CURSO ANÀLISIS DE LA REALIDAD
ECONÒMICA Y DESARROLLO SOCIAL
DOCENTE LIC. EFREN MEDARDO
HUAYAPA MERMA
INTEGRANTES YAMILETH HERRERA CORDOVA
MARLENNE PEÑA LEIVA
CICLO II
MOQUEGUA – PERÙ 2016
INTRODUCCIÓN
Es considerada como la Obra cumbre
del escritor y sociólogo José Carlos Mariátegui, fue publicado en lima en 1928,
convirtiendo a su autor como una de las voces marxistas más difundidas en
Latinoamérica. Esta Obra ha sido reeditada y traducida al ruso, francés, inglés,
italiano, portugués y húngaro.
El autor en este libro interpreta la
revaluación completa de la realidad peruana, advirtiendo claramente que no es
un crítico imparcial y objetivo, sino que sus juicios se nutren de sus ideales,
sentimientos y pasiones.
ESQUEMA DE LA EVOLUCION ECONOMICA
I. LA ECONOMÍA COLONIAL
En
el plano de la economía se percibe mejor que en ningún otro hasta qué punto la
conquista divide la historia del Perú. La Conquista aparece en este terreno,
más netamente que en cualquiera otro, como una solución de continuidad. Hasta
la Conquista se desenvolvió en el Perú una economía que brotaba espontánea y
libremente del suelo y la gente peruanos.
En
el Imperio de los Inkas, agrupación de comunas agrícolas y sedentarias, lo más
interesante era la economía. Todos los testimonios históricos coinciden en la
aserción de que el pueblo inkaico –laborioso, disciplinado, panteísta y
sencillo– vivía con bienestar material. Las subsistencias abundaban; la
población crecía. El Imperio ignoró radicalmente el problema de Malthus. La
organización colectivista, regida por los Inkas, había enervado en los indios
el impulso individual; pero había desarrollado extraordinariamente en ellos, en
provecho de este régimen económico, el hábito de una humilde y religiosa
obediencia a su deber social. Los Inkas sacaban toda la utilidad social posible
de esta virtud de su pueblo, valorizaban el vasto territorio del Imperio
construyendo caminos, canales, etc., lo extendían sometiendo a su autoridad
tribus vecinas. El trabajo colectivo, el esfuerzo común, se empleaban
fructuosamente en fines sociales. Los conquistadores españoles destruyeron, sin
poder naturalmente reemplazarla, esta formidable máquina de producción. La
sociedad indígena, la economía inkaica, se descompusieron y anonadaron
completamente al golpe de la Conquista. Rotos los vínculos de su unidad, la
nación se disolvió en comunidades dispersas. El trabajo indígena cesó de
funcionar de un modo solidario y orgánico. Los conquistadores no se ocuparon
casi sino de distribuirse y disputarse el pingüe botín de guerra. Despojaron
los templos y los palacios de los tesoros que guardaban; se repartieron las
tierras y los hombres, sin preguntarse siquiera por su porvenir como fuerzas y
medios de producción.
El
Virreinato señala el comienzo del difícil y complejo proceso de formación de
una nueva economía. En este período, España se esforzó por dar una organización
política y económica a su inmensa colonia. Los españoles empezaron a cultivar
el suelo y a explotar las minas de oro y plata. Sobre las ruinas y los residuos
de una economía socialista, echaron las bases de una economía feudal.
Pero
no envió España al Perú, como del resto no envió tampoco a sus otras
posesiones, una densa masa colonizadora. La debilidad del imperio español
residió precisamente en su carácter y estructura de empresa militar y
eclesiástica más que política y económica. En las colonias españolas no
desembarcaron como en las costas de Nueva Inglaterra grandes bandadas de
pioneers. A la América Española no vinieron casi sino virreyes, cortesanos,
aventureros, clérigos, doctores y soldados. No se formó, por esto, en el Perú
una verdadera fuerza de colonización. La población de Lima estaba compuesta por
una pequeña corte, una burocracia, algunos conventos, inquisidores, mercaderes,
criados y esclavos. El pioneer español carecía, además, de aptitud para crear
núcleos de trabajo. En lugar de la utilización del indio, parecía perseguir su
exterminio. Y los colonizadores no se bastaban a sí mismos para crear una
economía sólida y orgánica. La organización colonial fallaba por la base. Le
faltaba cimiento demográfico.
Los
españoles y los mestizos eran demasiado pocos para explotar, en vasta escala,
las riquezas del territorio. Y, como para el trabajo de las haciendas de la
costa se recurrió a la importación de esclavos negros, a los elementos y
características de una sociedad feudal se mezclaron elementos y características
de una sociedad esclavista. Sólo los jesuitas, con su orgánico positivismo,
mostraron acaso, en el Perú como en otras tierras de América, aptitud de
creación económica.
Los
latifundios que les fueron asignados prosperaron. Los vestigios de su
organización restan como una huella duradera. Quien recuerde el vasto
experimento de los jesuitas en el Paraguay, donde tan hábilmente aprovecharon y
explotaron la tendencia natural de los indígenas al comunismo10, no puede
sorprenderse absolutamente de que esta congregación de hijos de San Íñigo de
Loyola, como los llama Unamuno, fuese capaz de crear en el suelo peruano los
centros de trabajo y producción que los nobles, doctores y clérigos, entregados
en Lima a una vida muelle y sensual, no se ocuparon nunca de formar.
Los
colonizadores se preocuparon casi únicamente de la explotación del oro y la
plata peruanos. Me he referido más de una vez a la inclinación de los españoles
a instalarse en la tierra baja. Y a la mezcla de respeto y de desconfianza que
les inspiraron siempre los Andes, de los cuales no llegaron jamás a sentirse
realmente señores. Ahora bien. Se debe, sin duda, al trabajo de las minas la
formación de las poblaciones criollas de la sierra. Sin la codicia de los
metales encerrados en las entrañas de los Andes, la conquista de la sierra
hubiese sido mucho más incompleta.
Estas
fueron las bases históricas de la nueva economía peruana. De la economía
colonial –colonial desde sus raíces– cuyo proceso no ha terminado todavía.
Examinemos ahora los lineamientos de una segunda etapa.
La
etapa en que una economía feudal deviene, poco a poco, economía burguesa. Pero
sin cesar de ser, en el cuadro del mundo, una economía colonial.
II. LAS BASES ECONÓMICAS DE LA
REPÚBLICA
Como
la primera, la segunda etapa de esta economía arranca de un hecho político y
militar. La primera etapa nace de la Conquista. La segunda etapa se inicia con
la Independencia. Pero, mientras la Conquista engendra totalmente el proceso de
la formación de nuestra economía colonial, la Independencia aparece determinada
y dominada por ese proceso.
He
tenido ya –desde mi primer esfuerzo marxista por fundamentar en el estudio del
hecho económico la historia peruana– ocasión de ocuparme en esta faz de la
revolución de la Independencia, sosteniendo la siguiente tesis: “Las ideas de
la Revolución Francesa y de la Constitución norteamericana encontraron un clima
favorable a su difusión en Sud-América, a causa de que en Sud-América existía
ya aunque fuese embrionariamente, una burguesía que, a causa de sus necesidades
e intereses económicos, podía y debía contagiarse del humor revolucionario de
la burguesía europea.
La
Independencia de Hispano-América no se habría realizado, ciertamente, si no
hubiese contado con una generación heroica, sensible a la emoción de su época,
con capacidad y voluntad para actuar en estos pueblos una verdadera revolución.
La Independencia, bajo este aspecto, se presenta como una empresa romántica.
Pero esto no contradice la tesis de la trama económica de la revolución
emancipadora. Los conductores, los caudillos, los ideólogos de esta revolución,
no fueron anteriores ni superiores a las premisas y razones económicas de este
acontecimiento. El hecho intelectual y sentimental no fue anterior al hecho
económico”.
La
política de España obstaculizaba y contrariaba totalmente el desenvolvimiento
económico de las colonias al no permitirles traficar con ninguna otra nación y
reservarse como metrópoli, acaparándolo exclusivamente, el derecho de todo comercio
y empresa en sus dominios.
El
impulso natural de las fuerzas productoras de las colonias pugnaba por romper
este lazo. La naciente economía de las embrionarias formaciones nacionales de
América necesitaba imperiosamente, para conseguir su desarrollo, desvincularse
de la rígida autoridad y emanciparse de la medieval mentalidad del rey de
España. El hombre de estudio de nuestra época no puede dejar de ver aquí el más
dominante factor histórico de la revolución de la independencia sudamericana,
inspirada y movida, de modo demasiado evidente, por los intereses de la
población criolla y aun de la española, mucho más que por los intereses de la
población indígena.
Enfocada
sobre el plano de la historia mundial, la independencia sudamericana se
presenta decidida por las necesidades del desarrollo de la civilización occidental
o, mejor dicho, capitalista. El ritmo del fenómeno capitalista tuvo en la
elaboración de la independencia una función menos aparente y ostensible, pero
sin duda mucho más decisiva y profunda que el eco de la filosofía y la
literatura de los enciclopedistas. El imperio británico destinado a representar
tan genuina y trascendentalmente los intereses de la civilización capitalista,
estaba entonces en formación. En Inglaterra, sede del liberalismo y el
protestantismo, la industria y la máquina preparaban el porvenir del
capitalismo, esto es del fenómeno material del cual aquellos dos fenómenos,
político el uno, religioso otro, aparecen en la historia como la levadura
espiritual y filosófica.
Por
esto le tocó a Inglaterra con esa clara conciencia de su destino y su misión
histórica a que debe su hegemonía en la civilización capitalista–, jugar un
papel primario en la independencia de Sud-América. Y, por esto, mientras el
primer ministro de Francia, de la nación que algunos años antes les había dado
el ejemplo de su gran revolución, se negaba a reconocer a estas jóvenes repúblicas
sudamericanas que podían enviarle “junto con sus productos sus ideas revolucionarias”
*, Mr. Canning, traductor y ejecutor fiel del interés de Inglaterra, consagraba
con ese reconocimiento el derecho de estos pueblos a separarse de España y,
anexamente, a organizarse republicana y democráticamente. A Mr. Canning, de otro
lado, se habían adelantado prácticamente los banqueros de Londres que con sus
préstamos –no por usurarios menos oportunos y eficaces–, habían financiado la
fundación de las nuevas repúblicas.
El
imperio español tramontaba por no reposar sino sobre bases militares y
políticas y, sobre todo, por representar una economía superada.
España
no podía abastecer abundantemente a sus colonias sino de eclesiásticos,
doctores y nobles. Sus colonias sentían apetencia de cosas más prácticas y
necesidad de instrumentos más nuevos. Y, en consecuencia, se volvían hacia
Inglaterra, cuyos industriales y cuyos banqueros, colonizadores de nuevo tipo,
querían a su turno enseñorearse en estos mercados, cumpliendo su función de
agentes de un imperio que surgía como creación de una economía manufacturera y
librecambista. El interés económico de las colonias de España y el interés
económico del Occidente capitalista se correspondían absolutamente, aunque de esto,
como ocurre frecuentemente en la historia, no se diesen exacta cuenta los
protagonistas históricos de una ni otra parte.
Apenas
estas naciones fueron independientes, guiadas por el mismo impulso natural que
las había conducido a la revolución de la Independencia, buscaron en el tráfico
con el capital y la industria de Occidente los elementos y las relaciones que
el incremento de su economía requería. Al Occidente capitalista empezaron a
enviar los productos de su suelo y su subsuelo. Y del Occidente capitalista
empezaron a recibir tejidos, máquinas y mil productos industriales. Se estableció
así un contacto continuo y creciente entre la América del Sur y la civilización
occidental. Los países más favorecidos por este tráfico fueron, naturalmente, a
causa de su mayor proximidad a Europa, los países situados sobre el Atlántico.
La Argentina y el Brasil, sobre todo, atrajeron a su territorio capitales e
inmigrantes europeos en gran cantidad. Fuertes y homogéneos aluviones occidentales
aceleraron en estos países la transformación de la economía y la cultura que
adquirieron gradualmente la función y la estructura de la economía y la cultura
europeas. La democracia burguesa y liberal pudo ahí echar raíces seguras14,
mientras en el resto de la América del Sur se lo impedía la subsistencia de
tenaces y extensos residuos de feudalidad.
En
este período, el proceso histórico general del Perú entra en una etapa de
diferenciación y desvinculación del proceso histórico de otros pueblos de
Sud-América. Por su geografía, unos estaban destinados a marchar más de prisa
que otros. La independencia los había mancomunado en una empresa común para separarlos
más tarde en empresas individuales. El Perú se encontraba a una enorme distancia
de Europa. Los barcos europeos, para arribar a sus puertos, debían aventurarse
en un viaje larguísimo. Por su posición geográfica, el Perú resultaba más
vecino y más cercano al Oriente. Y el comercio entre el Perú y Asia comenzó
como era lógico a tornarse considerable. La costa peruana recibió aquellos
famosos contingentes de inmigrantes chinos destinados a sustituir en las
haciendas a los esclavos negros, importados por el Virreinato, cuya
manumisión15 fue también en cierto modo una consecuencia del trabajo de
transformación de una economía feudal en economía más o menos burguesa. Pero el
tráfico con Asia, no podía concurrir eficazmente a la formación de la nueva economía
peruana. El Perú emergido de la Conquista, afirmado en la Independencia, había
menester de las máquinas, de los métodos y de las ideas de los europeos, de los
occidentales.
III. EL PERÍODO DEL GUANO Y DEL
SALITRE
El
capítulo de la evolución de la economía peruana que se abre con el
descubrimiento de la riqueza del guano y del salitre y se cierra con su
pérdida, explica totalmente una serie de fenómenos políticos de nuestro proceso
histórico que una concepción anecdótica y retórica más bien que romántica de la
historia peruana se ha complacido tan superficialmente en desfigurar y
contrahacer. Pero este rápido esquema de interpretación no se propone ilustrar
ni enfocar esos fenómenos sino fijar o definir algunos rasgos sustantivos de la
formación de nuestra economía para percibir mejor su carácter de economía
colonial. Consideremos sólo el hecho económico. Empecemos por constatar que al
guano y al salitre, sustancias humildes y groseras, les tocó jugar en la gesta
de la República un rol que había parecido reservado al oro y a la plata en
tiempos más caballerescos y menos positivistas. España nos quería y nos
guardaba como país productor de metales preciosos. Inglaterra nos prefirió como
país productor de guano y salitre. Pero este diferente gesto no acusaba, por
supuesto, un móvil diverso. Lo que cambiaba no era el móvil; era la época. El
oro del Perú perdía su poder de atracción en una época en que, en América, la
vara del pioneer descubría el oro de California. En cambio el guano y el
salitre -que para anteriores civilizaciones hubieran carecido de valor pero que
para una civilización industrial adquirían un precio extraordinario-
constituían una reserva casi exclusivamente nuestra. El industrialismo europeo
u occidental -fenómeno en pleno desarrollo- necesitaba abastecerse de estas
materias en el lejano litoral del sur del Pacífico. A la explotación de los dos
productos no se oponía, de otro lado, como a la de otros productos peruanos, el
estado rudimentario y primitivo de los transportes terrestres. Mientras que
para extraer de las entrañas de los Andes el oro, la plata, el cobre, el
carbón, se tenía que salvar ásperas montañas y enormes distancias, el salitre y
el guano yacían en la costa casi al alcance de los barcos que venían a
buscarlos. La fácil explotación de este recurso natural dominó todas las otras
manifestaciones de la vida económica del país. El guano y el salitre ocuparon
un puesto desmesurado en la economía peruana. Sus rendimientos se convirtieron
en la principal renta fiscal. El país se sintió rico. El Estado usó sin medida
de su crédito. Vivió en el derroche, hipotecando su porvenir a la finanza
inglesa. Esta es a grandes rasgos toda la historia del guano y del salitre para
el observador que se siente puramente economista. Lo demás, a primera vista,
pertenece al historiador. Pero, en este caso, como en todos, el hecho económico
es mucho más complejo y trascendental de lo que parece. El guano y el salitre,
ante todo, cumplieron la función de crear un activo tráfico con el mundo
occidental en un período en que el Perú, mal situado geográficamente, no
disponía de grandes medios de atraer a su suelo las corrientes colonizadoras y
civilizadoras que fecundaban ya otros países de la América indo-ibera. Este
tráfico colocó nuestra economía bajo el control del capital británico al cual,
a consecuencia de las deudas contraídas con la garantía de ambos productos,
debíamos entregar más tarde la administración de los ferrocarriles, esto es, de
los resortes mismos de la explotación de nuestros recursos. Las utilidades del
guano y del salitre crearon en el Perú, donde la propiedad había conservado
hasta entonces un carácter aristocrático y feudal, los primeros elementos
sólidos de capital comercial y bancario. Los profiteurs directos e indirectos
de las riquezas del litoral empezaron a constituir una clase capitalista. Se
formó en el Perú una burguesía, confundida y enlazada en su origen y su
estructura con la aristocracia, formada principalmente por los sucesores de los
encomenderos y terratenientes de la colonia, pero obligada por su función a
adoptar los principios fundamentales de la economía y la política liberales.
Con este fenómeno -al cual me refiero en varios pasajes de los estudios que
componen este libro-, se relacionan las siguientes constataciones: "En los
primeros tiempos de la lndependencia, la lucha de facciones y jefes militares
aparece como una consecuencia de la falta de una burguesía orgánica. En el
Perú, la revolución hallaba menos definidos, más retrasados que en otros
pueblos hispanoamericanos, los elementos de un orden liberal burgués. Para que
este orden funcionase más o menos embrionariamente tenía que constituirse una
clase capitalista vigorosa. Mientras esta clase se organizaba, el poder estaba
a merced de los caudillos militares.
IV. CARÁCTER DE NUESTRA ECONOMIA
ACTUAL
El
último capítulo de la evolución de la economía peruana es el de nuestra
posguerra. Este capítulo empieza con un período de casi absoluto colapso de las
fuerzas productoras. La derrota no sólo significó para la economía nacional la
pérdida de sus principales fuentes: el salitre y el guano. Significó, además,
la paralización de las fuerzas productoras nacientes, la depresión general de
la producción y del comercio, la depreciación de la moneda nacional, la ruina
del crédito exterior. Desangrada, mutilada, la nación sufría una terrible
anemia. El poder volvió a caer, como después de la Independencia, en manos de
los jefes militares, espiritual y orgánicamente inadecuados para dirigir un
trabajo de reconstrucción económica. Pero, muy pronto, la capa capitalista
formada en los tiempos del guano y del salitre, reasumió su función y regresó a
su puesto. De suerte que la política de reorganización de la economía del país
se acomodó totalmente a sus intereses de clase. La solución que se dio al
problema monetario, por ejemplo, correspondió típicamente a un criterio de
latifundistas o propietarios, indiferentes no sólo al interés del proletariado
sino también al de la pequeña y media burguesía, únicas capas sociales a las
cuales podía damnificar la súbita anulación del billete. Esta medida y el
contrato Grace fueron, sin duda, los actos más sustantivos y más
característicos de una liquidación de las consecuencias económicas de la
guerra, inspirada por los intereses y los conceptos de la plutocracia
terrateniente. El contrato Grace, que ratificó el predominio británico en el
Perú, entregando los ferrocarriles del Estado a los banqueros ingleses que
hasta entonces habían financiado la República y sus derroches, dio al mercado
financiero de Londres las prendas y las garantías necesarias para nuevas
inversiones en negocios peruanos. En la restauración del crédito del Estado no
se obtuvieron los resultados inmediatos. Pero inversiones prudentes y seguras
empezaron de nuevo a atraer al capital británico. La economía peruana, mediante
el reconocimiento práctico de su condición de economía colonial, consiguió
alguna ayuda para su convalecencia. La terminación del ferrocarril a La Oroya
abrió al tránsito y al tráfico industriales del departamento de Junín,
permitiendo la explotación en vasta escala de su riqueza minera. La política
económica de Piérola se ajustó plenamente a los mismos intereses. El caudillo
demócrata, que durante tanto tiempo agitara estruendosamente a las masas contra
la plutocracia, se esmeró en hacer una administración "civilista". Su
método tributario, su sistema fiscal, disipan todos los equívocos que pueden
crear su fraseario y su metafísica. Lo que confirma el principio de que en el
plano económico se percibe siempre con más claridad que en el político el
sentido y el contorno de la política, de sus hombres y de sus hechos. Las faces
fundamentales de este capítulo en que nuestra economía, con-valeciente de la
crisis postbélica, se organiza lentamente sobre bases menos pingües, pero más
sólidas que las del guano y del salitre, pueden ser concretadas
esquemáticamente en los siguientes hechos:
1º-
La aparición de la industria moderna. El establecimiento de fábricas, usinas,
transportes, etc. que transforman, sobre todo, la vida de la costa. La
formación de un proletariado industrial con creciente y natural tendencia a
adoptar un ideario clasista, que siega una de las antiguas fuentes del
proselitismo caudillista y cambia los términos de la lucha política.
2º-
La función del capital financiero. El surgimiento de bancos nacionales que
financian diversas empresas industriales y comerciales, pero que se mueven
dentro de un ámbito estrecho, enfeudados a los intereses del capital extranjero
y de la gran propiedad agraria; y el establecimiento de sucursales de bancos
extranjeros que sirven los intereses de la finanza norteamericana e inglesa.
3º- El acortamiento de las distancias y el
aumento del tráfico entre el Perú y Estados Unidos y Europa. A consecuencia de
la apertura del Canal de Panamá, que mejora notablemente nuestra posición
geográfica, se acelera el proceso de incorporación del Perú en la civilización
occidental.
4º-
La gradual superación del poder británico por el poder norteamericano. El Canal
de Panamá, más que a Europa, parece haber aproximado el Perú a los Estados
Unidos. La participación del capital norteamericano en la explotación del cobre
y del petróleo peruanos, que se convierten en dos de nuestros mayores
productos, proporciona una ancha y durable base al creciente predominio yanqui.
La exportación a Inglaterra que en 1898 constituía el 56.7% de la exportación
total, en 1923 no llegaba sino al 33.2%. En el mismo período la exportación a
los Estados Unidos subía del 9.5 al 39.7%. Y este movimiento se acentuaba más
aún en la importación, pues mientras la de Estados Unidos en dicho período de
veinticinco años pasaba del 10.0 al 38.9%, la de la Gran Bretaña bajaba del
44.7 al 19.6% (4).
5º-
El desenvolvimiento de una clase capitalista, dentro de la cual cesa de prevalecer
como antes la antigua aristocracia. La propiedad agraria conserva su potencia;
pero declina la de los apellidos virreinales. Se constata el robustecimiento de
la burguesía.
6º-
La ilusión del caucho. En los años de su apogeo el país cree haber encontrado
El Dorado en la montaña, que adquiere temporalmente un valor extraordinario en
la economía y, sobre todo, en la imaginación del país. Afluyen a la montaña
muchos individuos de "la fuerte raza de los aventureros". Con la baja
del caucho, tramonta esta ilusión bastante tropical en su origen y en sus
características.
7º- Las sobreutilidades del período europeo.
El alza de los productos peruanos causa un rápido crecimiento de la fortuna
privada nacional. Se opera un reforzamiento de la hegemonía de la costa en la
economía peruana.
8º-
La política de los empréstitos. El restablecimiento del crédito peruano en el
extranjero ha conducido nuevamente al Estado a recurrir a los préstamos para la
ejecución de su programa de obras públicas. También en esta función,
Norteamérica ha reemplazado a la Gran Bretaña. Pletórico de oro, el mercado de
Nueva York es el que ofrece las mejores condiciones. Los banqueros yanquis
estudian directamente las posibilidades de colocación de capital en préstamos a
los Estados latinoamericanos. Y cuidan, por supuesto, de que sean invertidos
con beneficio para la industria y el comercio norteamericanos. Me parece que
estos son los principales aspectos de la evolución económica del Perú en el
período que comienza con nuestra posguerra. No cabe en esta serie de sumarios
apuntes un examen prolijo de las anteriores comprobaciones o proposiciones. Me
he propuesto solamente la definición esquemática de algunos rasgos esenciales
de la formación y el desarrollo de la economía peruana. Apuntaré una
constatación final: la de que en el Perú actual coexisten elementos de tres
economías diferentes. Bajo el régimen de economía feudal nacido de la Conquista
subsisten en la sierra algunos residuos vivos todavía de la economía comunista
indígena. En la costa, sobre un suelo feudal, crece una economía burguesa que,
por lo menos en su desarrollo mental, da la impresión de una economía
retardada.
V. ECONOMÍA AGRARIA Y LATIFUNDISMO
FEUDAL
El
Perú, mantiene, no obstante el incremento de la minería, su carácter de país
agrícola. El cultivo de la tierra ocupa a la gran mayoría de la población
nacional. El indio, que representa las cuatro quintas partes de ésta, es
tradicional y habitualmente agricultor. Desde 1925, a consecuencia del descenso
de los precios del azúcar y el algodón y de la disminución de las cosechas, las
exportaciones de la minería han sobrepasado largamente a las de la agricultura.
La exportación de petróleo y sus derivados, en rápido ascenso, influye
poderosamente en este suceso (De Lp. 1'387,778 en 1916 se ha elevado a Lp.
7'421,128 en 1926). Pero la producción agropecuaria no está representada sino
en una parte por los productos exportados: algodón, azúcar y derivados, lanas,
cueros, gomas. La agricultura y ganadería nacionales proveen al consumo
nacional, mientras los productos mineros son casi íntegramente exportados. Las
importaciones de sustancias alimenticias y bebidas alcanzaron en 1925 a Lp.
4'148,311. El más grueso renglón de estas importaciones, corresponde al trigo,
que se produce en el país en cantidad muy insuficiente aún. No existe
estadística completa de la producción y el consumo nacionales. Calculando un
consumo diario de 50 centavos de sol por habitante en productos agrícolas y
pecuarios del país se obtendrá un total de más de Lp. 84'000,000 sobre la
población de 4'609,999 que arroja el cómputo de 1896. Si se supone una
población de 5'000,000 de habitantes, el valor del consumo nacional sube a Lp.
91'250,000. Estas cifras atribuyen una enorme primacía a la producción agropecuaria
en la economía del país. La minería, de otra parte, ocupa a un número reducido
aún de trabajadores. Conforme al Extracto Estadístico, en 1926 trabajaban en
esta industria 28,592 obreros. La industria manufacturera emplea también un
contingente modesto de brazos (7). Sólo las haciendas de caña de azúcar
ocupaban en 1926 en sus faenas de campo 22,367 hombres y 1,173 mujeres. Las
haciendas de algodón de la costa, en la campaña de 1922-23, la última a que
alcanza la estadística publicada, se sirvieron de 40,557 braceros; y las
haciendas de arroz, en la campaña 1924p;25, de 11,332. La mayor parte de los
productos agrícolas y ganaderos que se consumen en el país proceden de los
valles y planicies de la Sierra. En las haciendas de la costa, los cultivos
alimenticios están por debajo del mínimum obligatorio que señala una ley
expedida en el período en que el alza del algodón y el azúcar incitó a los
terratenientes a suprimir casi totalmente aquellos cultivos, con grave efecto
en el encarecimiento de las subsistencias. La clase terrateniente no ha logrado
transformarse en una burguesía capitalista, patrona de la economía nacional
(8). La minería, el comercio, los transportes, se encuentran en manos del
capital extranjero. Los latifundistas se han contentado con servir de
intermediarios a éste, en la producción de algodón y azúcar. Este sistema
económico, ha mantenido en la agricultura, una organización semifeudal que
constituye el más pesado lastre del desarrollo del país. La supervivencia de la
feudalidad en la Costa, se traduce en la languidez y pobreza de su vida urbana.
El número de burgos y ciudades de la Costa, es insignificante. Y la aldea
propiamente dicha, no existe casi sino en los pocos retazos de tierra donde la
campiña enciende todavía la alegría de sus parcelas en medio del agro
feudalizado. En Europa, la aldea desciende del feudo disuelto (9). En la costa
peruana la aldea no existe casi, porque el feudo, más o menos intacto, subsiste
todavía. La hacienda -con su casa más o menos clásica, la ranchería generalmente
miserable, y el ingenio y sus colcas-, es el tipo dominante de agrupación
rural. Todos los puntos de un itinerario están señalados por nombres de
haciendas. La ausencia de la aldea, la rareza del burgo, prolonga el desierto
dentro del valle, en la tierra cultivada y productiva. Las ciudades, conforme a
una ley de geografía económica, se forman regularmente en los valles, en el
punto donde se entrecruzan sus caminos. En la costa peruana, valles ricos y
extensos, que ocupan un lugar conspicuo en la estadística de la producción
nacional, no han dado vida hasta ahora a una ciudad. Apenas si en sus cruceros
o sus estaciones, medra a veces un burgo, un pueblo estagnado, palúdico,
macilento, sin salud rural y sin traje urbano. Y, en algunos casos, como en el
del valle de Chicama, el latifundio ha empezado a sofocar a la ciudad. La
negociación capitalista se torna más hostil a los fueros de la ciudad que el
castillo o el dominio feudal. Le disputa su comercio, la despoja de su función.
EL PROBLEMA DEL INDIO
I.
SU NUEVO PLANEAMIENTO
Todas las tesis sobre el problema
indígena, que ignoran o eluden a éste como problema económico-social, son otros
tantos estériles ejercicios teoréticos -y a veces sólo verbales-, condenados a
un absoluto descrédito. No las salva a algunas su buena fe. Prácticamente,
todas no han servido sino para ocultar o desfigurar la realidad del problema.
La crítica socialista lo descubre y escla-rece, porque busca sus causas en la
economía del país y no en su mecanismo administrativo, jurídico o eclesiástico,
ni en su dualidad o pluralidad de razas, ni en sus condiciones culturales y
morales. La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus
raíces en el régimen de propiedad de
la tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de administración o
policía, con métodos de enseñanza o con obras de vialidad, constituye un
trabajo superficial o adjetivo, mientras subsista la feudalidad de los
"gamonales" (1).
El "gamonalismo" invalida
inevitablemente toda ley u ordenanza de protección indígena. El hacendado, el
latifundista, es un señor feudal. Contra su autoridad, sufragada por el
ambiente y el hábito, es impotente la ley escrita. El trabajo gratuito está
prohibido por la ley y, sin embargo, el trabajo gratuito, y aun el trabajo forzado,
sobreviven en el latifundio. El juez, el subprefecto, el comisario, el maestro,
el recaudador, están enfeudados a la gran propiedad. La ley no puede prevalecer
contra los gamonales. El funcionario que se obsti-nase en imponerla,
sería abandonado y sacrificado por el
poder central, cerca del cual son siempre omnipotentes las influencias del
gamonalismo, que actúan directamente o a través del parlamento, por una y otra
vía con la misma eficacia.
El nuevo examen del problema indígena,
por esto, se preocupa mucho menos de los lineamientos de una legislación
tutelar que de las consecuencias del régimen de
propiedad agraria. El estudio del Dr.
José A. Encinas (Contribución a una legislación tutelar indígena) inicia en
1918 esta tendencia, que de entonces a hoy no ha cesado de acentuarse (2).
Pero, por el carácter mismo de su trabajo, el Dr. Encinas no podía formular en
él un programa económico-social. Sus proposiciones, dirigidas a la tutela de la
propiedad indígena, tenían que limitarse a este objetivo jurídico. Esbozando
las bases del Home Stead indígena, el Dr. Encinas recomienda la distribución de
tierras del Estado y de la Iglesia. No menciona absolutamente la expropiación
de los gamonales latifundistas. Pero su tesis se distingue por una reiterada
acusación de los efectos del latifundismo, que sale inapelablemente condenado
de esta requisitoria (3), que en cierto modo preludia la actual crítica económico-social
de la cuestión del indio. Esta crítica repudia y descalifica las diversas tesis
que consideran la cuestión con uno u otro de los siguientes criterios
unilaterales y exclusivos: administrativo, jurídico, étnico, moral,
educacional, eclesiástico. La derrota más antigua y evidente es, sin duda, la
de los que reducen la protección de los indígenas a un asunto de ordinaria
administración. Desde los tiempos de la
legislación colonial española, las
ordenanzas sabias y prolijas, elaboradas después de concienzudas encuestas, se
revelan totalmente infructuosas. La fecundidad de la República, desde las
jornadas de la Independencia, en decretos, leyes y providencias encaminadas a
amparar a los indios contra la exacción y el abuso, no es de las menos
considerables. El gamonal de hoy, como el "encomendero" de ayer, tiene
sin embargo muy poco que temer de la teoría administrativa. Sabe que la práctica
es distinta.
El carácter individualista de la
legislación de la República ha favorecido, incuestionablemente, la absorción de
la propiedad indígena por el latifundismo. La situación del indio, a este
respecto, estaba contemplada con mayor realismo por la legislación española.
Pero la reforma jurídica no tiene más valor práctico que la reforma
administrativa, frente a un feudalismo intacto en su estructura económica.
La apropiación de la mayor parte de la
propiedad comunal e individual indígena está ya cumplida. La experiencia de
todos los países que han salido de su evo feudal, nos demuestra, por otra
parte, que sin la disolución del feudo no ha podido funcionar, en ninguna
parte, un derecho liberal. La suposición de que el problema indígena es un problema
étnico, se nutre del más envejecido repertorio de ideas imperialistas. El concepto
de las razas inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de expansión y
conquista. Esperar la emancipación indígena de un activo cruzamiento de la raza
aborigen con inmigrantes blancos es una ingenuidad antisociológica, concebible
sólo en la mente rudimentaria de un importador de carneros merinos. Los pueblos
asiáticos, a los cuales no es inferior en un ápice el pueblo indio, han
asimilado admirablemente la cultura occidental, en lo que tiene de más dinámico
y creador, sin transfusiones de sangre europea. La degeneración del indio
peruano es una barata invención de los leguleyos de la mesa feudal. La
tendencia a considerar el problema indígena como un problema moral, encarna una
concepción liberal, humanitaria, ochocentista, iluminista, que en el orden político
de Occidente anima y motiva las "ligas de los Derechos del Hombre".
Las conferencias y sociedades antiesclavistas, que en Europa han denunciado más
o menos infructuosamente los crímenes de los colonizadores, nacen de esta tendencia,
que ha confiado siempre con exceso en sus llamamientos al sentido moral de la
civilización. González Prada no se encontraba exento de su esperanza cuando
escribía que la "condición del indígena puede mejorar de dos maneras: o el
corazón de los opresores se conduele al extremo de reco-nocer el derecho de los
oprimidos, o el ánimo de los oprimidos adquiere la virilidad suficiente para escarmentar
a los opresores" (4). La Asociación Pro-Indígena (1909-1917) representó,
ante todo, la misma esperanza, aunque su verdadera eficacia estuviera en los
fines concretos e inmediatos de defensa del indio que le asignaron sus directores,
orientación que debe mucho, seguramente, al idealismo práctico, característicamente
sajón, de Dora Mayer (5). El experimento está ampliamente cumplido, en el Perú
y en el mundo. La prédica humanitaria no ha detenido ni embarazado en Europa el
imperialismo ni ha bonificado sus métodos. La lucha contra el imperialismo, no
confía ya sino en la solidaridad y en la fuerza de los movimientos de
emancipación de las masas coloniales. Este concepto preside en la Europa
contemporánea una acción antiimperialista, a la cual se adhieren espíritus liberales
como Albert Einstein y Romain Rolland, y que por tanto no puede ser considerada
de exclusivo carácter socialista.
En el terreno de la razón y la moral,
se situaba hace siglos, con mayor energía, o al menos mayor autoridad, la
acción religiosa. Esta cruzada no obtuvo, sin embargo, sino leyes y
providencias muy sabiamente inspiradas. La suerte de los indios no varió
sustancialmente. González Prada, que como sabemos no consideraba estas cosas
con criterio propia o sectariamente socialista, busca la explicación de este fracaso
en la entraña económica de la cuestión: "No podía suceder de otro modo: oficialmente
se ordenaba la explotación del vencido y se pedía humanidad y justicia a los
ejecutores de la explotación; se pretendía que humanamente se cometiera
iniquidades o equitativamente se consumaran injusticias. Para extirpar los
abusos, habría sido necesario abolir los repartimientos y las mitas, en dos palabras,
cambiar todo el régimen Colonial. Sin las faenas del indio americano se habrían
vaciado las arcas del tesoro español" (6). Más evidentes posibilidades de éxito
que la prédica liberal tenía, con todo, la prédica religiosa. Ésta apelaba al exaltado
y operante catolicismo español mientras aquélla intentaba hacerse
escuchar del exiguo y formal
liberalismo criollo. Pero hoy la esperanza en una solución eclesiástica es
indiscutiblemente la más rezagada y antihistórica de todas. Quienes la representan
no se preocupan siquiera, como sus distantes -¡tan distantes!- maestros, de obtener
una nueva declaración de los derechos del indio, con adecuadas autoridades y
ordenanzas, sino de encargar al misionero la función de mediar entre el indio y
el gamonal (7). La obra que la Iglesia no pudo realizar en un orden medioeval,
cuando su capacidad espiritual e
intelectual podía medirse por frailes
como el padre de Las Casas, ¿con qué elementos contaría para prosperar ahora?
Las misiones adventistas, bajo este aspecto, han ganado la delantera al clero
católico, cuyos claustros convocan cada día menor suma de vocaciones de
evangelización.
El concepto de que el problema del
indio es un problema de educación, no aparece sufragado ni aun por un criterio
estricta y autónomamente pedagógico. La pedagogía tiene hoy más en cuenta que
nunca los factores sociales y económicos. El pedagogo moderno sabe
perfectamente que la educación no es una mera cuestión de escuela y métodos
didácticos. El medio económico social condiciona inexorablemente la labor del
maestro. El gamonalismo es funda-mentalmente
adverso a la educación del indio: su
subsistencia tiene en el mantenimiento de la ignorancia del indio el mismo
interés que en el cultivo de su alcoholismo (8). La escuela moderna -en el
supuesto de que, dentro de las circunstancias vigentes, fuera posible
multiplicarla en proporción a la población escolar campesina- es incompatible
con el latifundio feudal. La mecánica de la servidumbre, anularía totalmente la
acción de la escuela, si esta misma, por un milagro inconcebible dentro de la
realidad social, consiguiera conservar, en la atmósfera del feudo, su
pura misión pedagógica. La más
eficiente y grandiosa enseñanza normal no podría operar estos milagros. La
escuela y el maestro están irremisiblemente condenados a desnaturalizarse bajo
la presión del ambiente feudal, inconciliable con la más elemental concepción
progresista o evolucio-nista de las cosas. Cuando se comprende a medias esta
verdad, se descubre la fórmula salvadora en los internados indígenas. Mas la
insuficiencia clamorosa de esta fórmula se muestra en toda su evidencia, apenas
se reflexiona en el insignificante porcentaje de la población escolar indígena
que resulta posible alojar en estas escuelas.
La solución pedagógica, propugnada por
muchos con perfecta buena fe, está ya hasta oficialmente descartada. Los
educacionistas son, repito, los que menos pueden pensar en independizarla de la
realidad económico-social. No existe, pues, en la actualidad, sino como una
sugestión vaga e informe, de la que ningún cuerpo y ninguna doctrina se hace
responsable.
El nuevo planteamiento consiste en
buscar el problema indígena en el problema de la tierra.
II.
SUMARIA REVISION HISTORICA
La población del Imperio Inkaico,
conforme a cálculos prudentes, no era menor de diez millones. Hay quienes la
hacen subir a doce y aun a quince millones. La Conquista fue, ante todo, una
tremenda carnicería. Los conquistadores españoles, por su escaso número, no
podían imponer su dominio sino aterrorizando a la población indígena, en la
cual produjeron una impresión supersticiosa las armas y los caballos de los
invasores, mirados como seres sobrenaturales. La organización política y
económica de la Colonia, que siguió a la Conquista, no puso término al
exterminio de la raza indígena. El
Virreinato estableció un régimen de brutal explotación. La codicia de los
metales preciosos, orientó la actividad económica española hacia la explotación
de las minas que, bajo los inkas, habían sido trabajadas en muy modesta escala,
en razón de no tener el oro y la plata sino aplicaciones ornamentales y de
ignorar los indios, que componían un pueblo esencialmente agrícola, el empleo
del hierro. Establecieron los españoles, para la explotación de las minas y los
"obrajes", un sistema abrumador de trabajos forzados y gratuitos, que
diezmó la población aborigen. Esta no quedó así reducida sólo a un estado de
servidumbre -como habría acontecido si los españoles se hubiesen limitado a la
explotación de las tierras conservando el carácter agrario del país- sino, en
gran parte, a un estado de esclavitud. No faltaron voces humanitarias y
civilizadoras que asumieron ante el Rey de España la defensa de los indios. EI padre
de Las Casas sobresalió eficazmente en esta defensa. Las Leyes de Indias se
inspiraron en propósitos de protección
de los indios, reconociendo su organización típica en "comunidades".
Pero, prácticamente, los indios continuaron a merced de una feudalidad
despiadada que destruyó la sociedad y la economía inkaicas, sin sustituirlas
con un orden capaz de organizar progresivamente la producción. La tendencia de
los españoles a establecerse en la Costa ahuyentó de esta región a los aborígenes
a tal punto que se carecía de brazos para el trabajo. El Virreinato quiso resolver
este problema mediante la importación de esclavos negros, gente que resulto
adecuada al clima y las fatigas de los valles o llanos cálidos de la Costa, e
inaparente, en cambio, para el trabajo
de las minas, situadas en la Sierra fría. El esclavo negro reforzó la
dominación española que a pesar de la despoblación indígena, se habría sentido
de otro modo demográficamente demasiado débil frente al indio, aunque sometido,
hostil y enemigo. El negro fue dedicado al servicio doméstico y a los oficios.
El blanco se mezcló fácilmente con el negro, produciendo este mestizaje uno de
los tipos de población costeña con
características de mayor adhesión a lo
español y mayor resistencia a lo indígena.
La Revolución de la Independencia no
constituyó, como se sabe, un movimiento indígena. La promovieron y
usufructuaron los criollos y aun los españoles de las colonias. Pero aprovechó
el apoyo de la masa indígena. Y, además, algunos indios ilustrados como
Pumacahua, tuvieron en su gestación parte importante. El programa liberal de la
Revolución comprendía lógicamente la redención del indio, consecuencia
automática de la aplicación de sus postulados igualitarios. Y, así, entre los
primeros actos de la República, se contaron varias leyes y decretos favorables
a los indios. Se ordenó el reparto de tierras, la abolición de los trabajos gratuitos,
etc.; pero no representando la revolución en el Perú el advenimiento de una
nueva clase dirigente, todas estas disposiciones quedaron sólo escritas, faltas
de gobernantes capaces de actuarlas. La aristocracia latifundista de la
Colonia, dueña del poder, conservó intactos sus derechos feudales sobre la
tierra y, por consiguiente, sobre el indio. Todas las disposiciones
aparentemente enderezadas aprotegerlo, no han podido nada contra la feudalidad
subsistente hasta hoy.
El Virreinato aparece menos culpable
que la República. Al Virreinato le corresponde, originalmente, toda la
responsabilidad de la miseria y la depresión de los indios. Pero, en ese tiempo
inquisitorial, una gran voz cristiana, la de fray Bartolomé de Las Casas,
defendió vibrantemente a los indios contra los métodos brutales de los
colonizadores. No ha habido en la República un defensor tan eficaz y tan
porfiado de la raza aborigen.
Mientras el Virreinato era un régimen
medioeval y extranjero, la República es formalmente un régimen peruano y liberal.
Tiene, por consiguiente, la República deberes que no tenía el Virreinato. A la
República le tocaba elevar la condición del indio. Y contrariando este deber,
la República ha pauperizado al indio, ha agravado su depresión y ha exasperado
su miseria. La República ha significado para los indios la ascensión de una
nueva clase dominante que se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras. En
una raza de costumbre y de alma agrarias, como
la raza indígena, este despojo ha
constituido una causa de disolución material y moral. La tierra ha sido siempre
toda la alegría del indio. El indio ha desposado la tierra. Siente que "la
vida viene de la tierra" y vuelve a la tierra. Por ende, el indio puede
ser indiferente a todo, menos a la posesión de la tierra que sus manos y su aliento
labran y fecundan religiosamente. La feudalidad criolla se ha comportado, a este
respecto, más ávida y más duramente que la feudalidad española. En general, en
el encomendero español había frecuentemente algunos hábitos nobles de señorío.
El encomendero criollo tiene todos los defectos del plebeyo y ninguna de las
virtudes del hidalgo. La servidumbre del indio, en suma, no ha disminuido bajo la
República. Todas las revueltas, todas las tempestades del indio, han sido ahogadas
en sangre. A las reivindicaciones desesperadas del indio les ha sido dada siempre
una respuesta marcial. El silencio de la puna ha guardado luego el trágico secreto
de estas respuestas. La República ha restaurado, en fin, bajo el título de conscripción
vial, el régimen de las mitas.
La República, además, es responsable
de haber aletargado y debilitado las energías de la raza. La causa de la
redención del indio se convirtió bajo la República, en una especulación
demagógica de algunos caudillos. Los partidos criollos la inscribieron en su
programa. Disminuyeron así en los indios la voluntad de luchar por sus reivindicaciones.
En la Sierra, la región habitada
principalmente por los indios, subsiste apenas modificada en sus lineamientos,
la más bárbara y omnipotente feudalidad. El dominio de la tierra coloca en
manos de los gamonales, la suerte de la raza indígena, caída en un grado
extremo de depresión y de ignorancia. Además de la agricultura, trabajada muy
primitivamente, la Sierra peruana presenta otra actividad económica: la
minería, casi totalmente en manos de dos grandes empresas
norteamericanas. En las minas rige el
salariado; pero la paga es ínfima, la defensa de la vida del obrero casi nula,
la ley de accidentes de trabajo burlada. El sistema del "enganche",
que por medio de anticipos falaces esclaviza al obrero, coloca a los indios a
merced de estas empresas capitalistas. Es tanta la miseria a que los condena la
feudalidad agraria, que los indios encuentran preferible, con todo, la suerte
que les ofrecen las minas.
La propagación en el Perú de las ideas
socialistas ha traído como consecuencia un fuerte movimiento de reivindicación
indígena. La nueva generación peruana siente y sabe que el progreso del Perú
será ficticio, o por lo menos no será peruano, mientras no constituya la obra y
no signifique el bienestar de la masa peruana que en sus cuatro quintas partes
es indígena y campesina. Este mismo movimiento se manifiesta en el arte y en la
literatura nacionales en los cuales se nota una creciente revalorización de las
formas y asuntos autóctonos, antes depreciados por el predominio de un espíritu
y una mentalidad coloniales españolas. La literatura indigenista parece
destinada a cumplir la misma función que la literatura "mujikista" en
el período pre-revolucionario ruso. Los propios indios empiezan a dar señales
de una nueva conciencia. Crece día a día la articulación entre los diversos
núcleos indígenas antes incomunicados por las enormes distancias. Inició esta
vinculación, la reunión periódica de congresos indígenas, patrocinada por el Gobierno,
pero como el carácter de sus reivindicaciones se hizo pronto revolucionario,
fue desnaturalizada luego con la exclusión de los elementos avanzados y la leva
de representaciones apócrifas. La corriente indigenista presiona ya la acción
oficial. Por primera vez el Gobierno se ha visto obligado a aceptar y proclamar
puntos de vista indigenistas, dictando algunas medidas que no tocan los intereses
del gamonalismo y que resultan por esto ineficaces. Por primera vez también el
problema indígena, escamoteado antes por la retórica de las clases dirigentes,
es planteado en sus términos sociales y económicos, identificándosele ante todo
con el problema de la tierra. Cada día se impone, con más evidencia, la convicción
de que este problema no puede encontrar su solución en una fórmula humanitaria.
No puede ser la consecuencia de un movimiento filantrópico. Los patronatos de
caciques y de rábulas son una befa. Las ligas del tipo de la extinguida Asociación
Pro-Indígena son una voz que clama en el desierto. La Asociación Pro- Indígena
no llegó en su tiempo a convertirse en un movimiento. Su acción se redujo gradualmente
a la acción generosa, abnegada, nobilísima, personal de Pedro S. Zulen y Dora
Mayer. Como experimento, el de la Asociación Pro-Indígena sirvió para
contrastar, para medir, la insensibilidad moral de una generación y de una
época.
La solución del problema del indio
tiene que ser una solución social. Sus realizadores deben ser los propios
indios. Este concepto conduce a ver en la reunión de los congresos indígenas un
hecho histórico. Los congresos indígenas, desvirtuados en los últimos años por
el burocratismo, no representaban todavía un programa; pero sus primeras
reuniones señalaron una ruta comunicando a los indios de las diversas regiones.
A los indios les falta vinculación nacional. Sus protestas han sido siempre
regionales. Esto ha contribuido, en gran parte, a su abatimiento.
Un pueblo de cuatro millones de
hombres, consciente de su número, no desespera nunca de su porvenir. Los mismos
cuatro millones de hombres, mientras no sean sino una masa inorgánica, una
muchedumbre dispersa, son incapaces de decidir su rumbo histórico.
EL PROBLEMA DE LA TIERRA
TRABAJO PRESENTADO POR:
ZUÑIGA IBAÑEZ Merly Xiomara.
VILCA ESCARCENA Gilmer.
Para el segundo Semestre Académico.
Moquegua 24 de noviembre de 2016.
EL PROBLEMA DE LA TIERRA
EL PROBLEMA AGRARIO Y EL
PROBLEMA DEL INDIO
Quienes
desde puntos de vista socialistas estudiamos y definimos el problema del indio,
empezamos por declarar absolutamente superados los puntos de vista humanitarios
o filantrópicos, en que, como una prolongación de la apostólica batalla del
padre de Las Casas, se apoyaba la antigua campaña pro-indígena. Nuestro primer
esfuerzo tiende a establecer su carácter de problema fundamentalmente
económico. Insurgimos primeramente, contra la tendencia instintiva –y
defensiva– del criollo o "Misti", a reducirlo a un problema
exclusivamente administrativo, pedagógico, étnico o moral, para escapar a toda
costa del plano de la economía. Por esto, el más absurdo de los reproches que
se nos pueden dirigir es el de lirismo o literaturismo. Colocando en primer
plano el problema económico-social, asumimos la actitud menos lírica y menos
literaria posible. No nos contentamos con reivindicar el derecho del indio a la
educación, a la cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comenzamos por
reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra. Esta reivindicación
perfectamente materialista, debería bastar para que no se nos confundiese con
los herederos o repetidores del verbo evangélico del gran fraile español, a
quien, de otra parte, tanto materialismo no le impide admirar y estimar
fervorosamente.
Y este
problema de la tierra -cuya solidaridad con el problema del indio es demasiado
evidente-, tampoco nos avenimos a atenuarlo o adelgazarlo oportunistamente.
Todo lo contrario. Por mi parte, yo trato de plantearlo en términos absolutamente
inequívocos y netos.
El
problema agrario se presenta, ante todo, como el problema de la liquidación de
la feudalidad en el Perú. Esta liquidación debía haber sido realizada ya por el
régimen demo-burgués formalmente establecido por la revolución de la
independencia. Pero en el Perú no hemos tenido en cien años de república, una
verdadera clase burguesa, una verdadera clase capitalista. La antigua clase
feudal –camuflada o disfrazada de burguesía republicana– ha conservado sus
posiciones. La política de desamortización de la propiedad agraria iniciada por
la revolución de la Independencia –como una consecuencia lógica de su
ideología–, no condujo al desenvolvimiento de la pequeña propiedad. La vieja
clase terrateniente no había perdido su predominio. La supervivencia de un
régimen de latifundistas produjo, en la práctica, el mantenimiento del
latifundio. Sabido es que la desamortización atacó más bien a la comunidad. Y
el hecho es que durante un siglo de república, la gran propiedad agraria se ha
reforzado y engrandecido a despecho del liberalismo teórico de nuestra
Constitución y de las necesidades prácticas del desarrollo de nuestra economía
capitalista.
Las
expresiones de la feudalidad sobreviviente son dos: latifundio y servidumbre.
Expresiones solidarias y consustanciales, cuyo análisis nos conduce a la
conclusión de que no se puede liquidar la servidumbre, que pesa sobre la raza
indígena, sin liquidar el latifundio.
Planteado
así el problema agrario del Perú, no se presta a deformaciones equívocas.
Aparece en toda su magnitud de problema económico-social –y por tanto político–
del dominio de los hombres que actúan en este plano de hechos e ideas. Y
resulta vano todo empeño de convertirlo, por ejemplo, en un problema
técnico-agrícola del dominio de los agrónomos.
Nadie
ignora que la solución liberal de este problema sería, conforme a la ideología
individualista, el fraccionamiento de los latifundios para crear la pequeña
propiedad. Es tan desmesurado el desconocimiento, que se constata a cada paso, entre
nosotros, de los principios elementales del socialismo, que no será nunca obvio
ni ocioso insistir en que esta fórmula –fraccionamiento de los latifundios en
favor de la pequeña propiedad– no es utopista, ni herética, ni revolucionaria,
ni bolchevique, ni vanguardista, sino ortodoxa, constitucional, democrática,
capitalista y burguesa. Y que tiene su origen en el ideario liberal en que se
inspiran los Estatutos constitucionales de todos los Estados demo-burgueses. Y
que en los países de la Europa Central y Oriental –donde la crisis bélica trajo
por tierra las últimas murallas de la feudalidad, con el consenso del
capitalismo de Occidente que desde entonces opone precisamente a Rusia este
bloque de países anti-bolcheviques–, en Checoslovaquia, Rumania, Polonia,
Bulgaria, etc., se ha sancionado leyes agrarias que limitan, en principio, la
propiedad de la tierra, al máximum de 500 hectáreas.
Congruentemente
con mi posición ideológica, yo pienso que la hora de ensayar en el Perú el
método liberal, la fórmula individualista, ha pasado ya. Dejando aparte las
razones doctrinales, considero fundamentalmente este factor incontestable y
concreto que da un carácter peculiar a nuestro problema agrario: la
supervivencia de la comunidad y de elementos de socialismo práctico en la
agricultura y la vida indígenas.
Pero
quienes se mantienen dentro de la doctrina demo-liberal –si buscan de veras una
solución al problema del indio, que redima a éste, ante todo, de su
servidumbre–, pueden dirigir la mirada a la experiencia checa o rumana, dado
que la mexicana, por su inspiración y su proceso, les parece un ejemplo
peligroso. Para ellos es aún tiempo de propugnar la fórmula liberal. Si lo
hicieran, lograrían, al menos, que en el debate del problema agrario provocado
por la nueva generación, no estuviese del todo ausente el pensamiento liberal,
que, según la historia escrita, rige la vida del Perú desde la fundación de la
República.
COLONIALISMO =
FEUDALISMO
El
problema de la tierra esclarece la actitud vanguardista o socialista, ante las
supervivencias del Virreinato. El "perricholismo" literario no nos
interesa sino como signo o reflejo del colonialismo económico. La herencia
colonial que queremos liquidar no es, fundamentalmente, la de
"tapadas" y celosías, sino la del régimen económico feudal, cuyas
expresiones son el gamonalismo, el latifundio y la servidumbre. La literatura
colonialista –evocación nostálgica del Virreinato y de sus fastos –, no es para
mí sino el mediocre producto de un espíritu engendrado y alimentado por ese
régimen. El Virreinato no sobrevive en el "perricholismo" de algunos
trovadores y algunos cronistas. Sobrevive en el feudalismo, en el cual se
asienta, sin imponerle todavía su ley, un capitalismo larvado e incipiente. No
renegamos, propiamente, la herencia española; renegamos la herencia feudal.
España
nos trajo el Medioevo: inquisición, feudalidad, etc. Nos trajo luego, la
Contrarreforma: espíritu reaccionario, método jesuítico, casuismo escolástico.
De la mayor parte de estas cosas, nos hemos ido liberando, penosamente,
mediante la asimilación de la cultura occidental, obtenida a veces a través de
la propia España. Pero de su cimiento económico, arraigado en los intereses de
una clase cuya hegemonía no canceló la revolución de la independencia, no nos
hemos liberado todavía. Los raigones de la feudalidad están intactos. Su
subsistencia es responsable, por ejemplo, del retardo de nuestro desarrollo
capitalista.
El
régimen de propiedad de la tierra determina el régimen político y
administrativo de toda nación. El problema agrario –que la República no ha
podido hasta ahora resolver– domina todos los problemas de la nuestra. Sobre
una economía semifeudal no pueden prosperar ni funcionar instituciones
democráticas y liberales.
En lo que
concierne al problema indígena, la subordinación al problema de la tierra
resulta más absoluta aún, por razones especiales. La raza indígena es una raza
de agricultores. El pueblo incaico era un pueblo de campesinos, dedicados
ordinariamente a la agricultura y el pastoreo. Las industrias, las artes,
tenían un carácter doméstico y rural. En el Perú de los Incas era más cierto
que en pueblo alguno el principio de que "la vida viene de la
tierra". Los trabajos públicos, las obras colectivas más admirables del
Tahuantinsuyo, tuvieron un objeto militar, religioso o agrícola. Los canales de
irrigación de la sierra y de la costa, los andenes y terrazas de cultivo de los
Andes, quedan como los mejores testimonios del grado de organización económica
alcanzado por el Perú incaico. Su civilización se caracterizaba, en todos sus
rasgos dominantes, como una civilización agraria. "La tierra –escribe
Valcárcel estudiando la vida económica del Tahuantinsuyo– en la tradición
regnícola, es la madre común: de sus entrañas no sólo salen los frutos
alimenticios, sino el hombre mismo. La tierra depara todos los bienes. El culto
de la Mama Pacha es par de la heliolatría, y como el sol no es de nadie en
particular, tampoco el planeta lo es. Hermanados los dos conceptos en la
ideología aborigen, nació el agrarismo, que es propiedad comunitaria de los
campos y religión universal del astro del día"
Al
comunismo incaico –que no puede ser negado ni disminuido por haberse
desenvuelto bajo el régimen autocrático de los Incas–, se le designa por esto
como comunismo agrario. Los caracteres fundamentales de la economía incaica
–según César Ugarte, que define en general los rasgos de nuestro proceso con
suma ponderación–, eran los siguientes: "Propiedad colectiva de la tierra
cultivable por el 'ayllu' o conjunto de familias emparentadas, aunque dividida
en lotes individuales intransferibles; propiedad colectiva de las aguas,
tierras de pasto y bosques por la marca o tribu, o sea la federación de ayllus
establecidos alrededor de una misma aldea; cooperación común en el trabajo;
apropiación individual de las cosechas y frutos"
La
destrucción de esta economía -y por ende de la cultura que se nutría de su
savia- es una de las responsabilidades menos discutibles del coloniaje, no por
haber constituido la destrucción de las formas autóctonas, sino por no haber
traído consigo su sustitución por formas superiores. El régimen colonial
desorganizó y aniquiló la economía agraria incaica, sin reemplazarla por una
economía de mayores rendimientos. Bajo una aristocracia indígena, los nativos
componían una nación de diez millones de hombres, con un Estado eficiente y
orgánico cuya acción arribaba a todos los ámbitos de su soberanía; bajo una
aristocracia extranjera, los nativos se redujeron a una dispersa y anárquica
masa de un millón de hombres, caídos en la servidumbre y el
"felahísmo".
El dato
demográfico es, a este respecto, el más fehaciente y decisivo. Contra todos los
reproches que –en el nombre de conceptos liberales, esto es modernos, de
libertad y justicia– se puedan hacer al régimen incaico, está el hecho
histórico –positivo, material– de que aseguraba la subsistencia y el
crecimiento de una población que, cuando arribaron al Perú los conquistadores,
ascendía a diez millones y que, en tres siglos de dominio español, descendió a
un millón. Este hecho condena al coloniaje y no desde los puntos de vista
abstractos o teóricos o morales –o como quiera calificárseles– de la justicia,
sino desde los puntos de vista prácticos, concretos y materiales de la
utilidad.
El
coloniaje, impotente para organizar en el Perú al menos una economía feudal,
injertó en ésta elementos de economía esclavista.
LA POLÍTICA DEL COLONIAJE: DESPOBLACIÓN
Y ESCLAVITUD
Y ESCLAVITUD
Que el
régimen colonial español resultara incapaz de organizar en el Perú una economía
de puro tipo feudal se explica claramente. No es posible organizar una economía
sin claro entendimiento y segura estimación, si no de sus principios, al menos
de sus necesidades. Una economía indígena, orgánica, nativa, se forma sola.
Ella misma determina espontáneamente sus instituciones. Pero una economía
colonial se establece sobre bases en parte artificiales y extranjeras,
subordinada al interés del colonizador. Su desarrollo regular depende de la
aptitud de éste para adaptarse a las condiciones ambientales o para
transformarlas.
El
colonizador español carecía radicalmente de esta aptitud. Tenía una idea, un
poco fantástica, del valor económico de los tesoros de la naturaleza, pero no
tenía casi idea alguna del valor económico del hombre.
La práctica
de exterminio de la población indígena y de destrucción de sus instituciones
-en contraste muchas veces con las leyes y providencias de la metrópoli-
empobrecía y desangraba al fabuloso país ganado por los conquistadores para el
Rey de España, en una medida que éstos no eran capaces de percibir y apreciar.
Formulando un principio de la economía de su época, un estadista sudamericano
del siglo XIX debía decir más tarde, impresionado por el espectáculo de un
continente casi desierto: "Gobernar es poblar". El colonizador
español, infinitamente lejano de este criterio, implantó en el Perú un régimen
de despoblación.
La
persecución y esclavización de los indios deshacía velozmente un capital
subestimado en grado inverosímil por los colonizadores: el capital humano. Los
españoles se encontraron cada día más necesitados de brazos para la explotación
y aprovechamiento de las riquezas conquistadas. Recurrieron entonces al sistema
más antisocial y primitivo de colonización: el de la importación de esclavos.
El colonizador renunciaba así, de otro lado, a la empresa para la cual antes se
sintió apto el conquistador: la de asimilar al indio. La raza negra traída por
él le tenía que servir, entre otras cosas, para reducir el desequilibrio
demográfico entre el blanco y el indio.
La
codicia de los metales preciosos -absolutamente lógica en un siglo en que
tierras tan distantes casi no podían mandar a Europa otros productos-, empujó a
los españoles a ocuparse preferentemente en la minería. Su interés pugnaba por
convertir en un pueblo minero al que, bajo sus incas y desde sus más remotos
orígenes, había sido un pueblo fundamentalmente agrario. De este hecho nació la
necesidad de imponer al indio la dura ley de la esclavitud. El trabajo del
agro, dentro de un régimen naturalmente feudal, hubiera hecho del indio un
siervo vinculándolo a la tierra. El trabajo de las minas y las ciudades, debía
hacer de él un esclavo. Los españoles establecieron, con el sistema de las
mitas, el trabajo forzado, arrancando al indio de su suelo y de sus costumbres.
La
importación de esclavos negros que abasteció de braceros y domésticos a la
población española de la costa, donde se encontraba la sede y corte del
Virreinato, contribuyó a que España no advirtiera su error económico y
político. El esclavismo se arraigó en el régimen, viciándolo y enfermándolo.
El
profesor Javier Prado, desde puntos de vista que no son naturalmente los míos,
arribó en su estudio sobre el estado social del Perú del coloniaje a
conclusiones que contemplan precisamente un aspecto de este fracaso de la
empresa colonizadora: "Los negros -dice- considerados como mercancía
comercial, e importados a la América, como máquinas humanas de trabajo, debían
regar la tierra con el sudor de su frente; pero sin fecundarla, sin dejar frutos
provechosos. Es la liquidación constante siempre igual que hace la civilización
en la historia de los pueblos: el esclavo es improductivo en el trabajo como lo
fue en el Imperio Romano y como lo ha sido en el Perú; y es en el organismo
social un cáncer que va corrompiendo los sentimientos y los ideales nacionales.
De esta suerte ha desaparecido el esclavo en el Perú, sin dejar los campos
cultivados; y después de haberse vengado de la raza blanca, mezclando su sangre
con la de ésta, y rebajando en ese contubernio el criterio moral e intelectual,
de los que fueron al principio sus crueles amos, y más tarde sus padrinos, sus
compañeros y sus hermanos".
La
responsabilidad de que se puede acusar hoy al coloniaje, no es la de haber
traído una raza inferior -éste era el reproche esencial de los sociólogos de
hace medio siglo-, sino la de haber traído con los esclavos, la esclavitud,
destinada a fracasar como medio de explotación y organización económicas de la
colonia, a la vez que a reforzar un régimen fundado sólo en la conquista y en
la fuerza.
El
carácter colonial de la agricultura de la costa, que no consigue aún librarse
de esta tara, proviene en gran parte del sistema esclavista. El latifundista
costeño no ha reclamado nunca, para fecundar sus tierras, hombres sino brazos.
Por esto, cuando le faltaron los esclavos negros, les buscó un sucedáneo en los
culis chinos. Esta otra importación típica de un régimen de
"encomenderos" contrariaba y entrababa como la de los negros la
formación regular de una economía liberal congruente con el orden político
establecido por la revolución de la independencia. César Ugarte lo reconoce en
su estudio ya citado sobre la economía peruana, afirmando resueltamente que lo
que el Perú necesitaba no era "brazos" sino "hombres".
EL
COLONIZADOR ESPAÑOL
La
incapacidad del coloniaje para organizar la economía peruana sobre sus
naturales bases agrícolas, se explica por el tipo de colonizador que nos tocó.
Mientras en Norteamérica la colonización depositó los gérmenes de un espíritu y
una economía que se plasmaban entonces en Europa y a los cuales pertenecía el
porvenir, a la América española trajo los efectos y los métodos de un espíritu
y una economía que declinaban ya y a los cuales no pertenecía sino el pasado.
Esta tesis puede parecer demasiado simplista a quienes consideran sólo su
aspecto de tesis económica y, supérstites, aunque lo ignoren, del viejo
escolasticismo retórico, muestran esa falta de aptitud para entender el hecho
económico que constituye el defecto capital de nuestros aficionados a la historia.
Me complace por esto encontrar en el reciente libro de José Vasconcelos Indología,
un juicio que tiene el valor de venir de un pensador a quien no se puede
atribuir ni mucho marxismo ni poco hispanismo. "Si no hubiese tantas otras
causas de orden moral y de orden físico -escribe Vasconcelos- que explican
perfectamente el espectáculo aparentemente desesperado del enorme progreso de
los sajones en el Norte y el lento paso desorientado de los latinos del Sur,
sólo la comparación de los dos sistemas, de los dos regímenes de propiedad,
bastaría para explicar las razones del contraste. En el Norte no hubo reyes que
estuviesen disponiendo de la tierra ajena como de cosa propia. Sin mayor gracia
de parte de sus monarcas y más bien en cierto estado de rebelión moral contra
el monarca inglés, los colonizadores del norte fueron desarrollando un sistema
de propiedad privada en el cual cada quien pagaba el precio de su tierra y no
ocupaba sino la extensión que podía cultivar. Así fue que en lugar de encomiendas
hubo cultivos. Y en vez de una aristocracia guerrera y agrícola, con timbres de
turbio abolengo real, abolengo cortesano de abyección y homicidio, se
desarrolló una aristocracia de la aptitud que es lo que se llama democracia, una
democracia que en sus comienzos no reconoció más preceptos que los del lema
francés: libertad, igualdad, fraternidad. Los hombres del norte fueron
conquistando la selva virgen, pero no permitían que el general victorioso en la
lucha contra los indios se apoderase, a la manera antigua nuestra, 'hasta donde
alcanza la vista'. Las tierras recién conquistadas no quedaban tampoco a merced
del soberano para que las repartiese a su arbitrio y crease nobleza de doble
condición moral: lacayuna ante el soberano e insolente y opresora del más
débil. En el Norte, la República coincidió con el gran movimiento de expansión
y la República apartó una buena cantidad de las tierras buenas, creó grandes
reservas sustraídas al comercio privado, pero no las empleó en crear ducados,
ni en premiar servicios patrióticos, sino que las destinó al fomento de la
instrucción popular. Y así, a medida que una población crecía, el aumento del
valor de las tierras bastaba para asegurar el servicio de la enseñanza. Y cada
vez que se levantaba una nueva ciudad en medio del desierto no era el régimen
de concesión, el régimen de favor el que privaba, sino el remate público de los
lotes en que previamente se subdividía el plano de la futura urbe. Y con la
limitación de que una sola persona no pudiera adquirir muchos lotes a la vez.
De este sabio, de este justiciero régimen social procede el gran poderío
norte-americano. Por no haber procedido en forma semejante, nosotros hemos ido
caminando tantas veces para atrás".
La
feudalidad es, como resulta del juicio de Vasconcelos, la tara que nos dejó el
coloniaje. Los países que, después de la Independencia, han conseguido curarse
de esa tara son los que han progresado; los que no lo han logrado todavía, son
los retardados. Ya hemos visto cómo a la tara de la feudalidad, se juntó la
tara del esclavismo.
El
español no tenía las condiciones de colonización del anglosajón. La creación de
los EE. UU. Se presenta como la obra del pioneer. España después de la
epopeya de la conquista no nos mandó casi sino nobles, clérigos y villanos. Los
conquistadores eran de una estirpe heroica; los colonizadores, no. Se sentían
señores, no se sentían pioneers. Los que pensaron que la riqueza del
Perú eran sus metales preciosos, convirtieron a la minería, con la práctica de las
mitas, en un factor de aniquilamiento del capital humano y de decadencia de la
agricultura. En el propio repertorio civilista encontramos testimonios de
acusación. Javier Prado escribe que "el estado que presenta la agricultura
en el virreinato del Perú es del todo lamentable debido al absurdo sistema
económico mantenido por los españoles", y que de la despoblación del país
era culpable su régimen de explotación.
El
colonizador, que en vez de establecerse en los campos se estableció en las
minas, tenía la psicología del buscador de oro. No era, por consiguiente, un
creador de riqueza. Una economía, una sociedad, son la obra de los que
colonizan y vivifican la tierra; no de los que precariamente extraen los
tesoros de su subsuelo. La historia del florecimiento y decadencia de no pocas
poblaciones coloniales de la sierra, determinados por el descubrimiento y el
abandono de minas prontamente agotadas o relegadas, demuestra ampliamente entre
nosotros esta ley histórica.
Tal vez
las únicas falanges de verdaderos colonizadores que nos envió España fueron las
misiones de jesuitas y dominicos. Ambas congregaciones, especialmente la de
jesuitas, crearon en el Perú varios interesantes núcleos de producción. Los
jesuitas asociaron en su empresa los factores religioso, político y económico,
no en la misma medida que en el Paraguay, donde realizaron su más famoso y
extenso experimento, pero sí de acuerdo con los mismos principios.
Esta
función de las congregaciones no sólo se conforma con toda la política de los
jesuitas en la América española, sino con la tradición misma de los monasterios
en el Medioevo. Los monasterios tuvieron en la sociedad medioeval, entre otros,
un rol económico. En una época guerrera y mística, se encargaron de salvar la
técnica de los oficios y las artes, disciplinando y cultivando elementos sobre
los cuales debía constituirse más tarde la industria burguesa. Jorge Sorel es
uno de los economistas modernos que mejor remarca y define el papel de los
monasterios en la economía europea, estudiando a la orden benedictina como el
prototipo del monasterio-empresa industrial. "Hallar capitales -apunta
Sorel-era en ese tiempo un problema muy difícil de resolver; para los monjes
era asaz simple. Muy rápidamente las donaciones de ricas familias les prodigaron
grandes cantidades de metales preciosos; la acumulación primitiva resultaba muy
facilitada. Por otra parte los conventos gastaban poco y la estricta economía
que imponían las reglas recuerda los hábitos parsimoniosos de los primeros
capitalistas. Durante largo tiempo los monjes estuvieron en grado de hacer
operaciones excelentes para aumentar su fortuna". Sorel nos expone, cómo
"después de haber prestado a Europa servicios eminentes que todo el mundo
reconoce, estas instituciones declinaron rápidamente" y cómo los
benedictinos "cesaron de ser obreros agrupados en un taller casi
capitalista y se convirtieron en burgueses retirados de los negocios, que no
pensaban sino en vivir en una dulce ociosidad en la campiña".
Este
aspecto de la colonización, como otros muchos de nuestra economía, no ha sido
aún estudiado. Me ha correspondido a mí, marxista convicto y confeso, su
constatación. Juzgo este estudio, fundamental para la justificación económica
de las medidas que, en la futura política agraria, concernirán a los fundos de
los conventos y congregaciones, porque establecerá concluyentemente la
caducidad práctica de su dominio y de los títulos reales en que reposaba.
LA "COMUNIDAD" BAJO EL COLONIAJE
Las Leyes
de Indias amparaban la propiedad indígena y reconocían su organización
comunista. La legislación relativa a las "comunidades" indígenas, se
adaptó a la necesidad de no atacar las instituciones ni las costumbres
indiferentes al espíritu religioso y al carácter político del Coloniaje. El
comunismo agrario del "ayllu", una vez destruido el Estado Incaico,
no era incompatible con el uno ni con el otro. Todo lo contrario. Los jesuitas
aprovecharon precisamente el comunismo indígena en el Perú, en México y en
mayor escala aún en el Paraguay, para sus fines de catequización. El régimen
medioeval, teórica y prácticamente, conciliaba la propiedad feudal con la
propiedad comunitaria.
El
reconocimiento de las comunidades y de sus costumbres económicas por las Leyes
de Indias, no acusa simplemente sagacidad realista de la política colonial sino
se ajusta absolutamente a la teoría y la práctica feudales. Las disposiciones
de las leyes coloniales sobre la comunidad, que mantenían sin inconveniente el
mecanismo económico de ésta, reformaban, en cambio, lógicamente, las costumbres
contrarias a la doctrina católica (la prueba matrimonial, etc.) y tendían a
convertir la comunidad en una rueda de su maquinaria administrativa y fiscal.
La comunidad podía y debía subsistir, para la mayor gloria y provecho del Rey y
de la Iglesia.
Sabemos
bien que esta legislación en gran parte quedó únicamente escrita. La propiedad
indígena no pudo ser suficientemente amparada, por razones dependientes de la
práctica colonial. Sobre este hecho están de acuerdo todos los testimonios.
Ugarte hace las siguientes constataciones: "Ni las medidas previsoras de
Toledo, ni las que en diferentes oportunidades trataron de ponerse en práctica,
impidieron que una gran parte de la propiedad indígena pasara legal o
ilegalmente a manos de los españoles o criollos. Una de las instituciones que
facilitó este despojo disimulado fue la de las 'Encomiendas'. Conforme al
concepto legal de la institución, el encomendero era un encargado del cobro de
los tributos y de la educación y cristianización de sus tributarios. Pero en la
realidad de las cosas, era un señor feudal, dueño de vidas y haciendas, pues
disponía de los indios como si fueran árboles del bosque y muertos ellos o
ausentes, se apoderaba por uno u otro medio de sus tierras. En resumen, el
régimen agrario colonial determinó la sustitución de una gran parte de las
comunidades agrarias indígenas por latifundios de propiedad individual,
cultivados por los indios bajo una organización feudal. Estos grandes feudos,
lejos de dividirse con el transcurso del tiempo, se concentraron y consolidaron
en pocas manos a causa de que la propiedad inmueble estaba sujeta a
innumerables trabas y gravámenes perpetuos que la inmovilizaron, tales como los
mayorazgos, las capellanías, las fundaciones, los patronatos y demás
vinculaciones de la propiedad".
La
feudalidad dejó análogamente subsistentes las comunas rurales en Rusia, país
con el cual es siempre interesante el paralelo porque a su proceso histórico se
aproxima el de estos países agrícolas y semifeudales mucho más que al de los
países capitalistas de Occidente. Eugéne Schkaff, estudiando la evolución del mir
en Rusia, escribe: "Como los señores respondían por los impuestos,
quisieron que cada campesino tuviera más o menos la misma superficie de tierra
para que cada uno contribuyera con su trabajo a pagar los impuestos; y para que
la efectividad de éstos estuviera asegurada, establecieron la responsabilidad
solidaria. El gobierno la extendió a los demás campesinos. Los repartos tenían
lugar cuando el número de siervos había variado. El feudalismo y el absolutismo
transformaron poco a poco la organización comunal de los campesinos en
instrumento de explotación. La emancipación de los siervos no aportó, bajo este
aspecto, ningún cambio". Bajo el régimen de propiedad señorial, el mir
ruso, como la comunidad peruana, experimentó una completa desnaturalización. La
superficie de tierras disponibles para los comuneros resultaba cada vez más
insuficiente y su repartición cada vez más defectuosa. El mir no
garantizaba a los campesinos la tierra necesaria para su sustento; en cambio
garantizaba a los propietarios la provisión de brazos indispensables para el
trabajo de sus latifundios. Cuando en 1861 se abolió la servidumbre, los propietarios
encontraron el modo de subrogarla reduciendo los lotes concedidos a sus
campesinos a una extensión que no les consintiese subsistir de sus propios
productos. La agricultura rusa conservó, de este modo, su carácter feudal. El
latifundista empleó en su provecho la reforma. Se había dado cuenta ya de que
estaba en su interés otorgar a los campesinos una parcela, siempre que no
bastara para la subsistencia de él y de su familia. No había medio más seguro
para vincular el campesino a la tierra, limitando al mismo tiempo, al mínimo,
su emigración. El campesino se veía forzado a prestar sus servicios al
propietario, quien contaba para obligarlo al trabajo en su latifundio -si no
hubiese bastado la miseria a que lo condenaba la ínfima parcela- con el dominio
de prados, bosques, molinos, aguas, etc.
La
convivencia de comunidad y latifundio en el Perú, está, pues, perfectamente
explicada, no sólo por las características del régimen del Coloniaje sino
también por la experiencia de la Europa feudal. Pero la comunidad, bajo este
régimen, no podía ser verdaderamente amparada sino apenas tolerada. El
latifundista le imponía la ley de su fuerza despótica sin control posible del
Estado. La comunidad sobrevivía, pero dentro de un régimen de servidumbre.
Antes había sido la célula misma del Estado que le aseguraba el dinamismo
necesario para el bienestar de sus miembros. El coloniaje la petrificaba dentro
de la gran propiedad, base de un Estado nuevo, extraño a su destino.
El
liberalismo de las leyes de la República, impotente para destruir la feudalidad
y para crear el capitalismo, debía, más tarde, negarle el amparo formal que le
había concedido el absolutismo de las leyes de la Colonia.
LA REVOLUCIÓN DE LA INDEPENDENCIA Y LA PROPIEDAD AGRARIA
Entremos
a examinar ahora cómo se presenta el problema de la tierra bajo la República.
Para precisar mis puntos de vista sobre este período, en lo que concierne a la
cuestión agraria, debo insistir en un concepto que ya he expresado respecto al
carácter de la revolución de la independencia en el Perú. La revolución
encontró al Perú retrasado en la formación de su burguesía. Los elementos de
una economía capitalista eran en nuestro país más embrionarios que en otros
países de América donde la revolución contó con una burguesía menos larvada,
menos incipiente.
Si la
revolución hubiese sido un movimiento de las masas indígenas o hubiese
representado sus reivindicaciones, habría tenido necesariamente una fisonomía
agrarista. Está ya bien estudiado cómo la revolución francesa benefició
particularmente a la clase rural, en la cual tuvo que apoyarse para evitar el
retorno del antiguo régimen. Este fenómeno, además, parece peculiar en general
así a la revolución burguesa como a la revolución socialista, a juzgar por las
consecuencias mejor definidas y más estables del abatimiento de la feudalidad
en la Europa central y del zarismo en Rusia. Dirigidas y actuadas
principalmente por la burguesía urbana y el proletariado urbano, una y otra
revolución han tenido como inmediatos usufructuarios a los campesinos.
Particularmente en Rusia, ha sido ésta la clase que ha cosechado los primeros
frutos de la revolución bolchevique, debido a que en ese país no se había
operado aún una revolución burguesa que a su tiempo hubiera liquidado la
feudalidad y el absolutismo e instaurado en su lugar un régimen demo-liberal.
Pero,
para que la revolución demo-liberal haya tenido estos efectos, dos premisas han
sido necesarias: la existencia de una burguesía consciente de los fines y los
intereses de su acción y la existencia de un estado de ánimo revolucionario en
la clase campesina y, sobre todo, su reivindicación del derecho a la tierra en
términos incompatibles con el poder de la aristocracia terrateniente. En el
Perú, menos todavía que en otros países de América, la revolución de la
independencia no respondía a estas premisas. La revolución había triunfado por
la obligada solidaridad continental de los pueblos que se rebelaban contra el
dominio de España y porque las circunstancias políticas y económicas del mundo
trabajaban a su favor. El nacionalismo continental de los revolucionarios
hispanoamericanos se juntaba a esa mancomunidad forzosa de sus destinos, para
nivelar a los pueblos más avanzados en su marcha al capitalismo con los más
retrasados en la misma vía.
Estudiando
la revolución argentina y por ende, la americana, Echeverría clasifica las
clases en la siguiente forma: "La sociedad americana -dice- estaba
dividida en tres clases opuestas en intereses, sin vínculo alguno de
sociabilidad moral y política. Componían la primera los togados, el clero y los
mandones; la segunda los enriquecidos por el monopolio y el capricho de la
fortuna; la tercera los villanos, llamados 'gauchos' y 'compadritos' en el Río
de la Plata, 'cholos' en el Perú, 'rotos' en Chile, 'leperos' en México. Las
castas indígenas y africanas eran esclavas y tenían una existencia extra social.
La primera gozaba sin producir y tenía el poder y fuero del hidalgo. Era la
aristocracia compuesta en su mayor parte de españoles y de muy pocos americanos.
La segunda gozaba, ejerciendo tranquilamente su industria o comercio, era la
clase media que se sentaba en los cabildos; la tercera, única productora por el
trabajo manual, se componía de artesanos y proletarios de todo género. Los
descendientes americanos de las dos primeras clases que recibían alguna
educación en América o en la Península, fueron los que levantaron el estandarte
de la revolución".
La
revolución americana, en vez del conflicto entre la nobleza terrateniente y la
burguesía comerciante, produjo en muchos casos su colaboración, ya por la
impregnación de ideas liberales que acusaba la aristocracia, ya porque ésta en
muchos casos no veía en esa revolución sino un movimiento de emancipación de la
corona de España. La población campesina, que en el Perú era indígena, no tenía
en la revolución una presencia directa, activa. El programa revolucionario no
representaba sus reivindicaciones.
Mas este
programa se inspiraba en el ideario liberal. La revolución no podía prescindir
de principios que consideraban existentes reivindicaciones agrarias, fundadas
en la necesidad práctica y en la justicia teórica de liberar el dominio de la
tierra de las trabas feudales. La República insertó en su estatuto estos
principios. El Perú no tenía una clase burguesa que los aplicase en armonía con
sus intereses económicos y su doctrina política y jurídica. Pero la República
-porque este era el curso y el mandato de la historia- debía constituirse sobre
principios liberales y burgueses. Sólo que las consecuencias prácticas de la
revolución en lo que se relacionaba con la propiedad agraria, no podían dejar
de detenerse en el límite que les fijaban los intereses de los grandes
propietarios.
Por esto,
la política de desvinculación de la propiedad agraria, impuesta por los
fundamentos políticos de la República, no atacó al latifundio. Y -aunque en
compensación las nuevas leyes ordenaban el reparto de tierras a los indígenas-
atacó, en cambio, en el nombre de los postulados liberales, a la
"comunidad".
Se
inauguró así un régimen que, cualesquiera que fuesen sus principios, empeoraba
en cierto grado la condición de los indígenas en vez de mejorarla. Y esto no
era culpa del ideario que inspiraba la nueva política y que, rectamente
aplicado, debía haber dado fin al dominio feudal de la tierra convirtiendo a
los indígenas en pequeños propietarios.
La nueva
política abolía formalmente las "mitas", encomiendas, etc. Comprendía
un conjunto de medidas que significaban la emancipación del indígena como
siervo. Pero como, de otro lado, dejaba intactos el poder y la fuerza de la
propiedad feudal, invalidaba sus propias medidas de protección de la pequeña
propiedad y del trabajador de la tierra.
La
aristocracia terrateniente, si no sus privilegios de principio, conservaba sus
posiciones de hecho. Seguía siendo en el Perú la clase dominante. La revolución
no había realmente elevado al poder a una nueva clase. La burguesía profesional
y comerciante era muy débil para gobernar. La abolición de la servidumbre no
pasaba, por esto, de ser una declaración teórica. Porque la revolución no había
tocado el latifundio. Y la servidumbre no es sino una de las caras de la
feudalidad, pero no la feudalidad misma.
POLÍTICA AGRARIA DE LA REPÚBLICA
Durante
el período de caudillaje militar que siguió a la revolución de la
independencia, no pudo lógicamente desarrollarse, ni esbozarse siquiera, una
política liberal sobre la propiedad agraria. El caudillaje militar era el
producto natural de un período revolucionario que no había podido crear una
nueva clase dirigente. El poder, dentro de esta situación, tenía que ser
ejercido por los militares de la revolución que, de un lado, gozaban del
prestigio marcial de sus laureles de guerra y, de otro lado, estaban en grado
de mantenerse en el gobierno por la fuerza de las armas. Por supuesto, el
caudillo no podía sustraerse al influjo de los intereses de clase o de las
fuerzas históricas en contraste. Se apoyaba en el liberalismo inconsistente y
retórico del demos urbano o el conservatismo colonialista de la casta
terrateniente. Se inspiraba en la clientela de tribunos y abogados de la
democracia citadina o de literatos y rectores de la aristocracia latifundista.
Porque, en el conflicto de intereses entre liberales y conservadores, faltaba una
directa y activa reivindicación campesina que obligase a los primeros a incluir
en su programa la redistribución de la propiedad agraria.
Este
problema básico habría sido advertido y apreciado de todos modos por un
estadista superior. Pero ninguno de nuestros caciques militares de este período
lo era.
El
caudillaje militar, por otra parte, parece orgánicamente incapaz de una reforma
de esta envergadura que requiere ante todo un avisado criterio jurídico y
económico. Sus violencias producen una atmósfera adversa a la experimentación
de los principios de un derecho y de una economía nueva. Vasconcelos observa a
este respecto lo siguiente: "En el orden económico es constantemente el
caudillo el principal sostén del latifundio. Aunque a veces se proclamen enemigos
de la propiedad, casi no hay caudillo que no remate en hacendado. Lo cierto es
que el poder militar trae fatalmente consigo el delito de apropiación exclusiva
de la tierra; llámese el soldado, caudillo, Rey o Emperador: despotismo y
latifundio son términos correlativos. Y es natural, los derechos económicos, lo
mismo que los políticos, sólo se pueden conservar y defender dentro de un
régimen de libertad. El absolutismo conduce fatalmente a la miseria de los
muchos y al boato y al abuso de los pocos. Sólo la democracia a pesar de todos
sus defectos ha podido acercarnos a las mejores realizaciones de la justicia
social, por lo menos la democracia antes de que degenere en los imperialismos
de las repúblicas demasiado prósperas que se ven rodeadas de pueblos en
decadencia. De todas maneras, entre nosotros el caudillo y el gobierno de los
militares han cooperado al desarrollo del latifundio. Un examen siquiera
superficial de los títulos de propiedad de nuestros grandes terratenientes,
bastaría para demostrar que casi todos deben su haber, en un principio, a la
merced de la Corona española, después a concesiones y favores ilegítimos
acordados a los generales influyentes de nuestras falsas repúblicas. Las
mercedes y las concesiones se han acordado, a cada paso, sin tener en cuenta
los derechos de poblaciones enteras de indígenas o de mestizos que carecieron
de fuerza para hacer valer su dominio".
Un nuevo
orden jurídico y económico no puede ser, en todo caso, la obra de un caudillo
sino de una clase. Cuando la clase existe, el caudillo funciona como su
intérprete y su fiduciario. No es ya su arbitrio personal, sino un conjunto de
intereses y necesidades colectivas lo que decide su política. El Perú carecía
de una clase burguesa capaz de organizar un Estado fuerte y apto. El
militarismo representaba un orden elemental y provisorio, que apenas dejase de
ser indispensable, tenía que ser sustituido por un orden más avanzado y
orgánico. No era posible que comprendiese ni considerase siquiera el problema
agrario. Problemas rudimentarios y momentáneos acaparaban su limitada acción.
Con Castilla rindió su máximo fruto el caudillaje militar. Su oportunismo
sagaz, su malicia aguda, su espíritu mal cultivado, su empirismo absoluto, no
le consintieron practicar hasta el fin una política liberal. Castilla se dio
cuenta de que los liberales de su tiempo constituían un cenáculo, una
agrupación, más no una clase. Esto le indujo a evitar con cautela todo acto
seriamente opuesto a los intereses y principios de la clase conservadora. Pero
los méritos de su política residen en lo que tuvo de reformadora y progresista.
Sus actos de mayor significación histórica, la abolición de la esclavitud de
los negros y de la contribución de indígenas, representan su actitud liberal.
Desde la
promulgación del Código Civil se entró en el Perú en un período de organización
gradual. Casi no hace falta remarcar que esto acusaba entre otras cosas la
decadencia del militarismo. El Código, inspirado en los mismos principios que
los primeros decretos de la República sobre la tierra, reforzaba y continuaba
la política de desvinculación y movilización de la propiedad agraria. Ugarte,
registrando las consecuencias de este progreso de la legislación nacional en lo
que concierne a la tierra, anota que el Código "confirmó la abolición
legal de las comunidades indígenas y de las vinculaciones de dominio; innovando
la legislación precedente, estableció la ocupación como uno de los modos de
adquirir los inmuebles sin dueño; en las reglas sobre sucesiones, trató de favorecer
la pequeña propiedad".
Francisco
García Calderón atribuye al Código Civil efectos que en verdad no tuvo o que,
por lo menos, no revistieron el alcance radical y absoluto que su optimismo les
asigna: "La constitución -escribe- había destruido los privilegios y la
ley civil dividía las propiedades y arruinaba la igualdad de derecho en las
familias. Las consecuencias de esta disposición eran, en el orden político, la
condenación de toda oligarquía, de toda aristocracia de los latifundios; en el
orden social, la ascensión de la burguesía y del mestizaje". "Bajo el
aspecto económico, la partición igualitaria de las sucesiones favoreció la
formación de la pequeña propiedad antes entrabada por los grandes dominios
señoriales".
Esto
estaba sin duda en la intención de los codificadores del derecho en el Perú.
Pero el Código Civil no es sino uno de los instrumentos de la política liberal
y de la práctica capitalista. Como lo reconoce Ugarte, en la legislación
peruana "se ve el propósito de favorecer la democratización de la
propiedad rural, pero por medios puramente negativos aboliendo las
trabas más bien que prestando a los agricultores una protección positiva".
En ninguna parte la división de la propiedad agraria, o mejor, su
redistribución, ha sido posible sin leyes especiales de expropiación que han
transferido el dominio del suelo a la clase que lo trabaja.
No
obstante el Código, la pequeña propiedad no ha prosperado en el Perú. Por el
contrario, el latifundio se ha consolidado y extendido. Y la propiedad de la
comunidad indígena ha sido la única que ha sufrido las consecuencias de este
liberalismo deformado.
LA GRAN PROPIEDAD Y EL PODER POLÍTICO
Los dos
factores que se opusieron a que la revolución de la independencia planteara y
abordara en el Perú el problema agrario -extrema insipiencia de la burguesía
urbana y situación extra social, como la define Echeverría, de los indígenas-,
impidieron más tarde que los gobiernos de la República desarrollasen una
política dirigida en alguna forma a una distribución menos desigual e injusta
de la tierra.
Durante
el período del caudillaje militar, en vez de fortalecerse el demos urbano, se
robusteció la aristocracia latifundista. En poder de extranjeros el comercio y
la finanza, no era posible económicamente el surgimiento de una vigorosa
burguesía urbana. La educación española, extraña radicalmente a los fines y
necesidades del industrialismo y del capitalismo, no preparaba comerciantes ni
técnicos sino abogados, literatos, teólogos, etc. Estos, a menos de sentir una
especial vocación por el jacobinismo o la demagogia, tenían que constituir la
clientela de la casta propietaria. El capital comercial, casi exclusivamente
extranjero, no podía a su vez hacer otra cosa que entenderse y asociarse con
esta aristocracia que, por otra parte, tácita o explícitamente, conservaba su
predominio político. Fue así como la aristocracia terrateniente y sus ralliés
resultaron usufructuarios de la política fiscal y de la explotación del guano y
del salitre. Fue así también como esta casta, forzada por su rol económico,
asumió en el Perú la función de clase burguesa, aunque sin perder sus resabios
y prejuicios coloniales y aristocráticos. Fue así, en fin, como las categorías
burguesas urbanas -profesionales, comerciantes- concluyeron por ser absorbidas
por el civilismo.
El poder
de esta clase -civilistas o "neogodos"- procedía en buena cuenta de
la propiedad de la tierra. En los primeros años de la Independencia, no era
precisamente una clase de capitalistas sino una clase de propietarios. Su
condición de clase propietaria -y no de clase ilustrada- le había consentido
solidarizar sus intereses con los de los comerciantes y prestamistas
extranjeros y traficar a este título con el Estado y la riqueza pública. La
propiedad de la tierra, debida al Virreinato, le había dado bajo la República
la posesión del capital comercial. Los privilegios de la Colonia habían
engendrado los privilegios de la República.
Era, por
consiguiente, natural e instintivo en esta clase el criterio más conservador
respecto al dominio de la tierra. La subsistencia de la condición extra social
de los indígenas, de otro lado, no oponía a los intereses feudales del latifundismo
las reivindicaciones de masas campesinas conscientes.
Estos han
sido los factores principales del mantenimiento y desarrollo de la gran
propiedad. El liberalismo de la legislación republicana, inerte ante la
propiedad feudal, se sentía activo sólo ante la propiedad comunitaria. Si no
podía nada contra el latifundio, podía mucho contra la "comunidad".
En un pueblo de tradición comunista, disolver la "comunidad" no
servía a crear la pequeña propiedad. No se transforma artificialmente a una
sociedad. Menos aún a una sociedad campesina, profundamente adherida a su
tradición y a sus instituciones jurídicas. El individualismo no ha tenido su
origen en ningún país ni en la Constitución del Estado ni en el Código Civil.
Su formación ha tenido siempre un proceso a la vez más complicado y más espontáneo.
Destruir las comunidades no significaba convertir a los indígenas en pequeños
propietarios y ni siquiera en asalariados libres, sino entregar sus tierras a
los gamonales y a su clientela. El latifundista encontraba así, más fácilmente,
el modo de vincular el indígena al latifundio.
Se
pretende que el resorte de la concentración de la propiedad agraria en la costa
ha sido la necesidad de los propietarios de disponer pacíficamente de
suficiente cantidad de agua. La agricultura de riego, en valles formados por
ríos de escaso caudal, ha determinado, según esta tesis, el florecimiento de la
gran propiedad y el sofocamiento de la media y la pequeña. Pero esta es una
tesis especiosa y sólo en mínima parte exacta. Porque la razón técnica o
material que sobreestima, únicamente influye en la concentración de la
propiedad desde que se han establecido y desarrollado en la costa vastos
cultivos industriales. Antes de que estos prosperaran, antes de que la
agricultura de la costa adquiriera una organización capitalista, el móvil de
los riegos era demasiado débil para decidir la concentración de la propiedad.
Es cierto que la escasez de las aguas de regadío, por las dificultades de su
distribución entre múltiples regantes, favorece a la gran propiedad. Mas no es
cierto que ésta sea el origen de que la propiedad no se haya subdividido. Los
orígenes del latifundio costeño se remontan al régimen colonial. La
despoblación de la costa, a consecuencia de la práctica colonial, he ahí, a la
vez que una de las consecuencias, una de las razones del régimen de gran
propiedad. El problema de los brazos, el único que ha sentido el terrateniente
costeño, tiene todas sus raíces en el latifundio. Los terratenientes quisieron
resolverlo con el esclavo negro en los tiempos de la colonia, con el culi chino
en los de la república. Vano empeño. No se puebla ya la tierra con esclavos. Y
sobre todo no se la fecunda. Debido a su política, los grandes propietarios
tienen en la costa toda la tierra que se puede poseer; pero en cambio no tienen
hombres bastantes para vivificarla y explotarla. Esta es la defensa de la gran
propiedad. Mas es también su miseria y su tara.
La
situación agraria de la sierra demuestra, por otra parte, lo artificioso de la
tesis ante citada. En la sierra no existe el problema del agua. Las lluvias
abundantes permiten, al latifundista como al comunero, los mismos cultivos. Sin
embargo, también en la sierra se constata el fenómeno de concentración de la
propiedad agraria. Este hecho prueba el carácter esencialmente político-social
de la cuestión.
El
desarrollo de cultivos industriales, de una agricultura de exportación, en las
haciendas de la costa, aparece íntegramente subordinado a la colonización
económica de los países de América Latina por el capitalismo occidental. Los
comerciantes y prestamistas británicos se interesaron por la explotación de
estas tierras cuando comprobaron la posibilidad de dedicarlas con ventaja a la
producción de azúcar primero y de algodón después. Las hipotecas de la
propiedad agraria las colocaban, en buena parte, desde época muy lejana, bajo
el control de las firmas extranjeras. Los hacendados, deudores a los
comerciantes, prestamistas extranjeros, servían de intermediarios, casi de
yanacones, al capitalismo anglosajón para asegurarle la explotación de campos
cultivados a un costo mínimo por braceros esclavizados y miserables, curvados
sobre la tierra bajo el látigo de los "negreros" coloniales.
Pero en
la costa el latifundio ha alcanzado un grado más o menos avanzado de técnica
capitalista, aunque su explotación repose aún sobre prácticas y principios
feudales. Los coeficientes de producción de algodón y caña corresponden al
sistema capitalista. Las empresas cuentan con capitales poderosos y las tierras
son trabajadas con máquinas y procedimientos modernos. Para el beneficio de los
productos funcionan poderosas plantas industriales. Mientras tanto, en la
sierra las cifras de producción de las tierras de latifundio no son
generalmente mayores a las de tierras de la comunidad. Y, si la justificación
de un sistema de producción está en sus resultados, como lo quiere un criterio
económico objetivo, este solo dato condena en la sierra de manera irremediable
el régimen de propiedad agraria.
LA "COMUNIDAD"
BAJO LA REPÚBLICA
Hemos
visto ya cómo el liberalismo formal de la legislación republicana no se ha
mostrado activo sino frente a la "comunidad" indígena. Puede decirse
que el concepto de propiedad individual casi ha tenido una función antisocial
en la República a causa de su conflicto con la subsistencia de la
"comunidad". En efecto, si la disolución y expropiación de ésta
hubiese sido decretada y realizada por un capitalismo en vigoroso y autónomo
crecimiento, habría aparecido como una imposición del progreso económico. El
indio entonces habría pasado de un régimen mixto de comunismo y servidumbre a
un régimen de salario libre. Este cambio lo habría desnaturalizado un poco;
pero lo habría puesto en grado de organizarse y emanciparse como clase, por la
vía de los demás proletariados del mundo. En tanto, la expropiación y absorción
graduales de la "comunidad" por el latifundismo, de un lado lo hundía
más en la servidumbre y de otro destruía la institución económica y jurídica
que salvaguardaba en parte el espíritu y la materia de su antigua civilización.
Durante
el período republicano, los escritores y legisladores nacionales han mostrado
una tendencia más o menos uniforme a condenar la "comunidad" como un
rezago de una sociedad primitiva o como una supervivencia de la organización
colonial. Esta actitud ha respondido en unos casos al interés del gamonalismo
terrateniente y en otros al pensamiento individualista y liberal que dominaba
automáticamente una cultura demasiado verbalista y estática.
Un
estudio del doctor M. V. Villarán, uno de los intelectuales que con más aptitud
crítica y mayor coherencia doctrinal representa este pensamiento en nuestra
primera centuria, señaló el principio de una revisión prudente de sus
conclusiones respecto a la "comunidad" indígena. El doctor Villarán
mantenía teóricamente su posición liberal, propugnando en principio la
individualización de la propiedad, pero prácticamente aceptaba la protección de
las comunidades contra el latifundismo, reconociéndoles una función a la que el
Estado debía su tutela.
Más la
primera defensa orgánica y documentada de la comunidad indígena tenía que
inspirarse en el pensamiento socialista y reposar en un estudio concreto de su
naturaleza, efectuado conforme a los métodos de investigación de la sociología
y la economía modernas. El libro de Hildebrando Castro Pozo, Nuestra
Comunidad Indígena, así lo comprueba. Castro Pozo, en este interesante
estudio, se presenta exento de preconceptos liberales. Esto le permite abordar
el problema de la "comunidad" con una mente apta para valorarla y
entenderla. Castro Pozo, no sólo nos descubre que la "comunidad"
indígena, mal gradó los ataques del formalismo liberal puesto al servicio de un
régimen de feudalidad, es todavía un organismo viviente, sino que, a pesar del medio
hostil dentro del cual vegeta sofocada y deformada, manifiesta espontáneamente
evidentes posibilidades de evolución y desarrollo.
Sostiene
Castro Pozo, que "el ayllu o comunidad, ha conservado su natural
idiosincrasia, su carácter de institución casi familiar en cuyo seno
continuaron subsistentes, después de la conquista, sus principales factores
constitutivos".
En esto
se presenta, pues, de acuerdo con Valcárcel, cuyas proposiciones respecto del
ayllu, parecen a algunos excesivamente dominadas por su ideal de resurgimiento
indígena.
¿Qué son
y cómo funcionan las "comunidades" actualmente? Castro Pozo cree que
se les puede distinguir conforme a la siguiente clasificación: "Primero.p;Comunidades
agrícolas; Segundo.p; Comunidades agrícolas ganaderas; Tercero.p; Comunidades
de pastos y aguas; y Cuarto.p; Comunidades de usufructuación. Debiendo tenerse
en cuenta que en un país como el nuestro, donde una misma institución adquiere
diversos caracteres, según el medio en que se ha desarrollado, ningún tipo de
los que en esta clasificación se presume se encuentra en la realidad, tan
preciso y distinto de los otros que, por sí solo, pudiera objetivarse en un
modelo. Todo lo contrario, en el primer tipo de las comunidades agrícolas se
encuentran caracteres correspondientes a los otros y en éstos, algunos
concernientes a aquél; pero como el conjunto de factores externos ha impuesto a
cada uno de estos grupos un determinado género de vida en sus costumbres, usos
y sistemas de trabajo, en sus propiedades e industrias, priman los caracteres
agrícolas, ganaderos, ganaderos en pastos y aguas comunales o sólo los dos
últimos y los de falta absoluta o relativa de propiedad de las tierras y la
usufructuación de éstas por el "ayllu" que, indudablemente, fue su
único propietario".
Estas
diferencias se han venido elaborando no por evolución o degeneración natural de
la antigua "comunidad", sino al influjo de una legislación dirigida a
la individualización de la propiedad y, sobre todo, por efecto de la
expropiación de las tierras comunales en favor del latifundismo. Demuestran,
por ende, la vitalidad del comunismo indígena que impulsa invariablemente a los
aborígenes a variadas formas de cooperación y asociación. El indio, a pesar de
las leyes de cien años de régimen republicano, no se ha hecho individualista. Y
esto no proviene de qué sea refractario al progreso como pretende el simplismo
de sus interesados detractores. Depende, más bien, de que el individualismo,
bajo un régimen feudal, no encuentra las condiciones necesarias para afirmarse
y desarrollarse. El comunismo, en cambio, ha seguido siendo para el indio su
única defensa. El individualismo no puede prosperar, y ni siquiera existe
efectivamente, sino dentro de un régimen de libre concurrencia. Y el indio no
se ha sentido nunca menos libre que cuando se ha sentido solo.
Por esto,
en las aldeas indígenas donde se agrupan familias entre las cuales se han
extinguido los vínculos del patrimonio y del trabajo comunitarios, subsisten
aún, robustos y tenaces, hábitos de cooperación y solidaridad que son la
expresión empírica de un espíritu comunista. La comunidad corresponde a este
espíritu. Es su órgano. Cuando la expropiación y el reparto parecen liquidar la
comunidad, el socialismo indígena encuentra siempre el medio de rehacerla,
mantenerla o subrogarla. El trabajo y la propiedad en común son reemplazados
por la cooperación en el trabajo individual. Como escribe Castro Pozo: "la
costumbre ha quedado reducida a las "mingas" o reuniones de todo el
ayllu para hacer gratuitamente un trabajo en el cerco, acequia o casa de algún
comunero, el cual quehacer efectúan al son de arpas y violines, consumiendo
algunas arrobas de aguardientes de caña, cajetillas de cigarros y mascadas de
coca". Estas costumbres han llevado a los indígenas a la práctica
-incipiente y rudimentaria por supuesto- del contrato colectivo de trabajo, más
bien que del contrato individual. No son los individuos aislados los que
alquilan su trabajo a un propietario o contratista; son mancomunadamente todos
los hombres útiles de la "parcialidad".
LA "COMUNIDAD"
Y EL LATIFUNDIO
La
defensa de la "comunidad" indígena no reposa en principios abstractos
de justicia ni en sentimentales consideraciones tradicionalistas, sino en
razones concretas y prácticas de orden económico y social. La propiedad comunal
no representa en el Perú una economía primitiva a la que haya reemplazado
gradualmente una economía progresiva fundada de la propiedad individual. No;
las comunidades han sido despojadas de sus tierras en provecho del latifundio
feudal o semifeudal, constitucionalmente incapaz de progreso técnico.
En la
costa, el latifundio ha evolucionado desde el punto de vista de los cultivos-,
de la rutina feudal a la técnica capitalista, mientras la comunidad indígena ha
desaparecido como explotación comunista de la tierra. Pero en la sierra, el
latifundio ha conservado íntegramente su carácter feudal, oponiendo una
resistencia mucho mayor que la "comunidad" al desenvolvimiento de la
economía capitalista. La "comunidad", en efecto, cuando se ha
articulado, por el paso de un ferrocarril, con el sistema comercial y las vías
de transporte centrales, ha llegado a transformarse espontáneamente, en una
cooperativa. Castro Pozo, que como jefe de la sección de asuntos indígenas del
Ministerio de Fomento acopió abundantes datos sobre la vida de las comunidades,
señala y destaca el sugestivo caso de la parcialidad de Muquiyauyo, de la cual
dice que presenta los caracteres de las cooperativas de producción, consumo y
crédito. "Dueña de una magnífica instalación o planta eléctrica en las
orillas del Mantaro, por medio de la cual proporciona luz y fuerza motriz, para
pequeñas industrias a los distritos de Jauja, Concepción, Mito, Muqui, Sincos,
Huaripampa y Muquiyauyo, se ha transformado en la institución comunal por
excelencia; en la que no se han relajado sus costumbres indígenas, y antes bien
han aprovechado de ellas para llevar a cabo la obra de la empresa; han sabido
disponer del dinero que poseían empleándolo en la adquisición de las grandes
maquinarias y ahorrado el valor de la mano de obra que la parcialidad ha
ejecutado, lo mismo que si se tratara de la construcción de un edificio
comunal: por mingas en las que hasta las mujeres y niños han sido elementos
útiles en el acarreo de los materiales de construcción".
La
comparación de la "comunidad" y el latifundio como empresa de
producción agrícola, es desfavorable para el latifundio. Dentro del régimen
capitalista, la gran propiedad sustituye y desaloja a la pequeña propiedad
agrícola por su aptitud para intensificar la producción mediante el empleo de
una técnica avanzada de cultivo. La industrialización de la agricultura, trae
aparejada la concentración de la propiedad agraria. La gran propiedad aparece
entonces justificada por el interés de la producción, identificado,
teóricamente por lo menos, con el interés de la sociedad. Pero el latifundio no
tiene el mismo efecto, ni responde, por consiguiente, a una necesidad
económica. Salvo los casos de las haciendas de caña -que se dedican a la
producción de aguardiente con destino a la intoxicación y embrutecimiento del
campesino indígena-, los cultivos de los latifundios serranos son generalmente
los mismos de las comunidades. Y las cifras de la producción no difieren. La
falta de estadística agrícola no permite establecer con exactitud las
diferencias parciales; pero todos los datos disponibles autorizan a sostener
que los rendimientos de los cultivos de las comunidades, no son, en su
promedio, inferiores a los cultivos de los latifundios. La única estadística de
producción de la sierra, la del trigo, sufraga esta conclusión. Castro Pozo,
resumiendo los datos de esta estadística en 19171918, escribe lo siguiente:
"La cosecha resultó, término medio, en 450 y 580 kilos por cada hectárea
para la propiedad comunal e individual, respectivamente. Si se tiene en cuenta
que las mejores tierras de producción han pasado a poder de los terratenientes,
pues la lucha por aquéllas en los departamentos del Sur ha llegado hasta el
extremo de eliminar al poseedor indígena por la violencia o masacrándolo, y que
la ignorancia del comunero lo lleva de preferencia a ocultar los datos exactos
relativos al monto de la cosecha, disminuyéndola por temor de nuevos impuestos
o exacciones de parte de las autoridades políticas subalternas o recaudadores
de éstos; se colegirá fácilmente que la diferencia en la producción por
hectárea a favor del bien de la propiedad individual no es exacta y que
razonablemente, se la debe dar por no existente, por cuanto los medios de
producción y de cultivo, en una y otras propiedades, son idénticos".
En la
Rusia feudal del siglo pasado, el latifundio tenía rendimientos mayores que los
de la pequeña propiedad. Las cifras en hectolitros y por hectárea eran las
siguientes: para el centeno: 11.5 contra 9.4; para el trigo: 11 contra 9.1; para
la avena: 15.4 contra 12.7; para la cebada: 11.5 contra 10.5; para
las patatas: 92.3 contra 72.
El
latifundio de la sierra peruana resulta, pues, por debajo del execrado
latifundio de la Rusia zarista como factor de producción.
La
"comunidad", en cambio, de una parte acusa capacidad efectiva de
desarrollo y transformación y de otra parte se presenta como un sistema de
producción que mantiene vivos en el indio los estímulos morales necesarios para
su máximo rendimiento como trabajador. Castro Pozo hace una observación muy
justa cuando escribe que "la comunidad indígena conserva dos grandes
principios económico sociales que hasta el presente ni la ciencia sociológica ni
el empirismo de los grandes industrialistas han podido resolver
satisfactoriamente: el contrato múltiple del trabajo y la realización de éste
con menor desgaste fisiológico y en un ambiente de agradabilidad, emulación y
compañerismo".
Disolviendo
o relajando la "comunidad", el régimen del latifundio feudal, no sólo
ha atacado una institución económica sino también, y sobre todo, una
institución social que defiende la tradición indígena, que conserva la función
de la familia campesina y que traduce ese sentimiento jurídico popular al que
tan alto valor asignan Proudhon y Sorel.
EL RÉGIMEN DE
TRABAJO.
-SERVIDUMBRE Y SALARIADO
El
régimen de trabajo está determinado principalmente, en la agricultura, por el
régimen de propiedad. No es posible, por tanto, sorprenderse de que en la misma
medida en que sobrevive en el Perú el latifundio feudal, sobreviva también,
bajo diversas formas y con distintos nombres, la servidumbre. La diferencia
entre la agricultura de la costa y la agricultura de la sierra, aparece menor
en lo que concierne al trabajo que en lo que respecta a la técnica. La agricultura
de la costa ha evolucionado con más o menos prontitud hacia una técnica
capitalista en el cultivo del suelo y la transformación y comercio de los
productos. Pero, en cambio, se ha mantenido demasiado estacionaria en su
criterio y conducta respecto al trabajo. Acerca del trabajador, el latifundio
colonial no ha renunciado a sus hábitos feudales sino cuando las circunstancias
se lo han exigido de modo perentorio.
Este
fenómeno se explica, no sólo por el hecho de haber conservado la propiedad de
la tierra los antiguos señores feudales, que han adoptado, como intermediarios
del capital extranjero, la práctica, más no el espíritu del capitalismo
moderno. Se explica además por la mentalidad colonial de esta casta de
propietarios, acostumbrados a considerar el trabajo con el criterio de
esclavistas y "negreros". En Europa, el señor feudal encarnaba, hasta
cierto punto, la primitiva tradición patriarcal, de suerte que respecto de sus
siervos se sentía naturalmente superior, pero no étnica ni nacionalmente diverso.
Al propio terrateniente aristócrata de Europa le ha sido dable aceptar un nuevo
concepto y una nueva práctica en sus relaciones con el trabajador de la tierra.
En la América colonial, mientras tanto, se ha opuesto a esta evolución, la
orgullosa y arraigada convicción del blanco, de la inferioridad de los hombres
de color.
En la
costa peruana el trabajador de la tierra, cuando no ha sido el indio, ha sido
el negro esclavo, el culi chino, mirados, si cabe, con mayor desprecio. En el
latifundista costeño, han actuado a la vez los sentimientos del aristócrata
medioeval y del colonizador blanco, saturados de prejuicios de raza.
El
yanaconazgo y el "enganche" no son la única expresión de la
subsistencia de métodos más o menos feudales en la agricultura costeña. El
ambiente de la hacienda se mantiene íntegramente señorial. Las leyes del Estado
no son válidas en el latifundio, mientras no obtienen el consenso tácito o
formal de los grandes propietarios. La autoridad de los funcionarios políticos
o administrativos, se encuentra de hecho sometida a la autoridad del
terrateniente en el territorio de su dominio. Este considera prácticamente a su
latifundio fuera de la potestad del Estado, sin preocuparse mínimamente de los
derechos civiles de la población que vive dentro de los confines de su
propiedad. Cobra arbitrios, otorga monopolios, establece sanciones contrarias
siempre a la libertad de los braceros y de sus familias. Los transportes, los
negocios y hasta las costumbres están sujetos al control del propietario dentro
de la hacienda. Y con frecuencia las rancherías que alojan a la población
obrera, no difieren grandemente de los galpones que albergaban a la población
esclava.
Los
grandes propietarios costeños no tienen legalmente este orden de derechos
feudales o semifeudales; pero su condición de clase dominante y el
acaparamiento ilimitado de la propiedad de la tierra en un territorio sin
industrias y sin transportes les permite prácticamente un poder casi
incontrolable. Mediante el "enganche" y el yanaconazgo, los grandes
propietarios resisten al establecimiento del régimen del salario libre,
funcionalmente necesario en una economía liberal y capitalista. El
"enganche", que priva al bracero del derecho de disponer de su
persona y su trabajo, mientras no satisfaga las obligaciones contraídas con el
propietario, desciende inequívocamente del tráfico semiesclavista de culis; el
"yanaconazgo" es una variedad del sistema de servidumbre a través del
cual se ha prolongado la feudalidad hasta nuestra edad capitalista en los
pueblos política y económicamente retardados. El sistema peruano del
yanaconazgo se identifica, por ejemplo, con el sistema ruso del polovnischestvo
dentro del cual los frutos de la tierra, en unos casos, se dividían en partes
iguales entre el propietario y el campesino y en otros casos este último no
recibía sino una tercera parte.
La escasa
población de la costa representa para las empresas agrícolas una constante
amenaza de carencia o insuficiencia de brazos. El yanaconazgo vincula a la
tierra a la poca población regnícola, que sin esta mínima garantía de usufructo
de tierra, tendería a disminuir y emigrar. El "enganche" asegura a la
agricultura de la costa el concurso de los braceros de la sierra que, si bien
encuentran en las haciendas costeñas un suelo y un medio extraño, obtienen al
menos un trabajo mejor remunerado.
Esto
indica que, a pesar de todo y aunque no sea sino aparente o
parcialmente, la situación del bracero en los fundos de la costa es mejor
que en los feudos de la sierra, donde el feudalismo mantiene intacta su
omnipotencia. Los terratenientes costeños se ven obligados a admitir, aunque
sea restringido y atenuado, el régimen del salario y del trabajo libres. El
carácter capitalista de sus empresas los constriñe a la concurrencia. El bracero
conserva, aunque sólo sea relativamente, su libertad de emigrar así como de
rehusar su fuerza de trabajo al patrón que lo oprime demasiado. La vecindad de
puertos y ciudades; la conexión con las vías modernas de tráfico y comercio,
ofrecen, de otro lado, al bracero, la posibilidad de escapar a su destino rural
y de ensayar otro medio de ganar su subsistencia.
Si la
agricultura de la costa hubiera tenido otro carácter, más progresista, más
capitalista, habría tendido a resolver de manera lógica, el problema de los
brazos sobre el cual tanto se ha declamado. Propietarios más avisados, se
habrían dado cuenta de que, tal como funciona hasta ahora, el latifundio es un
agente de despoblación y de que, por consiguiente, el problema de los brazos
constituye una de sus más claras y lógicas consecuencias.
En la
misma medida en que progresa en la agricultura de la costa la técnica
capitalista, el salariado reemplaza al yanaconazgo. El cultivo científico
-empleo de máquinas, abonos, etc.- no se aviene con un régimen de trabajo
peculiar de una agricultura rutinaria y primitiva. Pero el factor demográfico
-el "problema de los brazos"-, opone una resistencia seria a este
proceso de desarrollo capitalista. El yanaconazgo y sus variedades sirven para
mantener en los valles una base demográfica que garantice a las negociaciones
el mínimo de brazos necesarios para las labores permanentes. El jornalero
inmigrante no ofrece las mismas seguridades de continuidad en el trabajo que el
colono nativo o el yanacón regnícola. Este último representa, además, el
arraigo de una familia campesina, cuyos hijos mayores se encontrarán más o
menos forzados a alquilar sus brazos al hacendado.
La
constatación de este hecho, conduce ahora a los propios grandes propietarios a
considerar la conveniencia de establecer muy gradual y prudentemente, sin
sombra de ataque a sus intereses, colonias o núcleos de pequeños propietarios.
Una parte de las tierras irrigadas en el Imperial han sido reservadas así a la
pequeña propiedad. Hay el propósito de aplicar el mismo principio en las otras
zonas donde se realizan trabajos de irrigación. Un rico propietario inteligente
y experimentado que conversaba conmigo últimamente, me decía que la existencia
de la pequeña propiedad, al lado de la gran propiedad, era indispensable a la
formación de una población rural, sin la cual la explotación de la tierra,
estaría siempre a merced de las posibilidades de la inmigración o del
"enganche". El programa de la Compañía de Subdivisión Agraria, es
otra de las expresiones de una política agraria tendiente al establecimiento paulatino de la pequeña propiedad.
Pero,
como esta política evita sistemáticamente la expropiación, o, más precisamente,
la expropiación en vasta escala por el Estado, por razón de utilidad pública o
justicia distributiva, y sus restringidas posibilidades de desenvolvimiento,
están por el momento circunscritas a pocos valles, no resulta probable que la
pequeña propiedad reemplace oportuna y ampliamente al yanaconazgo en su función
demográfica. En los valles a los cuales el "enganche" de braceros de
la sierra no sea capaz de abastecer de brazos, en condiciones ventajosas para
los hacendados, el yanaconazgo subsistirá, pues, por algún tiempo, en sus
diversas variedades, junto con el salariado.
Las
formas de yanaconazgo, aparcería o arrendamiento, varían en la costa y en la
sierra según las regiones, los usos o los cultivos. Tienen también diversos
nombres. Pero en su misma variedad se identifican en general con los métodos
pre capitalistas de explotación de la tierra observados en otros países de
agricultura semifeudal. Verbigracia, en la Rusia zarista. El sistema del otrabotki
ruso presentaba todas las variedades del arrendamiento por trabajo, dinero o
frutos existentes en el Perú. Para comprobarlo no hay sino que leer lo que
acerca de ese sistema escribe Schkaff en su documentado libro sobre la cuestión
agraria en Rusia: "Entre el antiguo trabajo servil en que la violencia o
la coacción juegan un rol tan grande y el trabajo libre en que la única
coacción que subsiste es una coacción puramente económica, aparece todo un
sistema transitorio de formas extremadamente variadas que unen los rasgos de la
barchtchina y del salariado. El salario es pagado sea en dinero en caso
de locación de servicios, sea en productos, sea en tierra; en este último caso
(otrabotki en el sentido estricto de la palabra) el propietario presta
su tierra al campesino a guisa de salario por el trabajo efectuado por éste en
los campos señoriales". "El pago del trabajo, en el sistema de otrabotki,
es siempre inferior al salario de libre alquiler capitalista. La retribución en
productos hace a los propietarios más independientes de las variaciones de
precios observadas en los mercados del trigo y del trabajo. Encuentran en los
campesinos de su vecindad una mano de obra más barata y gozan así de un
verdadero monopolio local". "El arrendamiento pagado por el campesino
reviste formas diversas: a veces, además de su trabajo, el campesino debe dar
dinero y productos. Por una deciatina que recibirá, se comprometerá a trabajar
una y media deciatina de tierra señorial, a dar diez huevos y una gallina.
Entregará también el estiércol de su ganado, pues todo, hasta el estiércol, se
vuelve objeto de pago. Frecuentemente aún el campesino se obliga 'a hacer todo
lo que exigirá el propietario', a transportar las cosechas, a cortar
la leña, a cargar los fardos".
En la
agricultura de la sierra se encuentran particular y exactamente estos rasgos de
propiedad y trabajo feudales. El régimen del salario libre no se ha
desarrollado ahí. El hacendado no se preocupa de la productividad de las
tierras. Sólo se preocupa de su rentabilidad. Los factores de la producción se
reducen para él casi únicamente a dos: la tierra y el indio. La propiedad de la
tierra le permite explotar ilimitadamente la fuerza de trabajo del indio. La
usura practicada sobre esta fuerza de trabajo -que se traduce en la miseria del
indio-, se suma a la renta de la tierra, calculada al tipo usual de
arrendamiento. El hacendado se reserva las mejores tierras y reparte las menos
productivas entre sus braceros indios, quienes se obligan a trabajar de
preferencia y gratuitamente las primeras y a contentarse para su sustento con
los frutos de las segundas. El arrendamiento del suelo es pagado por el indio
en trabajo o frutos, muy rara vez en dinero (por ser la fuerza del indio lo que
mayor valor tiene para el propietario), más comúnmente en formas combinadas o
mixtas. Un estudio del doctor Ponce de León, de la Universidad del Cuzco, que
entre otros informes tengo a la vista, y que revista con documentación de
primera mano todas las variedades de arrendamiento y yanaconazgo en ese vasto
departamento, presenta un cuadro bastante objetivo -a pesar de las conclusiones
del autor, respetuosas a los privilegios de los propietarios- de la explotación
feudal. He aquí algunas de sus constataciones: "En la provincia de
Paucartambo el propietario concede el uso de sus terrenos a un grupo de
indígenas con la condición de que hagan todo el trabajo que requiere el cultivo
de los terrenos de la hacienda, que se ha reservado el dueño o patrón.
Generalmente trabajan tres días alternativos por semana durante todo el año.
Tienen además los arrendatarios o 'yanaconas' como se les llama en esta
provincia, la obligación de acarrear en sus propias bestias la cosecha del
hacendado a esta ciudad sin remuneración; y la de servir de pongos en la misma
hacienda o más comúnmente en el Cuzco, donde preferentemente residen los
propietarios". "Cosa igual ocurre en Chumbivilcas. Los arrendatarios
cultivan la extensión que pueden, debiendo en cambio trabajar para el patrón
cuantas veces lo exija. Esta forma de arrendamiento puede simplificarse así: el
propietario propone al arrendatario: utiliza la extensión de terreno que
'puedas', con la condición de trabajar en mi provecho siempre que yo lo
necesite". "En la provincia de Anta el propietario cede el uso de sus
terrenos en las siguientes condiciones: el arrendatario pone de su parte el
capital (semilla, abonos) y el trabajo necesario para que el cultivo se realice
hasta sus últimos momentos (cosecha). Una vez concluido, el arrendatario y el
propietario se dividen por partes iguales todos los productos. Es decir que
cada uno de ellos recoge el 50 por ciento de la producción sin que el
propietario haya hecho otra cosa que ceder el uso de sus terrenos sin abonarlos
siquiera. Pero no es esto todo. El aparcero está obligado a concurrir
personalmente a los trabajos del propietario si bien con la remuneración
acostumbrada de 25 centavos diarios".
La
confrontación entre estos datos y los de Schkaff, basta para persuadir de que
ninguna de las sombrías faces de la propiedad y el trabajo pre capitalistas
falta en la sierra feudal.
"COLONIALISMO"
DE NUESTRA AGRICULTURA COSTEÑA
El grado
de desarrollo alcanzado por la industrialización de la agricultura, bajo un
régimen y una técnica capitalistas, en los valles de la costa, tiene su
principal factor en el interés del capital británico y norteamericano en la
producción peruana de azúcar y algodón. De la extensión de estos cultivos no es
un agente primario la aptitud industrial ni la capacidad capitalista de los
terratenientes. Estos dedican sus tierras a la producción de algodón y caña
financiada o habilitada por fuertes firmas exportadoras.
Las
mejores tierras de los valles de la costa están sembradas de algodón y caña, no
precisamente porque sean apropiadas sólo a estos cultivos, sino porque
únicamente ellos importan, en la actualidad, a los comerciantes ingleses y
yanquis. El crédito agrícola -subordinado absolutamente a los intereses de
estas firmas, mientras no se establezca el Banco Agrícola Nacional-, no impulsa
ningún otro cultivo. Los de frutos alimenticios, destinados al mercado interno,
están generalmente en manos de pequeños propietarios y arrendatarios. Sólo en
los valles de Lima, por la vecindad de mercados urbanos de importancia, existen
fundos extensos dedicados por sus propietarios a la producción de frutos
alimenticios. En las haciendas algodoneras o azucareras, no se cultiva estos
frutos, en muchos casos, ni en la medida necesaria para el abastecimiento de la
propia población rural.
El mismo
pequeño propietario, o pequeño arrendatario, se encuentra empujado al cultivo
del algodón por esta corriente que tan poco tiene en cuenta las necesidades
particulares de la economía nacional. El desplazamiento de los tradicionales
cultivos alimenticios por el del algodón en las campiñas de la costa donde
subsiste la pequeña propiedad, ha constituido una de las causas más visibles
del encarecimiento de las subsistencias en las poblaciones de la costa.
Casi
únicamente para el cultivo del algodón, el agricultor encuentra facilidades comerciales.
Las habilitaciones están reservadas, de arriba a abajo, casi exclusivamente al
algodonero. La producción de algodón no está regida por ningún criterio de
economía nacional. Se produce para el mercado mundial, sin un control que
prevea en el interés de esta economía, las posibles bajas de los precios
derivados de períodos de crisis industrial o de superproducción algodonera.
Un
ganadero me observaba últimamente que, mientras sobre una cosecha de algodón el
crédito que se puede conseguir no está limitado sino por las fluctuaciones de
los precios, sobre un rebaño o un criadero, el crédito es completamente
convencional o inseguro. Los ganaderos de la costa no pueden contar con
préstamos bancarios considerables para el desarrollo de sus negocios. En la
misma condición, están todos los agricultores que no pueden ofrecer como
garantía de sus empréstitos, cosechas de algodón o caña de azúcar.
Si las
necesidades del consumo nacional estuviesen satisfechas por la producción
agrícola del país, este fenómeno no tendría ciertamente tanto de artificial.
Pero no es así. El suelo del país no produce aún todo lo que la población
necesita para su subsistencia. El capítulo más alto de nuestras importaciones
es el de "víveres y especias": Lp. 3'620,235, en el año 1924. Esta
cifra, dentro de una importación total de dieciocho millones de libras,
denuncia uno de los problemas de nuestra economía. No es posible la supresión
de todas nuestras importaciones de víveres y especias, pero sí de sus más
fuertes renglones. El más grueso de todos es la importación de trigo y harina,
que en 1924 ascendió a más de doce millones de soles.
Un
interés urgente y claro de la economía peruana exige, desde hace mucho tiempo,
que el país produzca el trigo necesario para el pan de su población. Si este
objetivo hubiese sido alcanzado, el Perú no tendría ya que seguir pagando al
extranjero doce o más millones de soles al año por el trigo que consumen las
ciudades de la costa.
¿Por qué
no se ha resuelto este problema de nuestra economía? No es sólo porque el
Estado no se ha preocupado aún de hacer una política de subsistencias. Tampoco
es, repito, porque el cultivo de la caña y el de algodón son los más adecuados
al suelo y al clima de la costa. Uno solo de los valles, uno solo de los llanos
interandinos -que algunos kilómetros de ferrocarriles y caminos abrirían al
tráfico- puede abastecer superabundantemente de trigo, cebada, etc., a toda la
población del Perú. En la misma costa, los españoles cultivaron trigo en los
primeros tiempos de la colonia, hasta el cataclismo que mudó las condiciones
climáticas del litoral. No se estudió posteriormente, en forma científica y
orgánica, la posibilidad de establecer ese cultivo. Y el experimento practicado
en el Norte, en tierras del "Salamanca", demuestra que existen
variedades de trigo resistentes a las plagas que atacan en la costa este cereal
y que la pereza criolla, hasta este experimento, parecía haber
renunciado a vencer.
El
obstáculo, la resistencia a una solución, se encuentra en la estructura misma
de la economía peruana. La economía del Perú es una economía colonial. Su
movimiento, su desarrollo, están subordinados a los intereses y a las
necesidades de los mercados de Londres y de Nueva York. Estos mercados miran en
el Perú un depósito de materias primas y una plaza para sus manufacturas. La
agricultura peruana obtiene, por eso, créditos y transportes sólo para los
productos que puede ofrecer con ventaja en los grandes mercados. La finanza
extranjera se interesa un día por el caucho, otro día por el algodón, otro día
por el azúcar. El día en que Londres puede recibir un producto a mejor precio y
en cantidad suficiente de la India o del Egipto, abandona instantáneamente a su
propia suerte a sus proveedores del Perú. Nuestros latifundistas, nuestros terratenientes,
cualesquiera que sean las ilusiones que se hagan de su independencia, no actúan
en realidad sino como intermediarios o agentes del capitalismo extranjero.
PROPOSICIONES FINALES
A las
proposiciones fundamentales, expuestas ya en este estudio, sobre los aspectos
presentes de la cuestión agraria en el Perú, debo agregar las siguientes:
1º- El
carácter de la propiedad agraria en el Perú se presenta como una de las mayores
trabas del propio desarrollo del capitalismo nacional. Es muy elevado el
porcentaje de las tierras, explotadas por arrendatarios grandes o medios, que
pertenecen a terratenientes que jamás han manejado sus fundos. Estos
terratenientes, por completo extraños y ausentes de la agricultura y de sus
problemas, viven de su renta territorial sin dar ningún aporte de trabajo ni de
inteligencia a la actividad económica del país. Corresponden a la categoría del
aristócrata o del rentista, consumidor improductivo. Por sus hereditarios
derechos de propiedad perciben un arrendamiento que se puede considerar como un
canon feudal. El agricultor arrendatario corresponde, en cambio, con más o
menos propiedad, al tipo de jefe de empresa capitalista. Dentro de un verdadero
sistema capitalista, la plusvalía obtenida por su empresa, debería beneficiar a
este industrial y al capital que financiase sus trabajos. El dominio de la
tierra por una clase de rentistas, impone a la producción la pesada carga de
sostener una renta que no está sujeta a los eventuales descensos de los
productos agrícolas. El arrendamiento no encuentra, generalmente, en este
sistema, todos los estímulos indispensables para efectuar los trabajos de
perfecta valorización de las tierras y de sus cultivos e instalaciones. El
temor a un aumento de la locación, al vencimiento de su escritura, lo induce a
una gran parsimonia en las inversiones. La ambición del agricultor arrendatario
es, por supuesto, convertirse en propietario; pero su propio empeño contribuye
al encarecimiento de la propiedad agraria en provecho de los latifundistas. Las
condiciones incipientes del crédito agrícola en el Perú impiden una más intensa
expropiación capitalista de la tierra para esta clase de industriales. La
explotación capitalista e industrialista de la tierra, que requiere para su
libre y pleno desenvolvimiento la eliminación de todo canon feudal, avanza por
esto en nuestro país con suma lentitud. Hay aquí un problema, evidente no sólo
para un criterio socialista sino, también, para un criterio capitalista.
Formulando un principio que integra el programa agrario de la burguesía liberal
francesa, Edouard Herriot afirma que "la tierra exige la presencia real"
. No está demás remarcar que a este respecto el Occidente no aventaja por
cierto al Oriente, puesto que la ley mahometana establece, como lo observa Charles
Gide, que "la tierra pertenece al que la fecunda y vivifica".
2º- El
latifundismo subsistente en el Perú se acusa, de otro lado, como la más grave
barrera para la inmigración blanca. La inmigración que podemos esperar es, por
obvias razones, de campesinos provenientes de Italia, de Europa Central y de
los Balcanes. La población urbana occidental emigra en mucha menor escala y los
obreros industriales saben, además, que tienen muy poco que hacer en la América
Latina. Y bien. El campesino europeo no viene a América para trabajar como
bracero, sino en los casos en que el alto salario le consiente ahorrar
largamente. Y éste no es el caso del Perú. Ni el más miserable labrador de
Polonia o de Rumania aceptaría el tenor de vida de nuestros jornaleros de las
haciendas de caña o algodón. Su aspiración es devenir pequeño propietario. Para
que nuestros campos estén en grado de atraer esta inmigración es indispensable
que puedan brindarle tierras dotadas de viviendas, animales y herramientas y
comunicadas con ferrocarriles y mercados. Un funcionario o pro-pagandista del
fascismo, que visitó el Perú hace aproximadamente tres años, declaró en los
diarios locales que nuestro régimen de gran propiedad era incompatible con un
programa de colonización e inmigración capaz de atraer al campesino italiano.
3º- El
enfeudamiento de la agricultura de la costa a los intereses de los capitales y
los mercados británicos y americanos, se opone no sólo a que se organice y
desarrolle de acuerdo con las necesidades específicas de la economía nacional
-esto es asegurando primeramente el abastecimiento de la población- sino
también a que ensaye y adopte nuevos cultivos. La mayor empresa acometida en
este orden en los últimos años -la de las plantaciones de tabaco de Tumbes- ha
sido posible sólo por la intervención del Estado. Este hecho abona mejor que
ningún otro la tesis de que la política liberal del laisser faire, que
tan pobres frutos ha dado en el Perú, debe ser definitivamente reemplazada por
una política social de nacionalización de las grandes fuentes de riqueza.
4º- La
propiedad agraria de la costa, no obstante los tiempos prósperos de que ha
gozado, se muestra hasta ahora incapaz de atender los problemas de la
salubridad rural, en la medida que el Estado exige y que es, desde luego, asaz
modesta. Los requerimientos de la Dirección de Salubridad Pública a los
hacendados no consiguen aún el cumplimiento de las disposiciones vigentes
contra el paludismo. No se ha obtenido siquiera un mejoramiento general de las
rancherías. Está probado que la población rural de la costa arroja los más
altos índices de mortalidad y morbilidad del país. (Exceptúase naturalmente los
de las regiones excesivamente mórbidas de la selva). La estadística demográfica
del distrito rural de Pativilca acusaba hace tres años una mortalidad superior
a la natalidad. Las obras de irrigación, como lo observa el ingeniero Sutton a
propósito de la de Olmos, comportan posiblemente la más radical solución del
problema de las paludes o pantanos. Pero, sin las obras de aprovechamiento de
las aguas sobrantes del río Chancay realizadas en Huacho por el señor Antonio
Graña, a quien se debe también un interesante plan de colonización, y sin las
obras de aprovechamiento de las aguas del subsuelo practicadas en Chiclín y
alguna otra negociación del Norte, la acción del capital privado en la
irrigación de la costa peruana resultaría verdaderamente insignificante en los
últimos años.
5º- En la
sierra, el feudalismo agrario sobreviviente se muestra del todo inepto como
creador de riqueza y de progreso. Excepción hecha de las negociaciones
ganaderas que exportan lana y alguna otra, en los valles y planicies serranos
el latifundio tiene una producción miserable. Los rendimientos del suelo son
ínfimos; los métodos de trabajo, primitivos. Un órgano de la prensa local decía
una vez que en la sierra peruana el gamonal aparece relativamente tan pobre
como el indio. Este argumento -que resulta completamente nulo dentro de un
criterio de relatividad- lejos de justificar al gamonal, lo condena inapelablemente.
Porque para la economía moderna -entendida como ciencia objetiva y concreta- la
única justificación del capitalismo y de sus capitanes de industria y de
finanza está en su función de creadores de riqueza. En el plano económico, el
señor feudal o gamonal es el primer responsable del poco valor de sus dominios.
Ya hemos visto cómo este latifundista no se preocupa de la productividad sino
de la rentabilidad de la tierra. Ya hemos visto también cómo, a pesar de ser
sus tierras las mejores, sus cifras de producción no son mayores que las
obtenidas por el indio, con su primitivo equipo de labranza, en sus magras
tierras comunales. El gamonal, como factor económico, está, pues, completamente
descalificado.
6º- Como
explicación de este fenómeno se dice que la situación económica de la
agricultura de la sierra depende absolutamente de las vías de comunicación y
transporte. Quienes así razonan no entienden sin duda la diferencia orgánica,
fundamental, que existe entre una economía feudal o semifeudal y una economía
capitalista. No comprenden que el tipo patriarcal primitivo de terrateniente
feudal es sustancialmente distinto del tipo del moderno jefe de empresa. De
otro lado el gamonalismo y el latifundismo aparecen también como un obstáculo
hasta para la ejecución del propio programa vial que el Estado sigue
actualmente. Los abusos e intereses de los gamonales se oponen totalmente a una
recta aplicación de la ley de conscripción vial. El indio la mira
instintivamente como un arma del gamonalismo. Dentro del régimen incaico, el
servicio vial debidamente establecido sería un servicio público obligatorio,
del todo compatible con los principios del socialismo moderno; dentro del
régimen colonial de latifundio y servidumbre, el mismo servicio adquiere el
carácter odioso de una "mita".
el Periódico Sur Moquegua
para un poblador comprometido...
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