta historia del Lenguaje Universal, que sabe el
pasado y presente de todos los hombres. «Presentimientos», como acostumbraba
decir su madre. El muchacho comenzó a entender que los presentimientos eran las
rápidas zambullidas que el alma daba en esta corriente Universal de vida, donde
la historia de todos los hombres está ligada entre sí, y podemos saberlo todo,
porque todo está escrito.
-Maktub -dijo
el muchacho recordando las palabras del Mercader de Cristales.
El desierto a
veces se componía de arena y otras veces de piedra. Si la caravana llegaba
frente a una piedra, la contorneaba; si se encontraba frente a una roca, daba
una larga vuelta. Si la arena era demasiado fina para los cascos de los
camellos, buscaban un lugar donde fuera más resistente. En algunas ocasiones el
suelo estaba cubierto de sal, lo cual indicaba que allí debía de haber existido
un lago. Los animales entonces se quejaban, y los camelleros se bajaban y los
descargaban.
Después se colocaban las cargas en su propia
espalda, pasaban sobre el suelo traicionero y nuevamente cargaban a los
animales. Si un guía enfermaba y moría, los camelleros echaban suertes y
escogían a un nuevo guía. Pero todo esto sucedía por una única razón: por
muchas vueltas que tuviera que dar, la caravana se dirigía siempre a un mismo
punto.
Una vez
vencidos los obstáculos, volvía a colocarse de nuevo hacia el astro que
indicaba la posición del oasis. Cuando las personas veían aquel astro brillando
en el cielo por la mañana, sabían que estaba señalando un lugar con mujeres,
agua, dátiles y palmeras. El único que no se enteraba de todo eso era el
Inglés, pues se pasaba la mayor parte del tiempo sumergido en la lectura de sus
libros. El muchacho también tenía un libro que había intentado leer durante los
primeros días de viaje. Pero encontraba mucho más interesante contemplar la caravana
y escuchar el viento. Así que aprendió a conocer mejor a su camello y al
aficionarse a él, tiró el libro. Era un peso innecesario, aunque el chico había
alimentado la superstición de que cada vez que abría el libro encontraba a
alguien importante.
Terminó trabando amistad con el camellero que viajaba
siempre a su lado. De noche, cuando paraban y descansaban alrededor de las hogueras,
solía contarle sus aventuras como pastor. Durante una de esas conversaciones,
el camellero comenzó a su vez a hablarle de su vida.
-Yo vivía en
un lugar cercano a El Cairo -le explicó-. Tenía mi huerto, mis hijos y una vida
que no iba a cambiar hasta el momento de mi muerte. Un año que la cosecha fue
excelente, fuimos todos hasta La Meca y yo cumplí con la única obligación que
me faltaba llevar acabo en la vida. Podía morir en paz, y me agradaba la
idea...
»Cierto día la tierra comenzó a temblar, y el Nilo
se desbordó. Lo que yo pensaba que sólo ocurría a los otros terminó pasándome a
mí. Mis vecinos tuvieron miedo de perder sus olivos con las inundaciones; mi
mujer de que las aguas se llevaran a nuestros hijos, y yo de ver destruido todo
lo que había conquistado.
Pero no hubo
solución. La tierra quedó inservible y tuve que buscar otro medio de
subsistencia. Hoy soy camellero. Pero entonces entendí la palabra de Alá, nadie
siente miedo de lo desconocido porque cualquier persona es capaz de conquistar
todo lo que quiere y necesita.
»Sólo sentimos miedo de perder aquello que tenemos,
ya sean nuestras vidas o nuestras plantaciones. Pero este miedo pasa cuando entendemos
que nuestra historia y la historia del mundo fueron escritas por la misma Mano.
A veces las
caravanas se encontraban durante la noche. Siempre una de ellas tenía lo que la
otra necesitaba, como si realmente todo estuviera escrito por una sola Mano.
Los camelleros intercambiaban informaciones sobre las tempestades de viento y
se reunían en torno a las hogueras para contar las historias del desierto. En
otras ocasiones llegaban misteriosos hombres encapuchados; eran beduinos que
espiaban las rutas seguidas por las caravanas. Traían noticias de asaltantes y
de tribus bárbaras. Llegaban y partían en silencio, con sus ropas negras que
sólo dejaban ver los ojos. Una de esas noches el camellero se acercó hasta la
hoguera donde el muchacho estaba sentado junto al Inglés.
-Se rumorea
que hay guerra entre los clanes -dijo el camellero.
Los tres se quedaron callados. El muchacho notó que
el miedo flotaba en el aire, aunque nadie dijese ni una palabra. Nuevamente estaba
percibiendo el lenguaje sin palabras, el Lenguaje Universal. Poco después el
Inglés preguntó si había peligro.-Quien entra en el desierto no puede volver
atrás -repuso el camellero-. Y cuando no se puede volver atrás, sólo debemos
preocuparnos por la mejor manera de seguir hacia adelante. El resto es por cuenta
de Alá, inclusive el peligro.
Y concluyó diciendo la misteriosa palabra:
Maktub.-Tendría que prestar más atención a las caravanas -dijo el muchacho al
Inglés cuando el camellero se fue-. Dan muchas vueltas, pero siempre mantienen
el mismo rumbo.
-Y tú
tendrías que leer más sobre el mundo -replicó el Inglés-. Los libros son igual
que las caravanas. El inmenso grupo de hombres y animales empezó a caminar más rápido.
Además del silencio durante el día, las noches -cuando las personas se reunían
para conversar en torno a las hogueras- comenzaron a hacerse también
silenciosas. Cierto día el Jefe de la Caravana decidió que no podían encenderse
más hogueras, para no llamar la atención.
Los viajeros se vieron obligados a formar un gran
círculo con los animales y a colocarse todos en el centro, intentando
protegerse del frío nocturno. El Jefe instaló centinelas armados alrededor del
grupo. Una de aquellas noches, el Inglés no podía dormir. Llamó al muchacho y
comenzaron a pasear por las dunas que rodeaban el campamento. Era una noche de
luna llena, y el muchacho contó al Inglés toda su historia.
El Inglés se quedó fascinado con el relato de la
tienda que había prosperado después de que el chico empezó a trabajar allí. -Éste
es el principio que mueve todas las cosas -dijo-En Alquimia se le denomina el
Alma del Mundo. Cuando deseas algo con todo tu corazón, estás más próximo al
Alma del Mundo. Es una fuerza siempre positiva.
Le explicó
también que esto no era un don exclusivo de los hombres; todas las cosas sobre
la faz de la Tierra tenían también una alma, independientemente de si era
mineral, vegetal, animal o apenas un simple pensamiento.
-Todo lo que
está sobre la faz de la Tierra se transforma siempre, porque la Tierra está
viva, y tieneuna alma. Somos parte de esta Alma y raramente sabemos que ella
siempre trabaja en nuestro favor. Pero tú debes entender que en la tienda de
los cristales, hasta los jarros estaban colaborando en tu éxito.
El muchacho
se quedó callado unos instantes, mirando la luna y la arena blanca.
-He visto la
caravana caminando a través del desierto -dijo por fin-. Ella y el desierto
hablan la misma lengua y por eso él permite que ella lo atraviese. Probará cada
paso suyo, para ver si está en perfecta sintonía con él; y si lo está, ella
llegará al oasis.
»Si uno de
nosotros llegase aquí con mucho valor, pero sin entender este lenguaje, moriría
el primer día.
Continuaron mirando la luna juntos. -Ésta es la
magia de las señales -continuó el muchacho-. He visto cómo los guías leen las
señales del desierto y cómo el alma de la caravana conversa con el alma del
desierto.
Permanecieron varios minutos en silencio. -Tengo que
prestar más atención a la caravana -dijo por fin el Inglés.
-Y yo tengo que leer sus libros -dijo el muchacho.
Eran libros extraños. Hablaban de mercurio, sal,
dragones y reyes, pero él no conseguía entender nada. Sin embargo, había una
idea que parecía repetirse en todos los libros: todas las cosas eran
manifestaciones de una cosa sola.
En uno de los
libros descubrió que el texto más importante de la Alquimia constaba de unas
pocas líneas, y había sido escrito en una simple esmeralda.
-Es la Tabla
de la Esmeralda -dijo el Inglés, orgulloso de enseñarle algo al muchacho.
-Y entonces,
¿para qué tantos libros?
-Para entender estas líneas -repuso el Inglés,
aunque no estaba muy convencido de su propia respuesta.
El libro que
más interesó al muchacho contaba la historia de los alquimistas famosos. Eran
hombres que habían dedicado toda su vida a purificar metales en los
laboratorios; creían que si un metal se mantenía permanentemente al fuego
durante muchos años, terminaría liberándose de todas sus propiedades
individuales y sólo restaría el Alma del Mundo. Esta Cosa Única permitía que
los alquimistas entendiesen cualquier cosa sobre la faz de la Tierra, porque
ella era el lenguaje a través del cual las cosas se comunicaban. A este
descubrimiento lo llamaban la Gran Obra, que estaba compuesta por una parte líquida
y una parte sólida.
-¿No basta con observar a los hombres y a las
señales para descubrir este lenguaje? -preguntó el chico. -Tienes la manía de
simplificarlo todo -repuso el Inglés irritado-.La Alquimia es un trabajo muy serio.
Exige que se siga cada paso exactamente como los maestros lo enseñaron.
El muchacho descubrió que la parte líquida de la
Gran Obra era llamada Elixir de la Larga Vida, que curaba todas las
enfermedades y evitaba que el alquimista envejeciese. Y la parte sólida se
conocía con el nombre de Piedra Filosofal.
-No es fácil
descubrir la Piedra Filosofal -dijo el Inglés-. Los alquimistas pasaban muchos
años en los laboratorios contemplando aquel fuego que purificaba los metales.
Miraban tanto el fuego que poco a poco sus cabezas iban perdiendo todas las
vanidades del mundo. Entonces, un buen día, descubrían que la purificación de
los metales había terminado por purificarlos a ellos mismos. El muchacho se
acordó del Mercader de Cristales. Él le había dicho que era buena idea limpiar
los jarros para que ambos se liberasen.
Cada vez estaba más convencido de que la Alquimia
podría aprenderse en la vida cotidiana. -Además -añadió el Inglés-, la Piedra
Filosofal tiene una propiedad fascinante: un pequeño fragmento de ella es capaz
de transformar grandes cantidades de metal en oro.
A partir de esta frase, el muchacho empezó a
interesarse en la Alquimia.
-He aprendido que el mundo tiene una Alma y que
quien entienda esa Alma entenderá el lenguaje de las cosas. Aprendí que muchos alquimistas
vivieron su Leyenda Personal y terminaron descubriendo el Alma del Mundo, la
Piedra Filosofal y el Elixir.
La caravana
comenzó a viajar día y noche. A cada momento aparecían los mensajeros
encapuchados, y el camellero que se había hecho amigo del muchacho explicó que
la guerra entre los clanes había comenzado. Tendrían mucha suerte si conseguían
llegar al oasis.
Los animales
estaban agotados y los hombres cada vez más silenciosos. El silencio era más
terrible por la noche, cuando un simple relincho de camello -que antes no
pasaba de ser un relincho de camello- ahora asustaba a todo el mundo y podía
ser una señal de invasión.
Dos noches después, cuando se preparaba para dormir,
el muchacho miró en dirección al astro que seguían durante la noche. Le pareció
que el horizonte estaba un poco más bajo, porque sobre el desierto había
centenares de estrellas. -Es el oasis -dijo el camellero. -¿Y por qué no vamos
inmediatamente? -Porque necesitamos dormir.
El muchacho abrió los ojos cuando el sol comenzaba a
nacer. Frente a él, donde las pequeñas estrellas habían estado durante la noche,
se extendía una fila interminable de palmeras que cubría todo el horizonte.
-¡Lo
conseguimos! -dijo el Inglés, que también acababa de levantar- se.
El muchacho,
sin embargo, permaneció callado. Había aprendido el silencio del desierto y se
contentaba con mirar las palmeras que tenía delante de él. Aún debía caminar
mucho para llegar a las Pirámides, y algún día aquella mañana no sería más que
un recuerdo.
Pero ahora
era el momento presente, la fiesta que había descrito el camellero, y él estaba
procurando vivirlo con las lecciones de su pasado y los sueños de su futuro. Un
día, aquella visión de millares de palmeras sería sólo un recuerdo. Pero para
él, en este momento, significaba sombra, agua y un refugio para la guerra. De
la misma manera que un relincho de camello podía transformarse en peligro, una
hilera de palmeras podía significar un milagro. «El mundo habla muchos
lenguajes», pensó el muchacho.
«Cuando los
tiempos van de prisa, las caravanas corren también», pensó el Alquimista
mientras veía llegar a centenares de personas y animales al Oasis. Los
habitantes gritaban detrás de los recién llegados, el polvo cubría el sol del
desierto y los niños saltaban de excitación al ver a los extraños. El
Alquimista vio cómo los jefes tribales se aproximaban al Jefe de la Caravana y
conversaban largamente entre sí.
Pero nada de todo aquello interesaba al Alquimista.
Ya había visto a mucha gente llegar y partir, mientras el Oasis y el desierto
permanecían invariables. Había visto a reyes y mendigos pisando aquellas arenas
que siempre cambiaban de forma a causa del viento, pero que eran las mismas que
él había conocido de niño.
El camellero explicó al muchacho que los oasis en el
desierto eran siempre considerados terreno neutral, porque la mayor parte de
sus habitantes eran mujeres y niños, y había oasis en ambos bandos. Así, los
guerreros lucharían en las arenas del desierto, pero respetarían los oasis como
ciudades de refugio.
El Jefe de la
Caravana los reunió a todos con cierta dificultad y comenzó a darles
instrucciones. Permanecerían allí hasta que la guerra entre los clanes hubiese
terminado. Como eran visitantes, deberían compartir las tiendas con los habitantes
del oasis, que les cederían los mejores lugares. Era la hospitalidad que
imponía la Ley. Después pidió que todos, inclusive sus propios centinelas,
entregasen las armas a los hombres indicados por los jefes tribales. -Son las
reglas de la guerra -explicó el Jefe de la Caravana. De esta manera, los oasis
no pueden hospedar a ejércitos ni guerreros.
Para sorpresa del muchacho, el Inglés sacó de su
chaqueta un revólver cromado y lo entregó al hombre que recogía las armas. -¿Para
qué quiere un revólver? -preguntó.
-Para
aprender a confiar en los hombres -repuso el Inglés. Estaba contento por haber
llegado al final de su búsqueda. El muchacho, en cambio, pensaba en su tesoro.
Cuanto más se acercaba a su sueño, más difíciles se tornaban las cosas. Ya no funcionaba
aquello que el viejo rey había llamado «suerte del principiante». Lo único que
él sabía que funcionaba era la prueba de la persistencia y del coraje de quien
busca su Leyenda Personal. Por eso no podía apresurarse, ni impacientarse. Si
actuara así, terminaría no viendo las señales que Dios había puesto en su
camino.
«... que Dios colocó en mi camino», pensó el
muchacho sorprendido. Hasta aquel momento había considerado las señales como
algo perteneciente al mundo. Algo como comer o dormir, algo como buscar un amor
o conseguir un empleo. Nunca antes había pensado que éste era un lenguaje que
Dios estaba usando para mostrarle lo que debía hacer.
«No te impacientes -se repitió para sí-. Como dijo
el camellero, come a la hora de comer. Y camina a la hora de caminar.» El
primer día todos durmieron de cansancio, inclusive el inglés. El muchacho
estaba instalado lejos de él, en una tienda con otros cinco jóvenes de edad
similar a la suya. Eran gente del desierto, y querían saber historias de las
grandes ciudades. El muchacho les habló de su vida de pastor, e iba a empezar a
relatarles su experiencia en la tienda de cristales cuando se presentó el
Inglés.
-Te he
buscado toda la mañana -dijo mientras se lo llevaba afuera-. Necesito que me
ayudes a descubrir dónde vive el Alquimista.
Empezaron por
recorrer las tiendas donde vivieran hombres solos. Un Alquimista seguramente
viviría de manera diferente de las otras personas del oasis, y sería muy
probable que en su tienda hubiera un horno permanentemente encendido. Caminaron
bastante, hasta que se quedaron convencidos de que el oasis era mucho mayor de
lo que podían imaginar, y que albergaba centenares de tiendas. -Hemos perdido
casi todo el día -dijo el Inglés mientras se sentaba junto al chico cerca de uno
de los pozos del oasis.
-Será mejor
que preguntemos -propuso el muchacho.
El Inglés no quería revelar su presencia en el
oasis, y se mostró indeciso ante la sugerencia. Pero acabó accediendo y le
pidió al muchacho, que hablaba mejor el árabe, que lo hiciera. Éste se aproximó
a una mujer que había ido al pozo para llenar de agua un saco de piel de
carnero.
-Buenas tardes, señora. Me gustaría saber dónde vive
un Alquimista en este oasis -preguntó el muchacho.
La mujer le respondió que jamás había oído hablar de
eso, y se marchó inmediatamente. Antes, no obstante, avisó al chico de que no debía
conversar con mujeres vestidas de negro porque eran mujeres casadas, y él tenía
que respetar la Tradición.
El Inglés se
quedó decepcionadísimo. Había hecho todo el viaje para nada. El muchacho
también se entristeció. Su compañero también estaba buscando su Leyenda
Personal, y cuando alguien hace esto, todo el Universo conspira para que la
persona consiga lo que desea. Lo había dicho el viejo rey, y no podía estar equivocado.
-Yo nunca había oído hablar antes de alquimistas
-dijo el chico-. Si no intentaría ayudarte.
De repente
los ojos del Inglés brillaron.
-¡De eso se trata! ¡Quizá aquí nadie sepa lo que es
un alquimista!
Pregunta por
el hombre que cura las enfermedades en la aldea.
Varias mujeres vestidas de negro fueron a buscar
agua al pozo, pero el muchacho no se dirigió a ninguna de ellas, por más que el
Inglés le insistió. Hasta que por fin se acercó un hombre.
-¿Conoce a alguien que cure las enfermedades aquí?
-preguntó el chico.
-Alá cura
todas las enfermedades -dijo el hombre, visiblemente espantado por los
extranjeros-. Vosotros estáis buscando brujos.
Y después de recitar algunos versículos del Corán,
siguió su camino.
Otro hombre se aproximó. Era más viejo, y traía sólo
un pequeño cubo. El muchacho repitió la pregunta.
-¿Por qué
queréis conocer a esa clase de hombre? -respondió el árabe con otra pregunta.
-Porque mi
amigo viajó muchos meses para encontrarlo -repuso el chico.
-Si este
hombre existe en el oasis, debe de ser muy poderoso –dijo el viejo después de
meditar unos instantes-. Ni los jefes tribales consiguen verlo cuando lo
necesitan. Sólo cuando él lo decide.
»Esperad a
que termine la guerra. Y entonces, partid con la caravana. No queráis entrar en
la vida del oasis -concluyó alejándose. Pero el Inglés quedó exultante. Estaban
en la pista correcta.
Finalmente apareció una moza que no iba vestida de
negro. Traía un cántaro en el hombro, y la cabeza cubierta con un velo, pero
tenía el rostro descubierto. El muchacho se aproximó para preguntarle sobre el
Alquimista.
Entonces fue
como si el tiempo se parase y el Alma del Mundo surgiese con toda su fuerza
ante él. Cuando vio sus ojos negros, sus labios indecisos entre una sonrisa y
el silencio, entendió la parte más importante y más sabia del Lenguaje que todo
el mundo hablaba y que todas las personas de la tierra eran capaces de entender
en sus corazones. Y esto se llamaba Amor, algo más antiguo que los hombres y
que el propio desierto, y que sin embargo resurgía siempre con la misma fuerza
dondequiera que dos pares de ojos se cruzaran como se cruzaron los de ellos
delante del pozo. Los labios finalmente decidieron ofrecer una sonrisa, y
aquello era una señal, la señal que él esperó sin saberlo durante tanto tiempo
en su vida, que había buscado en las ovejas y en los libros, en los cristales y
en el silencio del desierto.
Allí estaba el puro lenguaje del mundo, sin
explicaciones, porque el Universo no necesitaba explicaciones para continuar su
camino en el espacio sin fin. Todo lo
que el muchacho entendía en aquel momento era que estaba delante de la mujer de
su vida, y sin ninguna necesidad de palabras, ella debía de saberlo también.
Estaba más seguro de esto que de cualquier cosa en el mundo, aunque sus padres,
y los padres de sus padres, dijeran que era necesario salir, simpatizar, prometerse,
conocer bien a la persona y tener dinero antes de casarse. Los que decían esto
quizá jamás hubiesen conocido el Lenguaje Universal, porque cuando nos sumergimos
en él es fácil entender que siempre existe en el mundo una persona que espera a
otra, ya sea en medio del desierto o en medio de una gran ciudad.
El Inglés se levantó de donde estaba sentado y
sacudió al chico. -¡Vamos, pregúntaselo a ella! Él se aproximó a la joven. Ella
volvió a sonreír. Él sonrió también.
-¿Cómo te llamas? -preguntó.
-Me llamo Fátima -dijo la joven mirando al suelo.
-En la tierra de donde yo vengo algunas mujeres se
llaman así.
-Es el nombre de la hija del Profeta -explicó Fátima-.
Los guerreros lo llevaron allí.
La delicada
moza hablaba de los guerreros con orgullo. Como a su lado el Inglés insistía,
el muchacho le preguntó por el hombre que curaba todas las enfermedades.
-Es un hombre
que conoce los secretos del mundo. Conversa con los djins del desierto -dijo
ella. Los djins eran los demonios. La moza señaló hacia el sur, hacia el lugar
donde habitaba aquel extraño hombre.
Después llenó
su cántaro y se fue. El Inglés se fue también, en busca del Alquimista. Y el
muchacho se quedó mucho tiempo sentado al lado del pozo, entendiendo que algún
día el Levante había dejado en su rostro el perfume de aquella mujer, y que ya
la amaba incluso antes de saber que existía, y que su amor por ella haría que
encontrase todos los tesoros del mundo.
Al día siguiente el muchacho volvió al pozo a
esperar a la moza. Para su sorpresa, se encontró allí con el Inglés, mirando
por primera vez hacia el desierto.
-Esperé toda
la tarde y toda la noche -le dijo-. Él llegó con las primeras estrellas. Le
conté lo que estaba buscando. Entonces él me preguntó si ya había transformado
plomo en oro, y yo le dije que eso era lo que quería aprender.
»Y me mandó
intentarlo. Todo lo que me dijo fue: «Ve e inténtalo.»
El chico guardó silencio. El Inglés había viajado
tanto para oír lo que ya sabía. Entonces se acordó de que él había dado seis
ovejas al viejo rey por la misma razón.
-Entonces,
inténtelo -le dijo al Inglés.
-Es lo que
voy a hacer. Y empezaré ahora.
Al poco rato
de haberse ido el Inglés, llegó Fátima para recoger agua con su cántaro.
-Vine a
decirte una cosa muy sencilla -dijo el chico-. Quiero que seas mi mujer. Te
amo.
La moza dejó
que su cántaro derramase el agua. -Te esperaré aquí todos los días. Crucé el
desierto en busca de un tesoro que se encuentra cerca de las Pirámides. La
guerra fue para mí una maldición, pero ahora es una bendición porque me
mantiene cerca de ti.
-La guerra se
acabará algún día -dijo la moza.
El muchacho
miró las datileras del oasis. Había sido pastor. Y allí existían muchas ovejas.
Fátima era más importante que el tesoro.
-Los
guerreros buscan sus tesoros -dijo la joven, como si estuviera adivinando el
pensamiento del muchacho-. Y las mujeres del desierto están orgullosas de sus
guerreros.
Después volvió a llenar su cántaro y se fue. Todos
los días el muchacho iba al pozo a esperar a Fátima. Le contó su vida de
pastor, su encuentro con el rey, su estancia en la tienda de cristales. Se
hicieron amigos, y a excepción de los quince minutos que pasaba con ella, el
resto del día se le hacía interminable.
Cuando ya
llevaba casi un mes en el oasis, el Jefe de la Caravana los convocó a todos
para una reunión. -No sabemos cuándo se va a acabar la guerra, y no podemos
seguir el viaje -dijo-. Los combates durarán mucho tiempo, tal vez muchos años.
Cuentan con guerreros fuertes y valientes en ambos bandos, y existe el honor de
combatir en ambos ejércitos. No es una guerra entre buenos y malos. Es una
guerra entre fuerzas que luchan por el mismo poder, y cuando este tipo de batalla
comienza, se prolonga más que las otras, porque Alá está en los dos bandos.
Las personas
se dispersaron. El muchacho se volvió a encontrar con Fátima aquella tarde, y
le habló de la reunión.
-El segundo día que nos encontramos -dijo ella-, me
hablaste de tu amor. Después me enseñaste cosas bellas, como el Lenguaje y el
Alma del Mundo. Todo esto me hace poco a poco ser parte de ti.
El muchacho oía su voz y la encontraba más hermosa
que el sonido del viento entre las hojas de las datileras. -Hace mucho tiempo
que estuve aquí, en este pozo, esperándote.
No consigo
recordar mi pasado, la Tradición, la manera en que los hombres esperan que se
comporten las mujeres del desierto. Desde pequeña soñaba que el desierto me
traería el mayor regalo de mi vida. Este regalo llegó, por fin, y eres tú.
-El desierto
se lleva a nuestros hombres y no siempre los devuelve -dijo ella-. Entonces nos
acostumbramos a esto.
Algunos vuelven. Y entonces todas las mujeres se
alegran, porque los hombres que ellas esperan también pueden volver algún día.
Antes yo miraba a esas mujeres y envidiaba su felicidad. Ahora yo también tendré
una persona a quien esperar.
»Soy una
mujer del desierto, y estoy orgullosa de ello. Quiero que mi hombre también
camine libre como el viento que mueve las dunas. También quiero poder ver a mi
hombre en las nubes, en los animales y en el agua.
El muchacho
no quería oír hablar de las Pirámides. Desde la noche anterior su corazón
estaba pesaroso y triste, porque seguir en busca de su tesoro significaba tener
que abandonar a Fátima.
-Voy a guiarte a través del desierto -dijo el
Alquimista.
-Quiero
quedarme en el oasis -repuso el muchacho-. Ya encontré a Fátima. Y ella, para
mí, vale más que el tesoro. -Fátima es una mujer del desierto -dijo el
Alquimista-. Sabe que los hombres deben partir para poder volver. Ella ya
encontró su tesoro: tú. Ahora espera que tú encuentres lo que buscas.
-¿Y si decido quedarme?
-Serás el
Consejero del Oasis. Tienes oro suficiente como para comprar muchas ovejas y
muchos camellos. Te casarás con Fátima y viviréis felices el primer año.
Aprenderás a amar el desierto y conocerás cada una de las cincuenta mil palmeras.
Verás cómo crecen, mostrando un mundo siempre cambiante. Y entenderás cada vez
más las señales, porque el desierto es el mejor de todos los maestros. »El
segundo año te empezarás a acordar de que existe un tesoro. Las señales
empezarán a hablarte insistentemente sobre ello, y tú intentarás ignorarlas.
Dedicarás todos tus conocimientos al bienestar del oasis y de sus habitantes.
Los jefes tribales te quedarán agradecidos por ello. Y tus camellos te
aportarán riqueza y poder.
»Al tercer
año, las señales continuarán hablando de tu tesoro y tu Leyenda Personal.
Pasarás noches enteras andando por el oasis, y Fátima será una mujer triste,
porque ella fue la que interrumpió tu camino. Pero tú le darás amor, y ella te
corresponderá. Tú recordarás que ella jamás te pidió que te quedaras, porque
una mujer del desierto sabe esperar a su hombre.
El muchacho se acordaba del mercader de cristales,
que siempre quiso ir a La Meca, y del Inglés, que buscaba a un alquimista. Se
acordaba también de una mujer que confió en el desierto y un día el desierto le
trajo a la persona a quien deseaba amar.
Montaron en sus caballos y esta vez fue el muchacho
quien siguió al Alquimista. El viento traía los ruidos del oasis, y él
intentaba identificar la voz de Fátima. Aquel día no había ido al pozo a causa
de la batalla.
Pero esta
noche, mientras miraban a una serpiente dentro de un círculo, el extraño
caballero con su halcón en el hombro había hablado de amor y de tesoros, de las
mujeres del desierto y de su Leyenda Personal.
-Iré contigo
-dijo el muchacho. E inmediatamente sintió paz en su corazón.
-Partiremos
mañana, antes de que amanezca -fue la única respuesta del Alquimista.
El muchacho
se pasó toda la noche despierto. Dos horas antes del amanecer, despertó a uno
de los chicos que dormía en su tienda y le pidió que le mostrara dónde vivía
Fátima. Salieron juntos y fueron hasta allí. A cambio, el muchacho le dio
dinero para comprar una oveja.
-Soy una mujer del desierto -dijo ella escondiendo
el rostro-. Pero por encima de todo soy una mujer. Fátima entró en la tienda.
Dentro de poco amanecería. Cuando llegara el día, ella saldría a hacer lo mismo
que había hecho durante tantos años; pero todo habría cambiado. El muchacho ya
no estaría en el oasis, y el oasis no tendría ya el significado que tenía hasta
hacía unos momentos. Ya no sería el lugar con cincuenta mil palmeras y trescientos
pozos, adonde los peregrinos llegaban contentos después de un largo viaje. El
oasis, a partir de aquel día, sería para ella un lugar vacío.
A partir de
aquel día el desierto iba a ser más importante. Siempre lo miraría intentando
saber cuál era la estrella que él debía de estar siguiendo en busca del tesoro.
Tendría que mandar sus besos con el viento con la esperanza de que tocase el
rostro del muchacho y le contase que estaba viva, esperando por él, como una
mujer espera a un hombre valiente que sigue en busca de sueños y tesoros. A
partir de aquel día, el desierto sería solamente una cosa: la esperanza de su retorno.
-No pienses
en lo que quedó atrás -le advirtió el Alquimista cuando comenzaron a cabalgar
por las arenas del desierto-. Todo está grabado en el Alma del Mundo, y allí
permanecerá para siempre.
-Los hombres sueñan más con el regreso que con la
partida -dijo el muchacho, que ya se estaba volviendo a acostumbrar al silencio
del desierto.
-Si lo que tú
has encontrado está formado por materia pura, jamás se pudrirá. Y tú podrás
volver un día. Si fue sólo un momento de luz, como la explosión de una
estrella, entonces no encontrarás nada cuando regreses. Pero habrás visto una
explosión de luz. Y esto sólo ya habrá valido la pena.
El hombre
hablaba usando el lenguaje de la Alquimia. Pero el muchacho sabía que se estaba
refiriendo a Fátima.
Entonces el muchacho dejó de tener miedo y de sentir
ganas de volver, porque cierta tarde su corazón le dijo que estaba contento.
«Aunque proteste un poco -decía su corazón- es porque soy un corazón de hombre,
y los corazones de hombre son así.
Tienen miedo de realizar sus mayores sueños porque
consideran que no los merecen, o no van a conseguirlos. Nosotros, los
corazones, nos morimos de miedo sólo de pensar en los amores que partieron para
siempre, en los momentos que podrían haber sido buenos y que no lo fueron, en
los tesoros que podrían haber sido descubiertos y se quedaron para siempre
escondidos en la arena. Porque cuando esto sucede, terminamos sufriendo mucho.»
-Mi corazón tiene miedo de sufrir -dijo el muchacho
al Alquimista, una noche en que miraban al cielo sin luna. -Explícale que el
miedo a sufrir es peor que el propio sufrimiento. Y que ningún corazón jamás
sufrió cuando fue en busca de sus sueños, porque cada momento de búsqueda es un
momento de encuentro con Dios y con la Eternidad.
«Cada momento de búsqueda es un momento de encuentro
–dijo el muchacho a su corazón-. Mientras busqué mi tesoro, todos mis días fueron
luminosos, porque yo sabía que cada momento formaba parte del sueño de
encontrar. Mientras busqué este tesoro mío, descubrí por el camino cosas que
jamás habría soñado encontrar, si no hubiese tenido el valor de intentar cosas
imposibles para los pastores.»
Entonces su corazón se quedó callado una tarde
entera. Por la noche, el muchacho durmió tranquilo y cuando se despertó, su corazón
empezó a contarle cosas del Alma del Mundo. Le dijo que todo hombre feliz era
un hombre que llevaba a Dios dentro de sí. Y que la felicidad se podía
encontrar en un simple grano de arena del desierto, como había dicho el
Alquimista. Porque un grano de arena es un momento de la Creación, y el
Universo tardó miles de millones de años para crearlo.
«Cada hombre
sobre la faz de la tierra tiene un tesoro que lo está esperando -le explicó-.
Nosotros, los corazones, acostumbramos a hablar poco de esos tesoros, porque
los hombres ya no tienen interés en encontrarlos. Sólo hablamos de ellos a los
niños. Después, dejamos que la vida encamine a cada uno hacia su destino. Pero,
desgraciadamente, pocos siguen el camino que les ha sido trazado, y que es el camino
de la Leyenda Personal y de la felicidad. Consideran el mundo como algo
amenazador y, justamente por eso, el mundo se convierte en algo amenazador.
Entonces, nosotros, los corazones, vamos hablando cada vez más bajo, pero no
nos callamos nunca. Y deseamos que nuestras palabras no sean oídas, pues no
queremos que los hombres sufran porque no siguieron a sus corazones.»
-¿Por qué los corazones no explican a los hombres
que deben continuar siguiendo sus sueños? -preguntó el muchacho al Alquimista.
-Porque, en
este caso, el corazón es el que sufre más. Y a los corazones no les gusta
sufrir.
A partir de
aquel día, el muchacho entendió a su corazón. Le pidió que nunca más lo
abandonara. Le pidió que, cuando estuviera lejos de sus sueños, el corazón se
apretase en su pecho y diese la señal de alarma. Y le juró que siempre que
escuchase esta señal, también lo seguiría.
Aquella noche
conversó sobre todo esto con el Alquimista. Y el Alquimista entendió que el
corazón del muchacho había vuelto al Alma del Mundo.
-¿Qué debo
hacer ahora? -preguntó el chico.
-Sigue en dirección a las Pirámides -dijo el
Alquimista-. Y continúa atento a las señales. Tu corazón ya es capaz de
mostrarte el tesoro. Continuaron andando por el desierto. Cada día que pasaba,
el corazón del muchacho iba quedando más silencioso. Ya no quería saber de
cosas pasadas o de cosas futuras; se contentaba con contemplar también el
desierto y beber junto con el muchacho el Alma del Mundo. Él y su corazón se
hicieron grandes amigos, y cada uno pasó a ser incapaz de traicionar al otro.
Cuando el
corazón hablaba era para estimular y dar fuerzas al muchacho, que a veces
encontraba terriblemente aburridos los días de silencio. El corazón le contó
por primera vez sus grandes cualidades:
su coraje al
abandonar las ovejas, al vivir su Leyenda Personal, y su entusiasmo en la
tienda de cristales. Le explicó también otra cosa que el chico nunca había
notado: los peligros que habían pasado cerca sin que él los percibiera. Su
corazón le dijo que en una ocasión había escondido la pistola que él había robado
a su padre, pues podía haberse herido con ella muy fácilmente. Y recordó un día
en que el chico había empezado a sentirse mal y a vomitar en pleno campo, y
después se quedó dormido durante mucho rato. Ese día, a poca distancia, lo
esperaban dos asaltantes que estaban planeando asesinarlo para robarle las
ovejas. Pero como el chico no apareció, decidieron marcharse, pensando que habría
cambiado su ruta.
-¿Los
corazones siempre ayudan a los hombres? -preguntó el muchacho al Alquimista.
-Sólo a los
que viven su Leyenda Personal. Pero ayudan mucho a los niños, a los borrachos y
a los viejos. -¿Quiere decir eso entonces que no hay peligro?
-Quiere decir solamente que los corazones se
esfuerzan al máximo -repuso el Alquimista.
Cierta tarde
pasaron por el campamento de uno de los clanes. Había árabes con vistosas ropas
blancas y armas por todos los rincones. Los hombres fumaban narguile y
conversaban sobre los combates. Nadie prestó atención a los viajeros.
-No hay
ningún peligro -dijo el muchacho cuando ya se habían alejado un poco del
campamento. El Alquimista se puso furioso.
-Confía en tu corazón -dijo-, pero no olvides que te
encuentras en el desierto. Cuando los hombres están en guerra, el Alma del
Mundo también siente los gritos de combate. Nadie deja de sufrir las consecuencias
de cada cosa que sucede bajo el sol.
Todo es una sola cosa», pensó el muchacho. Y como si
el desierto quisiera mostrar que el viejo Alquimista tenía razón, dos jinetes
aparecieron por detrás de los viajeros.
-No podéis
seguir adelante -dijo uno de ellos-. Estáis en las arenas donde se libran los
combates. -No voy muy lejos -respondió el Alquimista mirando profundamente a
los ojos de los guerreros. Después de un breve silencio, éstos accedieron a
dejarles seguir el viaje.
Finalmente, cuando comenzaron a franquear una
montaña que se extendía por todo el horizonte, el Alquimista le dijo que
faltaban dos días para llegar a las Pirámides.
-Si nos vamos
a separar pronto, enséñeme Alquimia -pidió el muchacho.
-Tú ya sabes.
Es penetrar en el Alma del Mundo y descubrir el tesoro que ella nos reservó.
-No es eso lo
que quiero saber. Me refiero a transformar el plomo en oro.
El Alquimista
respetó el silencio del desierto, y sólo respondió al muchacho cuando se detuvieron para comer.
-Todo evoluciona en el Universo -dijo-. Y para los
sabios, el oro es el metal más evolucionado. No me preguntes por qué; no lo sé.
Sólo sé que la Tradición siempre acierta. »Son los hombres quienes no
interpretaron bien las palabras de los sabios. Y, en vez de ser un símbolo de
la evolución, el oro pasó a ser la señal de las guerras.
-Las cosas
hablan muchos lenguajes -dijo el muchacho-. Vi cuando el relincho de un camello
era solamente un relincho, después pasó a ser una señal de peligro y finalmente
volvió a ser un simple relincho.
Después montaron en sus caballos y prosiguieron en
dirección a las Pirámides de Egipto.
El sol había comenzado a descender cuando el corazón
del muchacho dio señal de peligro. Estaban en medio de gigantescas dunas, y el
muchacho miró al Alquimista, pero al parecer éste no había notado nada. Cinco
minutos más tarde vio, delante de ellos, las siluetas de dos jinetes recortadas
contra el sol. Antes de que pudiese hablar con el Alquimista, los dos jinetes
se transformaron en diez, después en cien, hasta que las gigantescas dunas
quedaron cubiertas por ellos.
Eran guerreros vestidos de azul, con una tiara negra
sobre el turbante. Llevaban el rostro tapado por otro velo azul que sólo dejaba
al descubierto los ojos.
Aun a distancia, los ojos mostraban la fuerza de sus
almas. Y esos ojos hablaban de muerte. Los llevaron a un campamento militar en
las inmediaciones. Un soldado empujó al muchacho y al Alquimista al interior de
una tienda, donde se hallaban reunidos un comandante y su estado mayor.
La tienda era diferente de las que había conocido en
el oasis.
-Son los espías -anunció uno de los hombres.
-Sólo somos viajeros -replicó el Alquimista.
-Se os ha visto en el campamento enemigo hace tres
días. Y estuvisteis hablando con uno de los guerreros. -Soy un hombre que
camina por el desierto y conoce las estrellas
-dijo el
Alquimista-. No tengo informaciones de tropas o de movimiento de clanes. Sólo
estoy guiando a mi amigo hasta aquí. -¿Quién es tu amigo? -preguntó el
comandante.
-Un Alquimista -repuso el Alquimista-. Conoce los
poderes de la naturaleza. Y desea mostrar al comandante su capacidad
extraordinaria.
El muchacho, aterrado, escuchaba en silencio. -¿Qué
hace un extranjero en nuestra tierra? -quiso saber otro hombre.
-Ha traído dinero para ofrecer a vuestro clan
-respondió el Alquimista antes de que el chico pudiese abrir la boca. Le cogió
la bolsa y entregó las monedas de oro al general.
El árabe las aceptó en silencio. Permitían comprar
muchas armas. -¿Qué es un Alquimista? -preguntó finalmente. -Un hombre que
conoce la naturaleza y el mundo.
Si él quisiera, destruiría este campamento sólo con
la fuerza del viento.
Los hombres rieron. Estaban acostumbrados a la
fuerza de la guerra, y el viento no detiene un golpe mortal. Dentro del pecho
de cada uno, sin embargo, sus corazones se encogieron. Eran hombres del
desierto y como tales temían a los hechiceros.
-Quiero verlo -dijo el general.
-Necesitamos tres días -respondió el Alquimista-. Y
él se transformará en viento para mostrar la fuerza de su poder. Si no lo
consigue, nosotros os ofrecemos humildemente nuestras vidas, en honor de vuestro
clan.
-No puedes ofrecerme lo que ya es mío -dijo,
arrogante, el general.
Pero concedió tres días a los viajeros. El muchacho
estaba paralizado de terror. Salió de la tienda porque el Alquimista lo
sostenía por el brazo.
-No dejes que perciban tu miedo -dijo el
Alquimista-. Son hombres valientes, y desprecian a los cobardes.
El muchacho, no obstante, se había quedado sin voz.
Sólo consiguió hablar después de algún tiempo, mientras caminaban por el campamento.
No era necesario encerrarlos: los árabes se habían limitado a quitarles los
caballos. Y una vez más el mundo mostró sus múltiples lenguajes; el desierto,
que antes era un terreno libre e infinito, se había convertido ahora en una
muralla infranqueable.
-¡Les ha dado todo mi tesoro! -exclamó el muhacho-.
¡Todo lo que gané en toda mi vida!
-¿Y de qué te
serviría si murieras? -replicó el Alquimista-. Tu dinero te ha salvado por tres
días. Pocas veces el dinero sirve para retrasar la muerte.
Pero el
muchacho estaba demasiado asustado para escuchar palabras sabias. No sabía cómo
transformarse en viento. No era un Alquimista.
El Alquimista
pidió té a un guerrero y colocó un poco en las muñecas del muchacho, sobre la
vena que transmite el pulso. Una ola de tranquilidad inundó su cuerpo, mientras
el Alquimista decía unas palabras que él no conseguía entender.
-No te desesperes -dijo el Alquimista con una voz
extrañamente dulce-, porque esto impide que puedas conversar con tu corazón.
-Pero yo no sé transformarme en viento.
-Quien vive su Leyenda Personal sabe todo lo que
necesita saber.
Sólo una cosa hace que un sueño sea imposible: el
miedo a fracasar.
-No tengo miedo de fracasar. Simplemente no sé
transformarme en viento.
-Pues tendrás que aprender. Tu vida depende de ello.
-¿Y si no lo consigo?
-Morirás mientras estabas viviendo tu Leyenda
Personal. Pero eso ya es mucho mejor que morir como millones de personas que
jamás supieron que la Leyenda Personal existía.
»Mientras tanto, no te preocupes. Generalmente la
muerte hace que las personas se tornen más sensibles a la vida. Pasó el primer
día. Hubo una gran batalla en las inmediaciones, y varios heridos fueron
trasladados al campamento militar. «Nada cambia con la muerte», pensaba el
muchacho. Los guerreros que morían eran sustituidos por otros, y la vida
continuaba.
-Podrías haber muerto más tarde, amigo mío -dijo el
guarda al cuerpo de un compañero suyo-. Podrías haber muerto cuando llegase la
paz. Pero hubieras terminado muriendo de cualquier manera.
Al caer el
día, el muchacho fue a buscar al Alquimista. Llevaba al halcón hacia el
desierto. -No sé transformarme en viento -repitió el muchacho.
-Acuérdate de
lo que te dije: el mundo no es más que la parte visible de Dios. Y que la
Alquimia es traer al plano material la perfección espiritual.
-¿Y ahora qué
hace?
-Alimento a
mi halcón. -Si no consigo transformarme en viento, moriremos -dijo el muchacho-.
¿Para qué alimentar al halcón?
-Quien morirá eres tú -replicó el Alquimista-. Yo sé
transformarme en viento.
El muchacho los condujo hasta el lugar donde había
estado el día anterior. Entonces les pidió a todos que se sentaran.
-Tardaré un poco -advirtió el muchacho.
-No tenemos prisa -respondió el general-. Somos
hombres del desierto.
El muchacho
comenzó a mirar al frente, hacia el horizonte. En la lejanía se divisaban
montañas, rocas y plantas rastreras que insistían en vivir en un lugar en el
que la supervivencia era imposible. Allí estaba el desierto, que él había
recorrido durante tantos meses y del que, aun así, sólo conocía una pequeña
parte. En esta pequeña parte había encontrado ingleses, caravanas, guerras de
clanes y un oasis con cincuenta mil palmeras y trescientos pozos.
-¿Qué haces aquí de nuevo? -le preguntó el
desierto-. ¿Acaso no nos contemplamos suficientemente ayer?
-En algún punto guardas a la persona que amo -dijo
el muchacho-. Entonces, cuando miro a tus arenas, también la veo a ella. Quiero
volver junto a ella, y necesito tu ayuda para transformarme en viento. -¿Qué es
el amor? -preguntó el desierto.
-El amor es cuando el halcón vuela sobre tus arenas.
Porque para él, tú eres un campo verde, y él nunca volvió sin caza. Él conoce
tus rocas, tus dunas y tus montañas, y tú eres generoso con él. El desierto
guardó silencio durante unos instantes.
-Yo te ofrezco mis arenas para que el viento pueda soplar.
Pero yo solo no puedo hacer nada. Pide ayuda al viento.
Una pequeña brisa comenzó a soplar. Los comandantes
oían al muchacho a lo lejos, hablando un lenguaje que desconocían.
El Alquimista sonreía. El viento se acercó al
muchacho y tocó su rostro. Había escuchado su conversación con el desierto,
porque los vientos siempre lo oyen todo. Recorrían el mundo sin un lugar donde
nacer y sin un lugar donde morir.
-Ayúdame -le pidió el muchacho al viento-. Un día
escuché en ti la voz de mi amada.
-¿Quién te enseñó a hablar el lenguaje del desierto
y del viento?
-Mi corazón -repuso el muchacho.
Las personas no pueden transformarse en viento.
-Enséñame a ser viento durante unos instantes -le
pidió el muchacho-, para que podamos conversar sobre las posibilidades ilimitadas
de los hombres y de los vientos.
El viento era curioso, y aquello era algo que él no
conocía. Le gustaría conversar sobre aquel asunto, pero no sabía cómo
transformar a los hombres en viento. ¡Y eso que sabía hacer infinidad de cosas!
Construía desiertos, hundía barcos, derribaba bosques enteros y paseaba por
ciudades llenas de música y de ruidos extraños. Se consideraba ilimitado y, sin
embargo, ahí estaba ese muchacho diciéndole que aún había más cosas que un
viento podía hacer.
-Es eso que llaman Amor -dijo el muchacho al ver que
el viento estaba a punto de acceder a su petición-. Cuando se ama es cuando se consigue
ser algo de la Creación. Cuando se ama no tenemos ninguna necesidad de entender
lo que sucede, porque todo pasa a suceder dentro de nosotros, y los hombres
pueden transformarse en viento. Siempre que los vientos ayuden, claro está.
El viento era muy orgulloso y le molestó lo que el
chico decía.
Comenzó a soplar con más fuerza, levantando las
arenas del desierto. Pero finalmente tuvo que reconocer que, aun habiendo
recorrido el mundo entero, no sabía cómo transformar a los hombres en viento. Y
no conocía el Amor.
-Entonces ayúdame -dijo el muchacho-. Llena este
lugar de polvo para que yo pueda mirar al sol sin quedarme ciego. El viento
sopló con mucha fuerza, y el cielo se llenó de arena, dejando apenas un disco
dorado en el lugar del sol.
Desde el campamento resultaba muy difícil ver lo que
sucedía. Los hombres del desierto ya conocían aquel viento. Se llamaba simún, y
era peor que una tempestad en el mar (porque ellos no conocían el mar). Los
caballos relinchaban y las armas empezaron a quedar cubiertas de arena.
En el peñasco, uno de los comandantes le dijo al
general: -Quizá sea mejor parar todo esto.Ya casi no podían ver al muchacho.
Los rostros seguían cubiertos por los velos azules, pero los ojos ahora
transmitían solamente espanto.
-Vamos a
poner fin a esto -insistió otro comandante.
Cuando el simún cesó de soplar, todos miraron hacia
el lugar donde estaba el muchacho. Ya no se encontraba allí; estaba junto a un centinela
casi cubierto de arena y que vigilaba el lado opuesto del campamento.
Los hombres
estaban aterrorizados con la brujería. Sólo dos personas sonreían: el
Alquimista, porque había encontrado a su verdadero discípulo, y el general
porque el discípulo había entendido la gloria de Dios.
A1 día
siguiente, el general se despidió del muchacho y del Alquimista y ordenó que
una escolta los acompañara hasta donde ellos quisieran.
Viajaron todo
el día. A1 atardecer llegaron frente a un monasterio copto. El Alquimista
despidió a la escolta y bajó del caballo. -A partir de aquí seguirás solo
-dijo-. Dentro de tres horas llegarás a las Pirámides.
-Gracias
-dijo el muchacho-. Usted me ha enseñado el Lenguaje del Mundo.
-Me limité a
recordarte lo que ya sabías. El Alquimista llamó a la puerta del monasterio. Un
monje vestido de negro fue a atenderles. Hablaron algo en copto, y el
Alquimista invitó al muchacho a entrar.
-Le he pedido que me presten la cocina durante un rato
–informó al muchacho.
Fueron hasta
la cocina del monasterio. El Alquimista encendió el fuego y el monje le dio un
poco de plomo, que el Alquimista derritió dentro de un recipiente circular de
hierro. Cuando el plomo se hubo vuelto líquido, el Alquimista sacó de su bolsa
aquel extraño huevo de vidrio amarillento. Raspó una capa del grosor de un
cabello, la envolvió en cera y la tiró en el recipiente que contenía el plomo derretido.
La mezcla fue
adquiriendo un color rojizo como la sangre. El Alquimista retiró entonces el
recipiente del fuego y lo dejó enfriar. Mientras tanto, se puso a conversar con
el monje sobre la guerra de los clanes.
-Aún durará
mucho -le dijo al monje.
El monje estaba un poco harto. Hacía tiempo que las
caravanas estaban paradas en Gizeh, esperando que la guerra terminara.
-Pero cúmplase la voluntad de Dios -dijo el monje. –Exactamente
-repuso el Alquimista.
Cuando el recipiente acabó de enfriarse, el monje y
el muchacho miraron deslumbrados. El plomo se había secado y adquirido la forma
circular del recipiente, pero ya no era plomo. Era oro. -¿Aprenderé a hacer
esto algún día? -preguntó el muchacho.
-Ésta fue mi Leyenda Personal, y no la tuya
-respondió el Alquimista-. Pero quería mostrarte que es posible hacerlo. Caminaron
de vuelta hasta la puerta del convento. Allí, el Alquimista dividió el disco en
cuatro partes.
-Ésta es para usted -dijo ofreciéndole una parte al
monje-. Por su generosidad con los peregrinos. -Esto es un pago que excede a mi
generosidad -replicó el monje.
-Jamás repita eso. La vida puede escucharlo y darle
menos la próxima vez.
Después se
aproximó al muchacho.
-Ésta es para ti. Para compensar lo que le diste al
general.
El muchacho iba a decir que era mucho más de lo que
había entregado al general. Pero se calló porque había oído el comentario que el
Alquimista le había hecho al monje.
-Ésta es para
mí -dijo el Alquimista guardándose una parte-. Porque tengo que volver por el
desierto y hay guerra entre los clanes. Entonces tomó el cuarto pedazo y se lo
entregó nuevamente al monje.
-Ésta es para
el muchacho, en caso de que la necesite.
-¡Pero si voy en busca de mi tesoro! -se quejó el
chico-. ¡Ahora ya estoy bien cerca de él!
-Y estoy
seguro de que lo encontrarás -dijo el Alquimista.
-Entonces, ¿a qué viene esto?
-Porque tú ya perdiste en dos ocasiones, con el
ladrón y con el general, el dinero que ganaste en tu viaje. Yo soy un viejo
árabe supersticioso, y creo en los proverbios de mi tierra. Y existe un proverbio
que dice: «Todo lo que sucede una vez
puede que no suceda nunca más. Pero todo lo que sucede dos veces, sucederá,
ciertamente, una tercera.»
El muchacho
sonrió. Nunca había pensado que la vida pudiese ser tan importante para un
pastor. -Adiós -dijo el Alquimista.
-Adiós -repuso el muchacho.
El muchacho caminó dos horas y media por el
desierto, procurando escuchar atentamente lo que decía su corazón. Era él quien
le revelaría el lugar exacto donde estaba escondido el tesoro.
«Donde esté tu tesoro, allí estará también tu
corazón», le había dicho el Alquimista.
Pero su
corazón hablaba de otras cosas. Contaba con orgullo la historia de un pastor
que había dejado sus ovejas para seguir un sueño que se repitió dos noches.
Hablaba de la Leyenda Personal, y de muchos hombres que hicieron lo mismo, que
fueron en busca de tierras lejanas o de mujeres bonitas, haciendo frente a los
hombres de su época, con sus prejuicios y con sus ideas. Habló durante todo
aquel tiempo de viajes, de descubrimientos, de libros y de grandes cambios.
Cuando se disponía a subir una duna y sólo en aquel
momento, su corazón le susurró al oído: «Estáte atento cuando llegues a un
lugar en donde vas a llorar. Porque en ese lugar estoy yo, y en ese lugar está tu
tesoro.»
El muchacho
comenzó a subir la duna lentamente. El cielo, cubierto de estrellas, mostraba
nuevamente la luna llena; habían caminado un mes por el desierto. La luna
iluminaba también la duna, en un juego de sombras que hacía que el desierto
pareciese un mar lleno de olas, y que hizo recordar al muchacho el día en que
había soltado a su caballo para que corriera libremente por él, ofreciendo una
buena señal al Alquimista. Finalmente, la luna iluminaba el silencio del
desierto y el viaje que emprenden los hombres que buscan tesoros.
Cuando
después de algunos minutos llegó a lo alto de la duna, su corazón dio un salto.
Iluminadas por la luz de la luna llena y por la blancura del desierto, erguían
se, majestuosas y solemnes, las Pirámides de Egipto.
El muchacho cayó de rodillas y lloró. Daba gracias a
Dios por haber creído en su Leyenda Personal y por haber encontrado cierto día
a un rey, un mercader, un inglés y un alquimista. Y, por encima de todo, por
haber encontrado a una mujer del desierto, que le había hecho entender que el
Amor jamás separará a un hombre de su Leyenda Personal.
Los muchos siglos de las Pirámides de Egipto
contemplaban, desde lo alto, al muchacho. Si él quisiera, ahora podría volver
al oasis, recoger a Fátima y vivir como un simple pastor de ovejas. Porque el Alquimista
vivía en el desierto, a pesar de que comprendía el Lenguaje del Mundo y sabía
transformar el plomo en oro. No tenía que mostrar a nadie su ciencia y su arte.
Mientras se dirigía hacia su Leyenda Personal había aprendido todo lo que
necesitaba y había vivido todo lo que había soñado vivir.
Pero había llegado a su tesoro, y una obra sólo está
completa cuando se alcanza el objetivo. Allí, en aquella duna, el muchacho había
llorado. Miró al suelo y vio que, en el lugar donde habían caído sus lágrimas,
se paseaba un escarabajo. Durante el tiempo que había pasado en el desierto
había aprendido que en Egipto los escarabajos eran el símbolo de Dios.
Allí tenía, pues, otra señal. Y el muchacho comenzó
a cavar acordándose del vendedor de cristales; nadie podría tener una Pirámide en
su huerto, aunque acumulase piedras durante toda su vida.
El muchacho
cavó toda la noche en el lugar marcado sin encontrar nada. Desde lo alto de las
Pirámides, los siglos lo contemplaban en silencio. Pero el muchacho no
desistía: cavaba y cavaba, luchando contra el viento, que muchas veces volvía a
echar la arena en el agujero. Sus manos, cansadas, terminaron lastimadas, pero
el muchacho seguía teniendo fe en su corazón. Y su corazón le había dicho que cavara
donde hubieran caído sus lágrimas. De repente, cuando estaba intentando sacar
algunas piedras que habían aparecido, el muchacho oyó pasos. Algunas personas
se acercaron a él. Estaban contra la luna, y no podía ver sus ojos ni su rostro.
-¿Qué estás haciendo ahí? -preguntó uno de los
bultos.
El muchacho no respondió. Pero tuvo miedo. Ahora
tenía un tesoro para desenterrar, y por eso tenía miedo. -Somos refugiados de
la guerra de los clanes -dijo otro bulto-. Tenemos que saber qué escondes ahí.
Necesitamos dinero.
-No escondo nada -repuso el muchacho.
Pero uno de los recién llegados lo agarró y lo sacó
fuera del agujero.
Otro comenzó a revisar sus bolsillos. Y encontraron
el pedazo de oro.
-¡Tiene oro! -exclamó uno de los asaltantes.
La luna iluminó el rostro del asaltante que lo
estaba registrando y él pudo ver la muerte en sus ojos. -Debe de haber más oro
escondido en el suelo -dijo otro.
Y obligaron al muchacho a cavar. El muchacho
continuó cavando y no encontraba nada. Entonces empezaron a pegarle.
Continuaron pegándole hasta que aparecieron los primeros rayos del sol en el
cielo.
Su ropa quedó hecha jirones, y él sintió que su
muerte estaba próxima.
« ¿De qué sirve el dinero, si tienes que morir?
Pocas veces el dinero es capaz de librar a alguien de la muerte», había dicho
el Alquimista.
-¡Estoy buscando un tesoro! -gritó finalmente el
muchacho. incluso con la boca herida e hinchada a puñetazos, contó a los salteadores
que había soñado dos veces con un tesoro escondido junto a las Pirámides de
Egipto.
El que parecía el jefe permaneció largo rato en
silencio. Después habló con uno de ellos:
-Puedes dejarlo. No tiene nada más. Debe de haber
robado este oro. El muchacho cayó con el rostro en la arena. Dos ojos buscaron
los suyos; era el jefe de los salteadores. Pero el muchacho estaba mirando a
las Pirámides.
-¡Vámonos! -dijo el jefe a los demás. Después se dirigió
al muchacho-: No vas a morir -aseguró-. Vas a vivir y a aprender que el hombre no
puede ser tan estúpido. Aquí mismo, en este lugar donde estás tú ahora, yo
también tuve un sueño repetido hace casi dos años. Soñé que debía ir hasta los
campos de España y buscar una iglesia en ruinas donde los pastores
acostumbraban a dormir con sus ovejas y que tenía un sicomoro dentro de la
sacristía. Según el sueño, si cavaba en las raíces de ese sicomoro, encontraría
un tesoro escondido. Pero no soy tan estúpido como para cruzar un desierto sólo
porque tuve un sueño repetido.
Después se fue. El muchacho se levantó con
dificultad y contempló una vez más las Pirámides. Las Pirámides le sonreían, y
él les devolvió la sonrisa, con el corazón repleto de felicidad. Había
encontrado el tesoro.
Santiago regresó a su ciudad, Llegó a la pequeña
iglesia abandonada cuando ya estaba casi anocheciendo. El sicomoro aún continuaba
en la sacristía, y aún se podían ver las estrellas a través del techo
semiderruido. Recordó que una vez había estado allí con sus ovejas y que había
pasado una noche tranquila, aunque tuvo aquel sueño.
Ahora ya no
tenía el rebaño. En cambio, llevaba una pala consigo. Permaneció mucho tiempo
contemplando el cielo. Después sacó del zurrón una botella de vino y bebió. Se
acordó de la noche en el desierto, cuando también había mirado las estrellas y
bebido vino con el Alquimista. Pensó en los numerosos caminos que había
recorrido y en la extraña manera que tenía Dios de mostrarle el tesoro. Si no hubiera
creído en los sueños repetidos, no habría encontrado a la gitana, ni al rey, ni
al ladrón, ni... «bueno, la lista es muy larga. Pero el camino estaba escrito
por las señales, y yo no podía equivocarme», dijo para sus adentros.
Se durmió sin darse cuenta y cuando despertó, el sol
ya estaba alto. Entonces comenzó a cavar en la raíz del sicomoro. «Viejo brujo
-pensaba el muchacho-, lo sabías todo. Incluso guardaste aquel poco de oro para
que yo pudiera volver hasta esta iglesia. El monje se rió cuando me vio
regresar con la ropa hecha jirones. ¿No podías haberme ahorrado eso?»
«No -escuchó
que respondía el viento. Si te lo hubiese dicho, no habrías visto las
Pirámides. Son muy bonitas, ¿no crees?» Era la voz del Alquimista. El muchacho
sonrió y continuó cavando. Media hora después, la pala golpeó algo sólido. Una
hora después tenía ante sí un baúl lleno de viejas monedas de oro españolas. También
había pedrería, máscaras de oro con plumas blancas y rojas, ídolos de piedra
con brillantes incrustados. Piezas de una conquista que el país ya había
olvidado mucho tiempo atrás, y que el conquistador olvidó contar a sus hijos.
El muchacho
sacó a Urim y Tumim del zurrón, Había utilizado las piedras solamente una vez,
una mañana en un mercado. La vida y su camino estuvieron siempre llenos de
señales. Guardó a Urim y a Tumim en el baúl de oro. Era también parte de su
tesoro, porque le recordaban a un viejo rey que jamás volvería a encontrar.
«Realmente la
vida es generosa con quien vive su Leyenda Personal pensó el muchacho. Entonces
se acordó de que tenía que ir a Tarifa para dar la décima parte de todo aquello
a la gitana-. Qué listos son los gitanos», se dijo. Tal vez fuese porque
viajaban tanto.
Pero el viento
volvió a soplar. Era el Levante, el viento que venía de África. No traía el
olor del desierto, ni la amenaza de invasión de los moros. Por el contrario,
traía un perfume que él conocía bien, y el sonido de un beso que fue llegando
despacio, despacio, hasta posarse en sus labios.
El muchacho
sonrió. Era la primera vez que ella hacía eso.
-Ya voy, Fátima -dijo él.
Es una novela que tiene un lenguaje simple, y que
desde el principio se enfoca al tema. Muchos de sus libros han sido criticados
por muchos escritores ya que explican que lo que escribe son libros de
autoayuda. En lo personal veo esta novela, como una guía espiritual en la que
se puede encontrar respuestas vitales, para solucionar circunstancias o
problemas que pasa una persona en cualquier momento de su vida.
El Alquimista es una obra maestra de la que se han
dicho cosas tan hermosas como ésta: «Leer El Alquimista es como levantarse al
alba para ver salir el sol mientras el resto del mundo todavía duerme».
FACULTAD
DE CIENCIAS JURIDICAS EMPRESARIALES Y PEDAGOGICAS
ESCUELA PROFESIONAL DE
DERECHO
CURSO:
COMUNICACION
TEMA:
ANÁLISIS LITERATIO – OBRA: EL ELOGIO DE LA MADRASTRA
DOCENTE:
LIC. EFREN MEDARDO HUAPAYA MERMA
ALUMNA:
NADIA BERROSPI MANCILLA
CICLO:
PRIMERO
FECHA:
27 DE MAYO DEL 2017
DEDICATORIA
Este trabajo se la
dedico a Dios quién supo guiarme por el buen camino, darme fuerzas para seguir
adelante y no desmayar en los problemas que se presentaban, enseñándome a
encarar las adversidades sin perder nunca la dignidad ni desfallecer en el
intento.
A mi familia, Esposo e
hijos a quienes por ellos soy lo que soy.
Para mis padres por su
apoyo, consejos, comprensión, amor, ayuda en los momentos difíciles.
Me han dado todo lo que
soy como persona, mis valores, mis principios, mi carácter, mi empeño, mi
perseverancia, mi coraje para conseguir mis objetivos.
Resumen
Este texto busca mostrar los problemas de orden
histórico y teórico, tanto de las artes plásticas como de la literatura,
implicados en la construcción de la novela de tema pictórico y erótico Elogio
de la madrastra, del escritor peruano Mario Vargas Llosa. La lectura
analítica de esta pieza icónico-verbal se confronta con problemas históricos,
como la discusión antigua sobre las diferencias cualitativas entre poesía y
pintura, la clasificación ilustrada de las artes, la discusión decimonónica
sobre la obra de arte total, la pregunta moderna por los límites entre
lenguajes artísticos, y con diversos problemas teóricos: la ecfrasis, la
hipotiposis, la narración ficcional visual y verbal, el significado en las
artes visuales y los experimentos literario-plásticos de vanguardia. Todo ello,
con el fin de mostrar diferentes formas de hibridación narrativa a través de
recursos propios de la novela y la pintura
Análisis del autor.- escritor peruano, es uno de los más
importantes novelistas y ensayista contemporáneos, nacido en Arequipa, si hay
algo que más la define es su pasión por la escritura, surgió casi como una
rebelión contra la figura paterna…No habría conocido a su padre desde su
nacimiento, a los deis años tubo un reencuentro con su padre,
este episodio de reencuentro afectaría definitivamente al niño, Esta
circunstancia le hizo descubrir pronto algo que él mismo suele considerar como
segundo gran móvil de su existencia…El ser libre... todo eso lo podéis
encontrar aquí
Argumento
de la novela.- todo
gira alrededor de tres personajes principales: Don Rigoberto,
hombre obsesivo con su higiene, la heroína Lucrecia, su segunda
esposa, que trata de ser aceptada y querida como madrastra, y Alfonso,
hijo de Don Rigoberto, un niño tierno, hermoso, al que se describe durante toda
la obra como una especie de ángel. Y el cuarto personaje diría secundario,
aparece Justiniana, la doncella de la familia.
La trama
es sencilla, el viudo don Rigoberto se ha casado con la divorciada Lucrecia,
juntos llegan al paraíso en cada esquina de su cama, cada noche.
Lucrecia teme que el hijastro la rechace, pero no parece ser así, ya que el niño desborda muestras de afecto hacia ella, quizá en demasiada.
Fonchito es un niño brillante, el primero de la clase, si algo no se le puede reprochar es que no sea ejemplar, de una sinceridad, bondad y ejemplaridad extremas, extremadamente diabólicas.
Lucrecia teme que el hijastro la rechace, pero no parece ser así, ya que el niño desborda muestras de afecto hacia ella, quizá en demasiada.
Fonchito es un niño brillante, el primero de la clase, si algo no se le puede reprochar es que no sea ejemplar, de una sinceridad, bondad y ejemplaridad extremas, extremadamente diabólicas.
Luego la
trama está enriquecida por los cuadros que se montan los amantes, inspirándose
en obras como las de Jordaens y Boucher que tenéis a continuación. ¿Quién dices
que eres? Le pregunta Lucrecia a Rigoberto después de las abluciones, ya en la
cama. Yo soy Candaules, rey de Lidia.
Candaules, en ebria confidencia, es informado de la adquisición de una esclava egipcia de hermosísimo trasero por parte de su ministro Giges. El rey le propone un trato: él le muestra el de su esclava, y él se las arregla para que Giges sea testigo de la belleza de la grupa de su esposa Lucrecia.
Candaules, en ebria confidencia, es informado de la adquisición de una esclava egipcia de hermosísimo trasero por parte de su ministro Giges. El rey le propone un trato: él le muestra el de su esclava, y él se las arregla para que Giges sea testigo de la belleza de la grupa de su esposa Lucrecia.
Candaules, rey de Lidia, muestra
su mujer al primer ministro Giges, de Jacob Jordaens
El cuarto personaje, la doncella de la madrastra, Justiniana, que junto
a Lucrecia inspira la historia de Diana después del baño, en la que cada noche
juntas se dan al placer espiadas por el pastorcillo inspirado en el niño
foncho, sabiendo estas dos que son espiadas por el bello mancebo.
Diana después de su baño, de François Boucher
Vargas llosa es genio, esta su obra, Elogio de la Madrastra, es un canto al amor erótico, sin fronteras políticamente correctas, sin cortedades de ningún tipo. Desde lo escatológico a lo platónico, todo cabe aquí dentro.
Recomiendo su lectura por el alto nivel literario, por su buen gusto, por su estilo, por su amenidad, brevedad, incitaciones a evocar utopías en las que tan sólo caben dos, o también podrían ser tres….
Protagonista.-para mi don Rigoberto
Análisis.- es hombre Muy obsesivo con su higiene dentro de
su templo de purga /el baño/, además es un pervertido maniaco ,por qué se
enamora de cada una de las partes íntimas de la heroína su segunda mujer
Lucrecia…todo esto es relatado en la novela como "las abluciones de don
Rigoberto".
Antihéroe.- Alfonso
Análisis.- Alfonsito, Alfonso, foncho o fonchito es hijo
de don Rigoberto, es niño de figura angelical, espía a su madrastra cuando se
baña y quiere ser íntimo con ella,es uno de los más malévolos personajes, pero
invito a los lectores a que sean ellos los que conozcan a este luciferino
ángel, con tratos y mañas dignos de un sátiro ilustrado en épocas de
libertinaje.
Conflicto
menor.- cuando la madrastra
descubre que su hijastro-focho lo espía cuando la heroína se baña y ella lo
descubre…
Análisis.- las fantasías eróticas de la heroína,
fantasías nocturnas que están descritas de los cuadros, están siempre asociadas
a la presencia del niño y no tarda en exhibirse desnuda, intencionalmente
-Su primera reacción al descubrirlo es atribuirse los síntomas perversos a sí
misma.
Conflicto
mayor.- es cuando fonchito le dice
al su padre que su madrastra dijo- que “había tenido un orgasmo riquísimo” ay a
cuando don Rigoberto intuye esa relación…pensando cómo y donde habría podido
oír eso de ella…lo tenebroso de esto es que foncho se dice eso con naturalidad
y inocencia-don Rigoberto se queda observando “así debe ser luzbel” mientras
bebía su trago…
Análisis.- don Rigoberto se estanca en su estadio de
perversión y no da el siguiente paso; aceptar el triángulo amoroso-su reacción
en esta escena quiebra de raíz todas su fantasías…esta confesión de foncho lo
desquebraja su construcción ideada y no puede imaginar más, desde ese punto
como iría en adelante.
Comentario
final.- después de haber ocurrido
todo este lio amoroso…padre, hijo y madrastra…don Rigoberto queda agobiado por
una decadencia repentina, física y moral, queda condenado a una muerte
emocional en su casa, su espacio secreto e inexpugnable, queda abatido y se
desploma-Lucrecia, manipulada por Fonchito, se enfrenta a un destierro
definitivo, más allá de los muros de su casa hogar-solamente uno queda ileso de
esta gran aventura…Alfonsito el personaje ambiguo.
Una condición pragmática necesaria
Elogio de la madrastra de Mario Vargas Llosa es un
experimento narrativo caracterizado por un rasgo singular: la inclusión, dentro
del texto de la novela, de seis imágenes de la historia de la pintura que no
parecen cumplir una mera función ilustrativa encomendada por editores y
diagramadores y que, más bien, constituyen una decisión estética del novelista.
En vez de subordinar lo visual a un imperativo estrictamente literario, las
imágenes problematizan el acto mismo de narrar e instauran una experimentación
icónico-verbal singularísima en la novela. Tal hecho afilia esta propuesta con
una larga tradición de problemas omnipresentes en la historia del arte y la
historia literaria y pone la obra del peruano, por vía de su aprovechamiento de
los tópicos estéticos, en la estela de los proyectos experimentales más
llamativos de la cultura visual y literaria del siglo XX en América Latina.
No obstante, debe recordarse que, en la narrativa y
el arte del pasado siglo, fueron abundantes las vecindades entre práctica
plástica y práctica narrativa. Por un lado, están las referencias temáticas al
arte en cuentos y novelas. Entre ellas, por supuesto, tienen un lugar
preponderante la novela y el cuento de artista, que hasta hoy sigue teniendo
manifestaciones importantes. En un segundo grupo, contamos con las ficcionales
inspiradas en lo histórico, ocupadas de situaciones relacionadas con la historia
del arte y que fabulan sus episodios. En un tercero, novelas o cuentos que
interrogan, desde una perspectiva crítica, la ontología de la imagen y se
preguntan por los límites de lo visual. Y, finalmente, está el caso de obras
narrativas que, de manera similar a como ocurre con el comic en el contexto
popular, entregan su construcción narrativa a la cooperación intensa entre
imagen y texto verbal, grupo este último al que pertenece la novela del
peruano. Uno de los casos más notables de este último fenómeno, en el ámbito
específico de la novela, es el de las narraciones escritas por Italo Calvino a
partir de las cartas del tarot, mismas que pretendían indagar estéticamente en
la potencial capacidad narrativa de los iconos (Calvino, 1977). Mientras que,
en el terreno de la plástica, están por ejemplo las novelas collage del
artista surrealista Max Ernst, que intentan construir narraciones mediante
reproducciones de piezas bidimensionales mediante el principio del automatismo
psíquico, para ser publicadas como un objeto-libro (Ernst, 1982).
Sin embargo, más allá de esta evidencia, podemos
hacer una identificación del problema de las vecindades entre imagen y palabra
en términos más específicos. En este orden de ideas, también es factible
aproximarse a aspectos que podríamos llamar "pragmáticos" (en el
orden editorial) para advertir contaminaciones singulares entre imagen y
palabra, toda vez que determinan la actitud y la disposición que, como
lectores, asumimos ante la obra, siempre leída y vista en un soporte físico: el
libro. Es así como las carátulas de las diferentes ediciones de Elogio
de la madrastra comunican el motivo plástico y narrativo central de la
propuesta de Vargas Llosa: el niño que asedia eróticamente a la mujer madura,
aquel amorcillo del arte clásico que encarna, tanto la ambigüedad del despertar
erótico como la potencial e incómoda seducción que esta posición fronteriza
ejerce en los adultos. En todas las ediciones, se ha mantenido como imagen de
portada el significativo detalle de una pintura manierista de Agnolo Bronzino,
sin duda una de los más conocidos referentes del arte erótico de todos los
tiempos: la obra Venus, Cupido, la Locura y el Tiempo, conocida
más popularmente con el nombre de El triunfo de Venus, de
mediados del siglo XVI (Véase imagen 1). Como ha recordado la crítica, esta
pintura, fiel a su talante alegórico, es una admonición contra los desmanes del
placer sexual (Woodford, 1983: 8-9), pero los diseñadores, no sabemos si a
instancias de Vargas Llosa o por una decisión editorial que se ha mantenido
inalterable desde 1989, siguen dejando a la vista del lector de la carátula
sólo aquella sección del cuadro donde Cupido besa en los labios a Venus y posa
salazmente la mano sobre su seno, un detalle que, como se puede advertir al leer
la novela, funciona como leit motiv. Por demás, esta decisión tiene eco visual
en una imagen que encontramos dentro de la novela, Venus recreándose en la
música, pintura de Tiziano donde vemos a un niñito rubicundo aprovechándose de
la modorra que una audición musical reciente ha producido en la diosa, quien se
abandona a la lasitud de la carne (Véase imagen 2). Por su parte, las
contracarátulas, pista contextual también importante, hacen una declaración que
va en una vía diferente a la insinuada por la poderosa imagen manierista
elegida para recibir al lector desde el estante de la librería. En la mayoría
de ellas (la de Seix Barral, la de Alfaguara, la de Arango Editores, las de las
traducciones inglesas), se indica que el lector está frente a un relato
erótico, pero no se indica la preponderancia que, en la novela, tienen las
reproducciones pictóricas y el grado de experimentalismo, a nivel de la
narración, que sugeriría tal inclusión.
Debe recordarse que la historia se centra en el
impensado triángulo amoroso surgido en la casa que comparten don Rigoberto
(oficinista cincuentón, viudo, trabajador de una compañía de seguros) y doña
Lucrecia (una cuarentona), una vez la lujuria empieza a ejercer sus artes. El
tercero en discordia es el hijo de don Rigoberto, Fonchito, un preadolescente
pícaro y perverso que seduce a la madrastra con un inquietante comportamiento,
mezcla de candor y lujuria, voyerismo y timidez. A lo largo de la obra, compuesta
de catorce minúsculos capítulos y de un epílogo (que, por su extensión y
preciosismo, merecerían el calificativo de "miniaturas galantes") se
va operando una singular seducción, aderezada con las fantasías de don
Rigoberto, luego de las abluciones nocturnas y de la contemplación en pareja
del grupo de imágenes. Mientras tienen lugar los lances y las aproximaciones
físicas del niño a la madrastra, los cuales llevan finalmente a la rendición y
a la posterior perdición de ésta última, se intercalan secciones narrativas
inspiradas en cuadros de la historia de la pintura. Estas obras se pueden
afiliar, por sus alusiones iconográficas, con diversos motivos eróticos
(voyeurismo, exhibicionismo, lesbianismo). Esta situación no ocurre en el caso
de las dos pinturas abstractas que aparecen en la sección final de la novela,
pues la alusión de ellas a motivos sexuales es indirecta. Estas obras, como se
verá más adelante, engendran narraciones igualmente "abstractas", por
la relativización de categorías de la representación narrativa que sugiere la
misma destrucción de las claves iconográficas: personajes, espacio, tiempo,
etcétera. A instancias de pistas dadas por la historia, sabemos que todas estas
imágenes hacen parte de la colección privada de don Rigoberto. En varios casos,
los personajes de la familia limeña se desdoblan en personajes míticos de la
pintura, a instancias de la fantasía creadora del protagonista. Doña Lucrecia
se transforma, así, en la Diana Cazadora de un cuadro de Boucher (Véase imagen
4), Fonchito en el Cupido de la pintura de Tiziano (Véase imagen 2) y don
Rigoberto en el rey Candaules del cuadro de Jordaens (Véase imagen 7). En
otros, se insinúa que la imagen aparecida en la página anexa es la figuración
del delirio del personaje o la interpretación alegórica de algo que ocurre u
ocurrirá en la casa de don Rigoberto y doña Lucrecia. Y, no pocas veces, las
fronteras entre ensoñación y vigilia, contemplación artística y vida real,
acaban por derribarse, a causa de la intromisión del verbo en la imagen, o
viceversa, ya que se establecen interrogaciones que cuestionan la pretendida
suficiencia de cada una de las dos formas de comunicación narrativa.
Es por ello que, mediante la contextualización
histórica y el despliegue de una aproximación hermenéutica combinada, se
puede advertir cómo se dan vecindades entre pintura y narración y cómo la
historia de la pintura condiciona en Vargas Llosa el mismo proceso de
fabulación e, incluso, llega a determinar el curso tomado por las acciones de
los personajes. En cierto modo, se puede decir que las actitudes, los
caracteres y buena parte de los eventos están prefigurados por la serie de
imágenes de la galería privada de don Rigoberto y que el desarrollo de la trama
está determinado por unas piezas visuales elegidas de antemano, por un museo
erótico personal que actúa como máquina narrativa para narrador y personajes
(Piglia, 2001).
Una encrucijada histórica y teórica
Resaltemos que Elogio de la madrastra,
al hacer uso de ciertas imágenes de la historia de la pintura en su programa
narrativo, va más allá de las características que tienen las tradicionales
ediciones ilustradas y hace que los dos tipos de texto (el icónico y el verbal)
se refieran entre sí de diversas maneras, lo cual trae a cuento problemas teóricos
e históricos de gran relevancia en la historiografía de la discusión estética y
en el análisis literario particular.
Así, por ejemplo, desde los tiempos de Calístrato y
Horacio , ha existido la pregunta por las diferencias y semejanzas existentes entre
las artes de la palabra y la pintura, una pregunta que, aun hoy, sigue siendo
un prolífico tema de discusión, que no sólo alimenta el acervo teórico, sino
que también motiva las nuevas direcciones investigativas en la plástica y la
literatura. Además, es imprescindible cuando se trata de estudiar expresiones
que podríamos llamar "fronterizas" y problemas de la cultura visual y
textual puestos en liza en obras experimentales, poseídas por un espíritu de
superación de los límites formales y lingüísticos. Piénsese en el cine, en las
tiras cómicas, en la publicidad y en todas las formas de producción simbólica
que se valen de la imagen y la palabra. Como se puede ver en la novela de
Vargas Llosa, es notorio que ambos medios cooperen en el intento de hacer una
especie de narración "total", donde se logra capitalizar las dos
formas de representación. Una narración que no deje por fuera aquello que lo
verbal es incapaz de indicar, salvo por alusión indirecta (en concreto, la
impresión visual de los cuerpos desnudos en el lance amoroso), y que pueda a la
vez aprovecharse de las posibilidades de sugestión de ambos universos: el de
las imágenes quietas, que sólo pueden hacer referencias indirectas a lo que ha
pasado o va a pasar después de la escena capturada por el pintor, y la de las
palabras, que sólo pueden andar a tientas por entre las formas opulentas del
mundo retiniano.
Por otro lado, deben tenerse en cuenta, como
referente de estas relaciones, los mitos sobre el origen de la pintura, que
coinciden en explicar que una mujer, sabiendo que su amado iba a la guerra,
reprodujo su silueta en una pared, ayudada por la sombra proyectada por una
vela (Stoichita, 1997). Erotismo, imagen del arte y pérdida afectiva, desde esa
historia precursora, aparecen inextricablemente unidos, y por eso lo que hace
Vargas Llosa es tal vez sólo actualizar estos vínculos para sus fines
literarios, ya que la imagen también ejerce un conjuro de la ausencia,
hecho éste que se hace especialmente notable en Los cuadernos de don
Rigoberto, donde las imágenes eróticas, también provenientes de la
historia del arte, sirven al propósito sucedáneo de reemplazar el cuerpo
distante. Por lo mismo, debe señalarse que este mito resuena en una amplia
serie de piezas narrativas, a las que ya se ha caracterizado como obras
ocupadas de la dimensión mítica de la imagen y de los poderes mágicos de la
pieza artística, obras que siguen la estela del mito de Pigmalión y vuelven a
contar el idilio erótico del artista con su obra (Giraldo, 2009). Si bien en Elogio
de la madrastra el artista no es un personaje preponderante y la
imagen no está revestida de poderes mágicos, como ocurre en la literatura
fantástica donde se fabulan situaciones inexplicables asociadas a obras de arte
hechas por artistas demiurgos, es importante señalar que ambos asuntos sí
aparecen en la continuación de la novela, Los cuadernos de don
Rigoberto, publicada casi una década más tarde, y donde Alfonsito, por
su obsesión con la vida y obra del pintor Egon Schiele, actúa como un artista
que controla la vida de sus familiares, de manera similar a como se enseñorea
con las figuras en el lienzo (Vargas Llosa, 1997b). Literalmente, las imágenes
de las pinturas de Egon Schiele cobran vida por obra de los artilugios de
Fonchito en la mente de Lucrecia, mientras todos (incluido el mismo Rigoberto)
profundizan su dependencia con el niño-artista, que actúa otra vez como un
orquestador de fantasías sexuales dictadas por la pintura.
También, deben tenerse en cuenta referencias
indirectas a los relatos clásicos sobre la pericia de los artistas, el más
recordado de los cuales es el de Plinio, quien cuenta, en su Historia
natural, cómo Zeuxis venció a Parrasio en una competencia de
ilusionismos pictóricos y engañó a su mismo rival, haciendo pasar por real una
cortina que sólo estaba pintada (Plinio, 1629: 640). Recordemos que este viejo
propósito narrativo (contar los actos heroicos o notables de los pintores) se
hace también presente en el origen de la misma historia del arte como
disciplina en el italiano Giorgio Vasari, y reencarna en lo que después
conoceremos como "novela de artista", un producto literario netamente
moderno que muestra al artista como el representante de un tipo especial de
conciencia, fuente de toda singularidad humana. Y, por supuesto, reaparece en
la estela de vidas imaginarias de artistas escritas por autores como Marcel
Schwob y sus Vidas imaginarias (Schwob, 1986), Jorge Luis
Borges e Historia universal de la infamia (Borges, 2004) y
Roberto Bolaño con La literatura nazi en América (Bolaño,
1996a) o Estrella distante (Bolaño, 1996b).
En Elogio de la madrastra, el
protagonista no es el artista, más allá de que se hagan referencias al hecho de
que la escena vivida por algunos personajes se apresta a ser captada por el
pincel o el ojo del voyeur. El rol de la comunicación estética que se aborda no
es el del constructor de la imagen. Es más bien el del espectador de la obra de
arte, función que, dentro del argumento de la novela, es cumplida con toda
cabalidad por don Rigoberto, un espectador modelo que se implica dentro de la
misma dinámica narrativa propuesta por sus pinturas, y por los otros personajes
que también se vuelven víctimas del influjo erótico de la imagen. En este
punto, la novela apuesta por una participación intensa del arte en la vida y
postula una fábula sobre las posibilidades de la recepción. Aunque debe
anotarse que esta actitud contemplativa aparece ya internamente en la narración
hecha a partir de las pinturas, pues son también los personajes de las obras
quienes miran a otros. Pero también, por lo general, las pinturas son descritas
como si hubiera un personaje ausente de la imagen mirando la escena, fundando
un afuera constitutivo que, significativamente, se corresponde con la aventura
ocurrida en el plano narrativo literario de la historia de Rigoberto, Fonchito
y Lucrecia. En cualquiera de los casos, voyerismo erótico y contemplación
artística comparten un mismo ámbito. Y, por ello, la obra demanda capacidad
para leer y habilidad para mirar, además de una imaginación dispuesta a varios
estímulos, entre los cuales está el de la sugestión de que los cuadros pueden
estar vivos o aprestarse a abandonar su mudez para entrar en el mundo real. El
adentro y el afuera de la imagen son, a la vez, instauradores de una dialéctica
que replica la que ocurre, ya en el relato literario, entre lo evocado y lo
vivido.
Sin embargo, entre los problemas sugeridos por el
carácter "centauro" de la novela, el más reiterativo es el de la
ecfrasis, un ámbito conceptual que, valga la pena decirlo, es uno de los más
transitados en el estudio de la historia de las relaciones entre pintura y
poesía: describir literariamente imágenes es uno de los retos primarios que las
artes visuales imponen a la literatura, una especie de obligación de hacer ver
con las palabras, que se convierte en aspiración de la retórica y en una de las
metas supremas de lo literario. Además de haber sido un tropo ampliamente usado
en Grecia con fines didácticos en los entrenamientos retóricos, la ecfrasis fue
bastante practicada en la antigüedad y, desde tiempos antiguos, es un
dispositivo infaltable en cualquier crítica o comentario de arte (Guasch, 2003:
216-219). Hacer ver con palabras una imagen que está ausente sigue siendo uno
de los imperativos de la escritura y el comentario sobre arte, aunque la novela
de Vargas Llosa ponga en crisis esta noción, haciendo colisionar la descripción
verbal de la imagen con su misma presencia, la cual abre la lectura a otras
posibilidades y cuestiona la eventual univocidad de la recepción. En Elogio
de la madrastra, se trata entonces, no de redundar, sino de revelar
cómo la mostración de la imagen no coincide necesariamente con su traducción
verbal y cómo, antes bien, la especulación nos lleva por los más impensados
caminos de la imaginación. El pronunciamiento verbal a propósito de la imagen
no reside, entonces, en la descripción, sino en los terrenos siempre inestables
de la interpretación. La palabra combate la opacidad del referente visual y
expone, tanto los múltiples caminos a que puede llevar la apropiación de lo que
ve el ojo, como la encrucijada que puede haber en el acto de "pintar con
palabras" y hacer una "mimesis doble", es decir, una
representación de otra representación. Con todo, lo mejor sería considerar la
ecfrasis como un procedimiento que intenta conjurar la mudez de la imagen y
busca "completarla". Recordemos que, según la tradición, la primera
ecfrasis de la literatura es la que aparece en el canto XVIII de La Ilíada,
donde el narrador de la epopeya de Homero hace ver con primor el escudo de
Aquiles (Homero, 1986: 272-275) y donde el objeto visual es también pretexto
para llevar la descripción a consideraciones que no tienen que ver
exclusivamente con el aspecto físico del artefacto. Muchas obras literarias
siguen el ejemplo, hacen descripciones de obras de arte y tratan de enfrentar
la palabra a la imagen, realizando lo que Diderot (inventor moderno de la
crítica de arte) definía como la capacidad de hacer accesibles las imágenes
(hacer lisible lo visible) para quienes no pueden contemplarlas (Diderot,
1994). Por cierto, esta idea de la crítica como traducción verbal de una imagen
destinada a quienes no pueden asistir a las exhibiciones artísticas aparece, en
la novela de Vargas Llosa, en un marco pequeñoburgués, a través de una
estrategia paródica que recalca el individualismo y el consumo privado de la
imagen.
En la novela, innegablemente, hay descripciones de
imágenes, pero este procedimiento está desplazado a un segundo plano y casi que
anulado, ya que lo esencial no son las mostraciones estáticas de lo que está
representado en los cuadros, sino las narraciones intentadas a partir de lo que
sugieren las escenas, punto donde el narrador es el intérprete del cuadro y,
hasta cierto punto, el traductor que busca mostrar los conflictos que un
comercio intenso con las imágenes puede introducir en el triángulo amoroso. Lo
que viene después del momento privilegiado que capta la imagen visual se
convierte en la garantía para cumplir la fantasía. Es decir, una puesta en escena
que activa la conciencia de personajes y narrador y los hace ir más allá del
momento supremo captado por el pintor. Por ello, que en la novela se opte por
construir narraciones a partir de imágenes, y no sólo descripciones fieles a la
superficie del lienzo, es ya una apuesta experimental mediante la cual diversas
categorías, tanto de la plástica como de la literatura, resultan interrogadas.
Pero hay más problemas históricos que vienen a
cuento. También la vieja comparación señalada por Horacio, ut pictura
poesis, y su inversión, ut poesis pictura, han estado
en el centro de una discusión a la que podríamos llamar "cualitativa"
entre pintura y poesía, pues abarca, tanto la preeminencia de una de las dos
formas de expresión sobre la otra, como la discusión sobre coincidencias y
diferencias y sobre la manera en que la analogía entre las dos artes se ha
conceptuado y aplicado a lo largo del tiempo (Gabrieloni, 2009). De estas
discusiones, provienen algunos de los primeros intentos por clasificar las
artes y enunciar posibles usos mixtos de sus recursos (por ejemplo, en los
inicios de la disciplina estética, el concepto de imaginación fue muy
importante y sirvió para unificar la operación creativa y receptiva en las
artes visuales y verbales). Pero, en la novela de Vargas Llosa, esta distinción
entre pintura y literatura, como sucede en todos los proyectos de exploración
de límites, queda superada. Los cuadros no solamente son parte de la colección
privada de juguetes sexuales cultos de un erotómano, sino que se posesionan de
la propuesta narrativa, integrándola al mismo despliegue del relato, que
explora las diferentes posibilidades ofrecidas por la imagen, sobre todo en su
capacidad para revelar el mundo psicológico. No todo lo que pasa en la historia
proviene de las palabras del narrador. También las imágenes introducen
información que va más allá de la ilustración, el apoyo o la información
complementaria. De ahí, entonces, que las reproducciones de las pinturas
renacentistas, barrocas o modernas sirvan para mostrar que, en el terreno de la
representación, también las palabras tienen un grado de impotencia y llegan
hasta un punto. Por lo mismo, las imágenes se rebelan contra la condena a ser
meras ilustraciones de textos y se liberan de su servilismo instrumental.
Obtenemos datos de los cuerpos, sabemos cómo el niño se acerca a la mujer, la
espía y la toca, pero además logramos testimonios valiosos sobre las
preferencias sexuales de los personajes y sobre el modo en que recibimos el
arte activados por el deseo. En este sentido, es iluminador el relato que
acompaña a la obra de Jakob Jordaens, Candaules, rey de Lidia muestra
su mujer al primer ministro Giges (Véase imagen 5), el
cual nos revela indirectamente cómo don Rigoberto se excita al ver espiada a su
mujer o al saberla poseída sexualmente por otro hombre (Vargas Llosa, 1988:
25-37), hecho que se confirmará en la continuación novelística de nueve años
después en Los cuadernos de don Rigoberto, y donde, emulando
una imagen que sugiere tal cosa, el protagonista acepta que Lucrecia tenga una
aventura con un pretendiente de juventud, a condición de que, a su regreso,
recree la escena para el marido (Vargas Llosa, 1997b).
Además de la ecfrasis y de la discusión entre las
artes, existe un procedimiento literario relacionado con la imagen visual, la
hipotiposis, la cual opera de manera diferente a su hermana, la ecfrasis, pues
se trata de una obra artística producida a partir de una descripción literaria
preexistente, y que, desde la propuesta de Kibédi Varga, se puede asociar con
un tipo de relación "secundaria" o "sucesiva",
caracterizada por la circunstancia de que la palabra existe antes que la imagen
(Kibédi Varga, 1989: 113) (Véase imagen 6). La hipotiposis, por demás, es el
procedimiento que resulta más significativo a la hora de agrupar propuestas
narrativas que intentan animar, con el hálito temporal, las imágenes (mudas por
definición, desde Sócrates). El caso más evidente de este procedimiento se
halla en las muchas pinturas que dan forma visual a narraciones preexistentes,
por ejemplo los mitos griegos o las historias de la Biblia, las cuales
engendraron, con su sugestión visual y su inserción en la cultura, innumerables
intentos de traducción visual o recreación por medio de imágenes. El
historiador del arte E. H. Gombrich ha mostrado cómo uno de los dilemas de
Giotto, el fundador del ilusionismo pictórico italiano, tiene como problema
intentar imaginar visualmente (y traducirlo a formas plásticas) el drama
cristiano (Gombrich, 2008: 202). Asimismo, un ejemplo magnífico (y también
extremo) de lo que se puede conseguir con estas motivaciones visuales sugeridas
por palabras es el caso del artista Jusep Torres Campalans, el artista ficticio
inventado por Max Aub, del cual el escritor español hizo una exposición plástica,
luego de la publicación de la novela (Aub, 1975).
Por último, la novela de Vargas Llosa sugiere una
discusión perteneciente a la estética, la de las clasificaciones ilustradas de
las expresiones humanas, a las que les debemos, sobre todo, la configuración de
un sistema de Bellas Artes, unificadas por primera vez según los criterios de
la belleza y la imitación (Tatarkiewicz, 2002), y diferenciadas luego por sus
medios de expresión. La naciente disciplina de la estética, que jugó también un
papel preponderante en la definición de la autonomía de la pintura y de la
poesía, separó a la literatura de las artes plásticas, poniendo el énfasis en
los modos de expresión verbal y plástico, aunque hermanándolas a través de su
vínculo con lo bello y con la mímesis. Como ha postulado la historia de las
ideas estéticas, la respuesta crítica a la clasificación revolucionaria de las
Bellas Artes viene con Lessing, quien critica la tendencia pictorialista de los
poetas y la tendencia a la alegoría de los pintores, y reclama por primera vez
la necesidad de hacer una distinción radical entre las artes, con el fin de
afirmar el área de competencia de cada una. Para ello, no hay que olvidarlo, se
expone una diferencia crucial: la pintura es un arte del espacio, y la poesía
un arte del tiempo. En este autor, la discusión se da a partir de las
encarnaciones del mito de Laocoonte en la literatura y en las artes plásticas,
particularmente en el grupo escultórico atribuido a la escuela de Apolodoro y
en La Eneida de Virgilio (Lessing, 1986). En cualquiera
de los problemas históricos y teóricos que subyacen a la pregunta por los
límites entre artes de la palabra y artes visuales, late una interrogación que
se actualiza en la aspiración sinestésica por excelencia de buena parte del
siglo XIX: el deseo de producir un tipo de arte que incorpore los valores de
múltiples lenguajes artísticos, la obra de arte total (Gesamtkunstwerk),
que en manos de Wagner alcanzó su realización más recordada y que, en la
discusión sobre expresiones como el cine, la danza y la arquitectura, vuelve a
tener vigencia. La novela de Vargas Llosa, en buena medida, como insinuamos en
el título de este texto, es una búsqueda de obra de arte total, en tanto
procura nutrirse de las posibilidades de la pintura y la literatura y gestiona
aquel estímulo intenso y simultáneo de varios sentidos que es fundamental en
las estéticas simbolistas, con cuya vocación multisensorial el proyecto de
narración literaria y pictórica del escritor peruano está innegablemente emparentado.
Lectura, expectativas y competencias
mixtas
La configuración estructural de Elogio de
la madrastra, la presentación editorial de texto e imágenes y los
problemas sobre límites y relaciones entre las artes que hallamos en las
diferentes formas de narración traen como consecuencia la necesidad de una
disposición particular del lector, diferente a la que pediría una novela
tradicional o, incluso, a la que solicitaría la imagen pictórica dispuesta en
las salas de un museo (o reproducida y editada en las páginas de un libro de
historia del arte). Con Elogio de la madrastra, estamos frente
a una pieza que tiene como rasgo distintivo la creación de un dispositivo
textual que exige del lector competencias mixtas de observación, interpretación
y apreciación estética. O sea que nos enfrentamos a un artefacto que, por
su estructura de "tipo centauro", a medio camino entre el despliegue
de imágenes y el relato, haría exigencias cognitivas para interpretar la
sucesión de figuras en el espacio y la sucesión de hechos en el tiempo, así
como para entender la novela como un espacio mixto donde hay hechos y objetos
visuales perceptibles, más allá de que éstos últimos no sean cuadros, sino
reproducciones que ayudan a que el lector se haga cociente de la dimensión objetual
del artefacto que está leyendo.
En ese orden de ideas, y pensando en las diferentes
disposiciones que debe tener el lector, debemos tener en cuenta que, como
mostró Umberto Eco en su ya clásico argumento, la exigencia de lectura
compromete también un tipo de enciclopedia cultural específica, la cual el
mismo texto anuncia, prefigura y administra (Eco, 1981).Aquí, la enciclopedia
no sólo es de índole verbal (conceptos, datos y referentes culturales dados por
la narración verbal), sino también plástica o, como quieren los que sostienen
que el museo es también una suerte de enciclopedia, una suerte de "archivo
material" (Bou, 2001: 69-70). En cierto modo, la novela de Vargas Llosa
coopera en la exigencia que el texto sobre arte hace de una cultura visual específica.
Ésta implica reconocer la estructura representativa de la imagen y decodificar
sus significados y, muy especialmente, sus usos sociales a lo largo de la
historia. La novela va más allá de narrar la vida de un hombre maduro que
codicia cuerpos femeninos e imágenes orgiásticas y pasa a ser la fabulación de
un acto de apropiación de la imagen y una reflexión sobre la circulación de sus
valores en el universo familiar burgués. Y, más aun, es una pregunta por el
papel que la imagen del arte tiene en el ejercicio de la imaginación erótica y
sexual. La cultura visual exigida por la novela no se agota, entonces, en saber
quiénes son los autores de las obras plásticas reproducidas o a qué estilos y
tendencias de la historia del arte pertenecen, ni mucho menos en determinar
cuáles son los motivos representados. Pero tampoco es una novela erudita que
pida del lector conocimientos especializados en historia del arte, como podría
ocurrir con un Alejo Carpentier o un Germán Espinosa, quienes emplean nociones
de esas disciplinas artísticas con un afán escénico y, por momentos, puramente
gongorino. Además de saber identificar formas en el espacio y deducir
informaciones contextuales por los contenidos iconográficos, la cultura visual
exigida al lector de Elogio de la madrastra o Los
cuadernos de don Rigoberto tiene que ver más con la carga cultural y
estética que cada una de las obras de la pinacoteca del protagonista trae
consigo y con los problemas que, como obra de arte, cada pieza reproducida
comunica a sus receptores ficcionales (personajes) y reales (lectores y
comunidad interpretante).
Así, la imagen de Boucher sobre el baño de Diana no
sólo convoca la época en que fue pintada esta obra y la manera en que el Rococó
logra procesar las fuentes clásicas (Véase imagen 4). Además de saber que está
frente a la interpretación visual del mito clásico (y su actualización
fantasiosa por el espectador contemporáneo), para el lector son necesarios los
contextos que permitieron a las obras de Boucher ponerse al servicio de nobles
y señores y producir referentes sexuales y recreativos. Estos usos
aristocráticos de la imagen, como es fácil deducirlo, son semejantes a los que
pretende Rigoberto para su admitida condición burguesa, lo que convierte las
reproducciones en una suerte de álbum galante de temática sexual, que cumple la
función afrodisíaca hoy atribuida a la pornografía en las revistas, el cine o
Internet y que, por lo mismo, enfatizan en la continuidad y la diferencia que
hay en los usos de estos tipos de imágenes.
El noble es reemplazado por el pequeño burgués, y
la pintura de caballete (símbolo de la propiedad privada por excelencia) por
una lámina "huachafa", tal vez comprada en una papelería limeña. Como
ha mostrado la crítica literaria, una de las rutas de apropiación legítima del
pasado visual es la que indica el mismo kitsch (Spielmann,
2002). O, más aun, como se ha indicado en la teoría de la parodia posmoderna,
la intención es indicar qué cuestiones problemáticas se derivan de la
continuidad o discontinuidad de las representaciones en la historia. Sin que
queramos señalar que el museo erótico de la novela es estrictamente paródico o
que Rigoberto suscribe algún tipo de inversión carnavalesca entre la alta y la
baja cultura, podemos afirmar con Linda Hutcheon, al pensar en esta apropiación
de la imagen, que "a través de un doble proceso de instalación e
ironización, la parodia señala cómo las representaciones presentes vienen de
representaciones pasadas y qué consecuencias ideológicas se derivan tanto de la
continuidad como de la diferencia." (Hutcheon, 1993: 187). En resumen, la
obra trasciende los avatares del affaire e instala al lector
en la autoconsciencia de las formas y en los terrenos de una autorreflexividad
que, al tener por objeto de consideración a dos sistemas de representación,
alienta la pregunta por los límites de las artes.
De igual manera, hay un tipo de competencia
particular exigida por la obra, aquella que obliga, por un lado, a seguir el
despliegue temporal de las acciones en el plano verbal y, por el otro, a
construir narración con lo que sugieren las imágenes estáticas,
"expuestas". Si se quiere, se trata de la obligación de hacer
decodificaciones en dos ámbitos distintos, que confrontan los poderes de la
imaginación y la contundencia de las evidencias; pues si bien el relato verbal
obliga a suponer la configuración visual de lo descrito, las imágenes exigen
completar la información, no de las acciones, sino de las motivaciones más
íntimas de los personajes. En este sentido, es útil la distinción que hace
Lessing a lo largo de su Laocoonte (Lessing, 1986). Sólo que,
en Vargas Llosa, tiempo y espacio, como variables que individualizan y separan
las dos lecturas, se resuelven una vez constatamos que hay también en la novela
textos que cumplen una función de transición entre el universo ideal de las
imágenes y el universo prosaico de la historia de la familia, vale decir,
aquellos capítulos que no cuentan la historia de don Rigoberto y doña Lucrecia,
sino que construyen narraciones satelitales a partir de imágenes puestas en una
relación indirecta con la narración central, y que son, más bien, evocaciones o
mojones de las fantasías y sueños maritales inspirados por la pintura. Como
si la palabra fuera impotente para figurar los delirios sexuales y fantasías,
la imagen se integra en cada capítulo para materializar la atmósfera y dejar en
claro cuál es el punto de partida de la especulación verbal. La estrategia es,
por lo mismo, metonímica, confirmando la idea de que hay una contigüidad serial
en el texto de la novela, y que puede ser fija o móvil, según la elección del
lector.
Por lo anterior, además de los requerimientos
técnicos y culturales hechos por ambos medios, el lector se ve obligado a
relacionar los dos tipos de representación, para aprehender plausiblemente las
informaciones presentadas. Debe identificar cuál es la historia marco y cuáles
informaciones dadas por las imágenes o por los textos oníricos son obligatorias
para la comprensión de la historia y los móviles de los personajes. (La resonancia
plástica de la palabra "marco" es más que evidente, cuando se aplica
a los estudios sobre ficción). Para lo primero, el lector debe saber que el
ámbito de la historia del triángulo erótico y la seducción de la madrastra por
obra del hijastro constituyen el marco donde hay que incluir todo lo demás. Y,
para lo segundo, debe asumir que las seis reproducciones pictóricas
corresponden a las piezas que están en la colección privada de don Rigoberto y
que los otros textos-capítulos, los que están a continuación de cada
reproducción, y tienen títulos relacionados con los personajes de los cuadros o
con las situaciones allí presentadas, sirven de clave interpretativa para
muchas partes de la narración primaria y ayudan a dar alcances simbólicos y
definir ambientes, disposiciones y claves hermenéuticas. O, incluso, puede
llegar a asumir que las historias de los personajes de las pinturas explican
los móviles sexuales de la pareja.
De hecho, un inventario rápido muestra que doña
Lucrecia se encarna en los personajes femeninos, mientras que Fonchito y don
Rigoberto lo hacen en los niños y hombres voyeristas de los cuadros. El
lector, en todos los casos, es una especie de asistente a las salas de un
museo, a la presentación de una curaduría artística donde la vida de los
poseedores de las piezas visuales es el argumento y la tesis expositiva. Un
lector que, además, comprende que no hay imágenes a secas, sino imágenes
"para el uso de alguien". Finalmente, queda para éste la tarea de
encontrar la narración verbal presente en cada escena aislada o estructurar una
narración visual "general", de la cual cada imagen es una parte o una
secuencia potencial.
Para un análisis comparado de
estructuras narrativas pictóricas y novelescas
Los límites impuestos a este trabajo impiden la
realización detallada de la parte que obligatoriamente profundizaría las
consideraciones anteriores: la de los aspectos estructurales y técnicos de
ambos universos de la narración y la manera en que confluyen en la pieza de
Vargas Llosa y posibilitan una hermenéutica combinada de la narración visual y
la narración verbal. Bástenos, por lo menos, con señalar que un análisis más
específico debería mostrar cómo, en un nivel estructural, el cuadro y la
narración verbal comparten categorías que podrían analizarse en los ámbitos
separados de la formalización, pero, asimismo, como ingredientes que confluyen
en la construcción de una esfera imaginaria autónoma. Así, los diversos
elementos que articulan la narración visual y la narración verbal en el libro podrían
mirarse simultáneamente para hacer la exploración de límites presentada en los
antecedentes históricos estudiados, con el fin de captar los alcances del
experimento de Vargas Llosa y valorarlo en su real dimensión. Aquí, se insinúan
posibles líneas de continuidad, con el fin de adentrarse en el mecanismo tan
hábilmente ideado por el escritor peruano.
Un primer elemento compartido por la narración
literaria y la pintura es el espacio, más allá de que los medios de
representación varíen y de que el signo-símbolo empleado por la literatura y el
signo icónico e indexical del arte visual sean diferentes (Peirce, 2005). En
el caso de la novela, las imágenes instauran unos espacios que son compartidos,
por lo menos en el plano simbólico, con los de la historia marco. Así, por
ejemplo, la gruta del baño de Diana en el cuadro de Boucher, donde se da la
insinuación lésbica que llegará a plenitud en Los cuadernos de don
Rigoberto, es homólogo del baño de doña Lucrecia, espiado desde los
muros por Fonchito con la discreta aquiescencia de Justiniana, la criada.
(Véase imagen 6). O, también, se corresponde con el sentido moral de la
narración, como ocurre con la Anunciación del Beato Angélico, que representa la
compartimentación del espacio arquitectónico que separa a la Virgen María del
arcángel anunciante (Véase imagen 5), de la misma manera en que se separa la
carne del espíritu luego de que don Rigoberto descubre lo que, a escondidas,
Lucrecia hacía con Fonchito. En otros casos, el espacio es puramente onírico, como
ocurre en el duermevela engendrado por el cuadro de Boucher y su interpretación
lésbica (Vargas Llosa, 1988: 67-76). O, incluso, es una entidad que no tiene
una definición física particular, como sucede en la pequeña narración motivada
por la pieza pictórica abstracta de Fernando de Szyszlo, que se limita a
exponer un ámbito espacial indiferenciado, al parecer imposible de adaptar a
las leyes del mundo físico y que subyace en un caos reproducido por el texto
verbal (Vargas Llosa, 1988: 155-161).
La pregunta parece ser, así, cómo reproducir el
aplanamiento del espacio pictórico logrado por las artes visuales
contemporáneas y cómo suscitar, con ello, una narración erótica, desde el punto
de vista de la disolución de la carne, en la que, se supone, se anulan las
fronteras perceptivas y, por ende, los esquemas conocidos de narración verbal.
Este hecho no es casual, si pensamos en la manera en que un artefacto visual
como el collage (inventado por la vanguardia plástica
parisina) influyó en la configuración de la novela contemporánea, de Proust y
Joyce a Faulkner, Dos Passos y Virginia Woolf, lo que confiere al estilo de
esos autores un carácter cortado y fragmentario que se pensaba obligatorio para
dar cuenta de la condición contemporánea. La correspondencia entre destrucción
del espacio visual en las artes visuales y destrucción de la unidad temporal y
espacial en la novela indican claramente una correspondencia, aprovechada aquí
por Vargas Llosa para establecer una relación, quizás hasta ese momento inédita,
entre la novela latinoamericana y la reforma de los lenguajes pictóricos en la
pintura moderna del continente. La intuición de Marta Traba en torno a que los
experimentos del espacio en la pintura de Fernando Botero replican de alguna
manera la estructuración del tiempo mítico y circular en García Márquez sería
sólo una muestra de esas posibles correspondencias.
Por su parte, las nociones de narrador, personaje y
punto de vista son especialmente interesantes en este análisis, pues, además de
que los medios de caracterización de las diferentes voces y entidades
personales que aparecen en las imágenes y los textos son diferentes, las
intersecciones convocan posibilidades y exploraciones. Es como si, a cada
concepción formal en una pieza plástica, Vargas Llosa intentara responder con
un tipo distinto de formalización narrativa y, muy singularmente, con un punto
de vista y una forma de focalización diferente. No hay que olvidar que, para el
mismo autor, quien ha reflexionado también sobre la teoría de la narración en
su libro Cartas a un joven novelista, el narrador viene a ser
el personaje más importante de un relato, dado su papel regulador de los otros
elementos (Vargas Llosa, 1997a). No sólo se dan los desdoblamientos de los que
ya antes habíamos hablado (doña Lucrecia es Diana, Fonchito es Cupido, don
Rigoberto es un rey lidio), sino que, además, se lleva la narración, por vía de
la mezcla entre puntos de vista panorámicos (en un sentido plástico) y puntos
de vista omniscientes (en un sentido literario), a proximidades por lo demás
singulares. De hecho, con cada cuadro, la novela inventa un tipo de punto de
vista para la narración verbal, con lo que el catálogo de estilos plásticos
encuentra correspondencia en el catálogo de las mismas modalidades narrativas disponibles.
Recuérdese, para volver a Cortázar y su cuento "Las babas del
diablo", cómo los cortes de los planos fotográficos son evocados con los
sesgos y las violentas cesuras de una narración verbal siempre relativizada y
cuestionada.
De manera similar, la elección de enfoques
particularmente subjetivos en algunas de las pinturas de Elogio de la
madrastra parece corresponderse con la omnisciencia selectiva o con la
condición intradiegética de algunos narradores de los textos verbales. Así, un
caso especial es el del punto de vista de la pieza narrativa verbal que sigue a
la reproducción de la pintura semi-abstracta de Francis Bacon Cabeza 1 (Véase
imagen 7), en la cual, no sólo se imita con palabras el estilo acotado y
convulso de la pintura del pintor inglés, sino que, además, se convierte la
entidad narrativa que actúa como único personaje en una especie de guiñapo
carnal, que habla de la disolución orgásmica y del instinto autodestructivo y
caníbal que hay en la pasión amorosa y a la que, indudablemente, alude la obra
de Bacon (Vargas Llosa, 1988: 119-125). El vínculo con lo que hace la narración
verbal a propósito de la pintura de Fernando de Szyszlo es evidente. No sobra
anotar que este punto de disolución orgásmica corre parejas con el clímax de la
pasión erótica desatada por Fonchito en doña Lucrecia, la misma que contiene,
como la manzana de Hamlet, su germen de pudrición, según advierte la misma
alegoría de Bronzino. La locura, el remordimiento y la enfermedad asaltarán
luego de que el tiempo haya descorrido los velos de la apariencia.
Por último, está uno de los problemas más
interesantes a la hora de emprender un análisis concienzudo de la novela de
Vargas Llosa: el que, precisamente, traza la cesura definitiva entre la poesía,
el cuento, el drama y la novela por un lado y la fotografía, la pintura y la
escultura por el otro. ¿Cómo se pueden narrar acciones con imágenes pictóricas?
¿Cómo instaurar en una sucesión temporal representaciones de cuerpos quietos,
de los que no se puede capturar el movimiento? La imagen visual estática es la
que, en definitiva, sufre la limitante temporal y es prisionera del espacio
bidimensional, como Lessing indicó (Lessing, 1986). Sin embargo, la pintura
logra sugerir el movimiento a través de la escenificación de una situación que
invita a averiguar cuál acontecimiento va ocurrir después o que tiene unas
claves iconográficas mediante las cuales el observador sabe qué momento de la
historia es el elegido para la representación. O, también, a través de las
posibilidades de sugerir el dinamismo que dan las técnicas ilusionistas, las
cuales son capaces de mostrar cuerpos en tensión o congelados en un movimiento.
Sin embargo, en la novela se explora la posibilidad de que la palabra dé el
beso de Cenicienta a la imagen y empiece a andar por caminos que el artista tal
vez no estableció y que, sin embargo, duermen en la superficie de la tela.
Esto, por supuesto, hace que, en Elogio de la madrastra, los
mitos y los contenidos históricos de cada pintura se actualicen en la Lima contemporánea
de Fonchito y Lucrecia. Con ello, logramos volver al enigma de las imágenes,
aunque no resolver su misterio y su mudez, una condena de la que sólo pueden
sacarla los relatos que hacen con ellas un archivo del deseo
Arte y erotismo
La convivencia peligrosa
El erotismo sólo es
patrimonio de civilizaciones con un alto grado de desarrollo. En sus
estructuras, más bien tolerantes y conciliadoras, en comparación con otras
-anquilosadas en la barbarie y el totalitarismo- es el erotismo el que se
enraíza firmemente y se asienta con libertad, enriqueciendo la vida de los
ciudadanos con su fantasía y sus rituales. Sin embargo, los riesgos de esta
convivencia son altos, como lo demuestran los relatos de Suetonio o las
ficciones de Sade. El erotismo, extendido como un cáncer en las entrañas
sociales, es capaz de devorar si se lo permite las formas que le dieron cabida.
El caos, el crimen, la autoaniquilación: “el placer equivale, en su más alto grado de intensidad, a
una monstruosa negación de la vida”1. Freud lo denominó instinto de muerte, en un
primer intento de aproximación; pero el psicoanálisis, al tirar del hilo,
apenas agotó la madeja. Los avances contemporáneos más importantes con respecto
a los instintos, dados por la etología, no han logrado iluminar la naturaleza
que anida en la condición humana, vertiginosa, intuitiva aún, y en cuyos
dominios aún es preciso andar un poco a tientas.
Dadas estas circunstancias, la
literatura “documenta como pocas esa región profunda donde los deseos sexuales
y las pulsiones de muerte se confunden, en contubernio inseparable”2.
No la explica: la representa. Acaso en su simulacro, las sociedades encuentran
un elemento de sustitución o de “exorcismo de sus demonios” (como la llama el
mismo Vargas Llosa), “ejercicio de catarsis” que ofrece una posibilidad de
evacuación a sus deseos reprimidos por las normas sociales y morales.
Elogio de la madrastra, última
novela de Vargas Llosa en la década de los ochentas, parte de la siguiente
convicción intelectual: que las transgresiones, exploradas principalmente por
escritores malditos como Georges Bataille, Pierre Klossowski o el Marqués de
Sade, no pueden ser ignoradas del todo por los individuos de una sociedad abierta. Ellas están
ahí, rondando, esperando pacientemente el momento oportuno para asaltar a los
hombres civilizados, aparentemente a salvo de las tensiones que derivan de los
instintos. A partir de las teorías de George Bataille, Elogio de la madrastra ilustra una respuesta personal de
Mario Vargas Llosa acerca de los excesos del mundo del deseo. “El placer
absoluto no es posible sin la transgresión de ciertas normas que todo individuo
que busca la realización de sus deseos enfrenta tarde o temprano. He aquí que
radica el dilema esencial de su decisión: renunciar a ciertas libertades
individuales a favor de la convivencia comunitaria; o transgredir las normas y
exponerse a la marginación, a la censura y al aislamiento de la sociedad” 3. Queda claro,
pues, para Vargas Llosa, que la violencia y los excesos son propios de la
especie humana y que, en consecuencia, el hombre debe aprender a canalizar ese
impulso autodestructivo en actividades que sean inofensivas para los otros y
para sí mismo. Las ceremonias de don Rigoberto (la higiene personal y la
pintura erótica), pasatiempos evasivos y compañeros de su transgresión imaginaria, como
veremos en la novela, no serán, pese a su éxito inicial, una alternativa de
resolución definitiva 4.
El mundo ficticio de Elogio de la madrastra se encuentra organizado inicialmente a
partir de un balance entre realidad e imaginación, como única garantía de
orden. Formalmente, ambos niveles se encuentran representados por la
alternancia de dos tipos de narradores: uno, omnisciente, que nos describe los
hechos que tienen lugar en la residencia; otro, en primera persona, que salta
de personaje en personaje, a medida que estos elaboran sus fantasías eróticas.
El desequilibrio, como veremos, será una respuesta natural a la transgresión imaginaria,
abarcadora insaciable de experiencias tanto en el arte como en el erotismo.
Estructura del relato
La novela está dividida en
catorce capítulos “separados entre sí a la manera impresionista de cuadros, en
los que los monólogos interiores de los personajes y los planos de acción
central y su versión simbólica se suceden en forma de contrapunto”
El argumento básico, es decir, la
progresiva seducción de Lucrecia, sigue una cronología lineal, aunque
interrumpida cada cierto tiempo por las fantasías eróticas de los personajes y
los rituales higiénicos de don Rigoberto. Las abluciones son siempre
preliminares de un encuentro amoroso. Su contenido, a diferencia del de las
versiones simbólicas, desvía el argumento principal hacia una serie obsesiva de
pensamientos y fantasías teorizantes acerca de la perfección, los placeres
hedonistas y la felicidad. Don Rigoberto, retirado deliberadamente en su propio
mundo imaginario, no interviene de modo directo en el argumento central hasta
que Fonchito le revela, con su irreverente inocencia, la aventura que sostiene
con su madrastra.
Asimismo, las fantasías sexuales
de los personajes, inspiradas en la colección de pinturas eróticas, representan
igualmente un rastro de continuidad. Como veremos luego, a medida que la
seducción se consolida, el contenido de las elucubraciones también aumentan en
intensidad en un crescendo que, a la manera de los relatos de
Sade y Georges Bataille, sólo conducen al crimen y a la propia muerte.
1.3. Situación
comunicativa
Como mencionamos anteriormente,
la situación comunicatica de los personajes se produce en dos planos: el
imaginario y el real, equilibrio que organiza el relato en una primera etapa. A
través de los cuadros eróticos y sus descripciones, la imaginación formula
discursos que se trasladan posteriormente a la realidad, convertidos en actos
sexuales. En ocasiones (entre Rigoberto y Lucrecia, por ejemplo), las fantasías
eróticas sirven como nexo al tiempo que se realiza el acto físico de goce. Los
diálogos, fuera de su contexto meramente sexual, son muy escasos: en el mundo
ficticio del relato, es el erotismo el único lenguaje posible, único elemento
de interrelación.
La transgresión imaginaria
Don
Rigoberto, personaje de Sade
Vehículo de instrucción, manual
de infamia, básicamente, el mundo ficticio de Sade está organizado a partir de
una muy personal teoría acerca de la evolución progresiva de la sociedad
humana. La teoría sadiana otorga el movimiento impulsor a la transgresión de
las normas; transgresión 7 que a su vez debe renovarse, ser
transgredida una y otra vez, de manera constante, sin detenerse nunca. Esta
organización, por supuesto, determina una jerarquía en su mundo literario: los
que “se quedan irremediablemente fijos en su punto de origen y los que
transgredirán esta separación hacia otras”8. Los perversos y los monstruos integrales, según el
término propuesto por Pierre Klossowski, son los dos personajes prototípicos en
la literatura de Sade. Pero, ¿quién es un perverso y quién un monstruo integral?
El perverso
La representación del perverso sadiano (en este caso, representado,
no definido), nos aproxima mucho a la definición clínica moderna de los
síntomas de un maniaco. Como menciona Klossowski, encontramos en sus actos dos
características esenciales:
a) La fijación escrupulosa en un detalle.
b) La reiteración obsesiva de la fijación.
En el universo sadiano se plantea
la eliminación paulatina de la perversión, privilegiando en esa suerte de
darwinismo moral a otra especie perfeccionada, moldeada por el envilecimiento,
que no tenga límites. El monstruo
integral es el “Superhombre”
de Sade, el personaje ideal en su sociedad elaborada, literaria y filosófica:
realización, en último término, del deseo en libertad, secuela cuyas únicas
metas previsibles son el crimen y el autoaniquilamiento.
¿Cuál es el detalle que,
minuciosamente reiterado, caracteriza la perversión de don Rigoberto? No cabe
duda, a estas alturas, que su fijación en la fantasía erótica bien puede
definirlo como un personaje sadiano. En efecto, su experiencia sexual cotidiana
es incapaz de reconocer un goce pleno, sin la intervención acuciosa de la
imaginación. Don Rigoberto, perverso ordinario, no solamente exhibe sus
síntomas monomaníacos durante los juegos sexuales (estimulados siempre por la
pintura erótica), sino también durante las abluciones, preliminares reiterados
e inagotables de sus encuentros con Lucrecia, ceremonias lúdicas durante las
cuales su imaginación se regodea recreándola, detallando escrupulosamente cada
uno de sus rasgos íntimos.
Dice P. Klossowski: “El perverso
persigue la ejecución de un gesto único; es cuestión de un instante. La
existencia del perverso se convierte en la espera perpetua del instante en el
cual poder ejercitar ese gesto (...) Considerado en sí, el perverso sólo se
puede significar por ese gesto, ejecutar ese gesto vale la totalidad del hecho
de existir”.9 El
gesto, equivalente en don Rigoberto a la realización de sus fantasías eróticas,
es la piedra angular de su personalidad obsesiva. Como veremos más adelante, su
evolución natural hacia la siguiente etapa sadiana (es decir, la monstruosidad
integral), quedará truncada por un sentido igualmente riguroso de moral y
convivencia social, capaz, según su filosofía, de ser transgredido
imaginariamente; pero nunca en la realidad.
El espacio secreto
La transgresión imaginaria
solamente puede realizarse dentro de un espacio secreto. Otra vez aquí, este
elemento sadiano, que pasaremos a explicar a continuación, coincide con las
condiciones que se impone el personaje de Vargas Llosa. En el encierro deliberado
de Silling, escenario paradigmático de la sociedad utópica del Marqués de Sade,
Roland Barthes encuentra una doble función causal: 10
a). Proteger a la lujuria de las empresas punitivas del mundo.
b) Fundar una autarquía social.
“Ahí el gesto se convierte en
simulacro”, nos dice Klossowski, “un rito que los miembros de la sociedad
secreta sólo se explican por la inexistencia del garante absoluto de las
normas, inexistencia que, de hecho, conmemoran como un acontecimiento que sólo
se puede representar con ese gesto”. 11
Anquilosado en la transgresión
imaginaria, don Rigoberto, como los perversos de Sade, se encuentra insertado
como personaje en el mundo cotidiano, en el seno mismo de las instituciones, en
lo fortuito de la vida social. Ejecutivo de una compañía de seguros, ciudadano
ordinario en la vida pública, su figura enfrenta una curiosa ambigüedad cuando
encaramos su vida privada. Detrás de los muros maritales, se esconde un pequeño
ámbito donde es posible entregarse con deleite y complacencia a las
perversiones sexuales. Lejos de las normas sociales, represoras, críticas, el
espacio secreto logra abolirlas durante algunas horas por efecto de la
imaginación, y elaborar otras en donde la transgresión es norma
(carnavalización, los valores se invierten), a partir de un código propio de
conducta y ceremonias.
El filósofo
Si algo caracteriza a don
Rigoberto además de la vitalidad de su imaginación, ese algo es el pensamiento.
Como ha notado el propio Mario Vargas Llosa, los personajes de Sade, Justine y Juliette,
por ejemplo, “abundan (se diría, gozan) en la reflexión y el filosofar sobre
aquello que les sucede, más que en el relato de aquellas ocurrencias” 12. Al igual que los
personajes de Sade, don Rigoberto piensa más que actúa; elabora una breve y peculiar
teoría acerca de la felicidad y se deleita con ideas banales, largos monólogos
interiores, que afloran al sesgo durante las abluciones. Don Rigoberto,
personaje de Sade, no sólo transgrede imaginariamente las normas morales (sus
elucubraciones eróticas incluyen más de una vez a Fonchito, su propio hijo,
como se puede notar al analizar los ensueños que le sugieren algunos cuadros de
su pinacoteca); también cuestiona, filosofa, vulnera y reelabora las normas
sociales en su pequeño Silling
particular, santuario práctico de perversiones dictadas por la fantasía.
Breve teoría acerca de la
felicidad
Como filósofo que es, don
Rigoberto necesita de una filosofía. Su breve teoría acerca de la felicidad,
fundada sobre las ruinas de muchas otras, profundamente escéptica con relación
a la vida comunitaria (en teoría, no en la práctica: esto define su carácter
ambiguo), se resume en los siguientes términos:
“(...) la felicidad era temporal,
individual, excepcionalmente dual, rarísima vez tripartita y nunca colectiva,
municipal. Ello estaba escondido, perla en su concha marina, en ciertos ritos o
quehaceres ceremoniales que ofrecían al humano ráfagas y espejismo de
perfección...”. 13
La pregunta que cabe hacerse, en
consecuencia, es: ¿por qué tal escepticismo? Don Rigoberto, como muchos otros
personajes vargallosianos (Mayta, Santiago Zavala, entre otros), tiene en su
pasado la huella de una decepción política:
“Había sido militante entusiasta
de Acción Católica y soñado con cambiar el mundo. Pronto comprendió que, como
todos los ideales colectivos, aquel era un sueño imposible, condenado al
fracaso”. 14
Su ideal de felicidad, reñido de
tal manera con la realidad gregaria (que incluye, a su vez, las normas sociales
y morales establecidas), se desplaza deliberadamente hacia un ámbito
manipulable, el de la imaginación: de allí el carácter fundamentalmente
individualista de su teoría; de allí el carácter transgresor de sus deleites
estéticos y eróticos.
“Entonces, conjeturó que el ideal
de perfección acaso era posible para el individuo aislado, constreñido a una
esfera limitada en el espacio (el aseo o santidad corporal, por ejemplo, o la
práctica erótica) y en el tiempo (las abluciones y esparcimientos nocturnos de
antes de dormir).15
En su breve teoría acerca de la
felicidad, don Rigoberto acepta la transgresión imaginaria como único medio
posible para lograr una realización plena, de orden tanto físico como
espiritual. Clave para entender su carácter perverso, la felicidad asociada al
ideal de perfección, tiene reminiscencias de las teorías formuladas por César
Moro 16: la
imaginación se impone, soberana, sobre la realidad, aunque la independencia así
conseguida sea únicamente pasajera. Dada su naturaleza eminentemente pasajera,
no es de extrañarse que la imaginación exija como condición sine qua non para alcanzar ese simulacro de
felicidad propuesta, una serie de preliminares y adornos de ceremonia por parte
de don Rigoberto. La reiteración obsesiva, síntoma de perversión, como ya
mencionamos, adquiere la categoría de juego17, disfrute breve
e imaginario, que termina por conseguir una felicidad armada de retazos, lo
suficientemente válida y sobreprotectora como para construir sobre su base una
nueva manera de compromiso individual.
3. poder corruptor de la inocencia
La estimulación de la fantasía
supone un riesgo a futuro: el desborde de la transgresión imaginaria puede
desembocar, como le sucede a los monstruos
integrales de Sade o a los
libertinos de Bataille, en orgías de sangre y destrucción. Efraín Krystal
encuentra en Elogio de la
madrastra una influencia
determinante de Ma mere,
novela erótica de Georges Bataille. El argumento es similar: el triángulo de
amor escandaloso envuelve a una mujer (Helene), progresivamente habituada a las
fantasías eróticas de su esposo. Su sexualidad, más intensa que la de éste,
termina por desbordarse y alienta una lenta pero implacable seducción de su
propio hijo.
“Ambas son novelas que ilustran
las ideas de Bataille sobre la relación que existe entre el placer y la
transgresión. Ambas están centradas en un tabú sexual, pero la novela de Vargas
Llosa tiene controles domesticados ausentes en Ma mere. Los protagonistas de
Bataille no buscan un balance entre la transgresión y la sociabilidad. Ellos
son más instintivos y peligrosos hacia sí mismos y hacia los demás individuos
que los personajes de Vargas Llosa. Mientras en la novela de Bataille los
impulsos sexuales culminan en la muerte, en Elogio
de la madrastra sus impulsos
son reprimidos cuando amenazan el sentido personal de moral y convivencia de
don Rigoberto”.18
De igual manera es posible
asociar la relación entre Lucrecia y Fonchito con las ficciones de Sade. Como
vimos, don Rigoberto encaja perfectamente en la descripción sadiana del
perverso. Recordemos que en la escala evolutiva de Sade, la condición del
perverso era solamente un estadio transitorio del mundo ficticio, una especie
primitiva que evolucionaba o que, de lo contrario, era “exterminada” por el monstruo integral. Es posible, por lo tanto, oponer al
último párrafo de Krystal, una hipótesis peregrina acerca del final de la
novela de Vargas Llosa. Ampliando la interpretación que hicimos en el capítulo
II (apartado 2.1), nos encontramos con que, tanto Lucrecia como Fonchito, dados
los alcances de su transgresión, pueden efectivamente ser calificados como monstruos integrales, pues su
quiebre de las normas morales se materializa en un acto físico concreto y de
comprensión absoluta. Resulta imposible determinar si la seducción que ejerce
Fonchito sobre su madrastra es espontánea o premeditada. Lo que sí se puede
afirmar, en cambio, es que quien en efecto toma la iniciativa es él, y que su
comportamiento es el un seductor innato. Al igual que don Rigoberto, la angelical
figura de Fonchito está recubierta por una patina de ambigüedad, característica
que, en apariencia, atrae igualmente a Lucrecia.
El proceso de corrupción, sea o
no culpable Fonchito, está fuera de toda discusión. Como la tía Julia, el
desconcierto inicial ante la precocidad del niño se convierte en un sentimiento
de culpa. Su primera reacción es atribuirse los síntomas perversos a sí misma:
“¿Era imposible que la caricia inconsciente de un niño la pusiera así? Te estás
volviendo una viciosa, mujer”.19 “Tú eres la de los pensamientos sucios
y escabrosos, Lucrecia”.20 Sin
embargo, las fantasías eróticas de Lucrecia, fantasías nocturnas que
descubrimos en la descripción de los cuadros, están siempre asociadas a la
presencia del niño. La aceptación subliminal de la transgresión, en un primer
momento, imaginaria, no tardará en rebelarse cuando lo descubre espiándola y se
exhibe desnuda, provocadoramente:
Finalmente, no obstante la
resistencia inicial, Lucrecia debe aceptar: “Ese niño me está corrompiendo”,
antes de saltar a la siguiente etapa, la transgresión física, momento
culminante de la novela.
¿Era natural que la cadena de
perversión siguiera evolucionando hacia actos mucho más atroces que el
adulterio, el incesto y la pedofilia? Es probable que sí. Sin embargo, como
sabemos, el desarrollo de don Rigoberto como personaje sadiano se estanca en el
estadio de perversión y no da el paso siguiente hacia la monstruosidad
integral, que sería aceptar el triángulo amoroso. Su reacción quiebra el
proceso de raíz; la elipsis de la reacción final no nos impide imaginarla. De
este modo, la conclusión del relato se nos revela muy semejante al de las
ficciones de Sade. Don Rigoberto, agobiado por una decadencia repentina, física
y moral, queda condenado a una muerte simbólica en su reclusión, pues su mundo
de fantasía, su espacio secreto e inexpugnable, queda abatido y se desploma
como un castillo de naipes. Lucrecia, manipulada por Fonchito, se enfrenta a un
destierro definitivo, más allá de los extramuros del Silling familiar.
Recorridas todas las
interpretaciones posibles, solamente uno de los personajes parece ter-minar
ileso de la aventura: Fonchito, monstruo
integral. Peor aún, personaje ambiguo.
el Periódico Sur Moquegua para un poblador comprometido...
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