TEMA : EL PROBLEMA DEL INDIO
CURSO :
ANALISIS DE LA REALIDAD ECONOMICO Y SOCIAL
PROFESOR :
LIC. EFREN MEDARDO HUAYAPA
MODALIDAD :
PRESENCIAL - ING. COMERCIAL
CICLO :
II
ALUMNOS : SUSANA VIZCACHO CHARAJA
ROSA CCOPA MAMANI
José Carlos Mariátegui nació en Moquegua el 14
de junio de 1894, y murió en Lima el 16 de abril de 1930. Su biografía forma
parte, así, de un período excepcionalmente significativo en la historia
peruana, y que puede ser considerado como un auténtico puente histórico entre
la sociedad colonial y la actual, porque durante él tiene lugar una compleja
combinación entre los principales elementos de la herencia colonial, apenas
modificados superficialmente desde mediados del siglo XIX, y los nuevos
elementos que con la implantación dominante del capital monopolista, de control
imperialista, van produciendo una reconfiguración de las bases económicas,
sociales y políticas, de la estructura de la sociedad peruana. La accidentada y
compleja dialéctica del desarrollo y la depuración de esa estructura, ha
dominado desde entonces la historia peruana, ha enmarcado y condicionado sus
luchas sociales y políticas y definido los temas centrales de su debate. Y
aunque desde la crisis de 1930 hasta la actual, ese proceso de depuración está
en lo fundamental, realizado, el peso objetivo y subjetivo de lo ocurrido
durante ese período está aún, en muchos sentidos, presente. No es, por eso, un
azar, que algunos de los temas centrales del debate ideológico de ese momento,
sean todavía vigentes en el actual.
EL PROBLEMA DEL INDIO
I.
Su nuevo
planteamiento
Todas
las tesis sobre el problema indígena, que ignoran o eluden a éste como problema
económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos, y a veces
sólo verbales, condenados a un absoluto descrédito. No las salva a algunas su
buena fe. Prácticamente, todas no 2 han servido sino para ocultar o desfigurar
la realidad del problema. La crítica socialista lo descubre y esclarece, porque
busca sus causas en la economía del país y no en su mecanismo administrativo,
jurídico o eclesiástico, ni en su dualidad o pluralidad de razas, ni en sus
condiciones culturales y morales. La cuestión indígena arranca de nuestra
economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra. Cualquier
intento de resolverla con medidas de administración o policía, con métodos de
enseñanza o con obras de vialidad, constituye un trabajo superficial o
adjetivo, mientras subsista la feudalidad de los "gamonales".
El
"gamonalismo" invalida inevitablemente toda ley u ordenanza de
protección indígena. El hacendado, el latifundista, es un señor feudal. Contra
su autoridad, sufragada por el ambiente y el hábito, es impotente la ley
escrita. El trabajo gratuito está prohibido por la ley y, sin embargo, el
trabajo gratuito, y aun el trabajo forzado, sobreviven en el latifundio. El
juez, el subprefecto, el comisario, el maestro, el recaudador, están enfeudados
a la gran propiedad. La ley no puede prevalecer contra los gamonales. El
funcionario que se obstinase en imponerla, sería abandonado y sacrificado por
el poder central, cerca del cual son siempre omnipotentes las influencias del
gamonalismo, que actúan directamente o a través del parlamento, por una y otra
vía con la misma eficacia.
El
nuevo examen del problema indígena, por esto, se preocupa mucho menos de los
lineamientos de una legislación tutelar que de las consecuencias del régimen de
propiedad agraria. El estudio del Dr.
José A. Encinas (Contribución a una legislación tutelar indígena) inicia en
1918 esta tendencia, que de entonces a hoy no ha cesado de acentuarse. Pero,
por el carácter mismo de su trabajo, el Dr. Encinas no podía formular en él un
programa económico-social. Sus proposiciones, dirigidas a la tutela de la
propiedad indígena, tenían que limitarse a este objetivo jurídico. Esbozando
las bases del Home Stead indígena, el Dr. Encinas recomienda la distribución de
tierras del Estado y de la Iglesia. No menciona absolutamente la expropiación
de los gamonales latifundistas. Pero su tesis se distingue por una reiterada
acusación de los efectos del latifundismo, que sale inapelablemente condenado
de esta requisitoria, que en cierto modo preludia la actual crítica económica social
de la cuestión del indio.
Esta
crítica repudia y descalifica las diversas tesis que consideran la cuestión con
uno u otro de los siguientes criterios unilaterales y exclusivos:
administrativo, jurídico, étnico, moral, educacional, eclesiástico.
La
derrota más antigua y evidente es, sin duda, la de los que reducen la
protección de los indígenas a un asunto de ordinaria administración. Desde los
tiempos de la legislación colonial española, las ordenanzas sabias y prolijas,
elaboradas después de concienzudas encuestas, se revelan totalmente
infructuosas. La fecundidad de la República, desde las jornadas de la
Independencia, en decretos, leyes y providencias encaminadas a amparar a los
indios contra la exacción y el abuso, no es de las menos considerables. El
gamonal de hoy, como el "encomendero" de ayer, tiene sin embargo muy
poco que temer de la teoría administrativa. Sabe que la práctica es distinta.
El
carácter individualista de la legislación de la República ha favorecido,
incuestionablemente, la absorción de la propiedad indígena por el latifundismo.
La situación del indio, a este respecto, estaba contemplada con mayor realismo
por la legislación española. Pero la reforma jurídica no tiene más valor
práctico que la reforma administrativa, frente a un feudalismo intacto en su
estructura económica. La apropiación de la mayor parte de la propiedad comunal
e individual indígena está ya cumplida. La experiencia de todos los países que
han salido de su evo-feudal, nos demuestra, por otra parte, que sin la
disolución del feudo no ha podido funcionar, en ninguna parte, un derecho
liberal.
La
suposición de que el problema indígena es un problema étnico, se nutre del más
envejecido repertorio de ideas imperialistas. El concepto de las razas
inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de expansión y conquista.
Esperar la emancipación indígena de un activo cruzamiento de la raza aborigen
con inmigrantes blancos es una ingenuidad antisociológica, concebible sólo en
la mente rudimentaria de un importador de carneros merinos. Los pueblos
asiáticos, a los cuales no es inferior en un ápice el pueblo indio, han
asimilado admirablemente la cultura occidental, en lo que tiene de más dinámico
y creador, sin transfusiones de sangre europea. La degeneración del indio
peruano es una barata invención de los leguleyos de la mesa feudal.
La
tendencia a considerar el problema indígena como un problema moral, encarna una
concepción liberal, humanitaria, ochocentista, iluminista, que en el orden
político de Occidente anima y motiva las "ligas de los Derechos del
Hombre". Las conferencias y sociedades antiesclavistas, que en Europa han
denunciado más o menos infructuosamente los crímenes de los colonizadores,
nacen de esta tendencia, que ha confiado siempre con exceso en sus llamamientos
al sentido moral de la civilización. González Prada no se encontraba exento de
su esperanza cuando escribía que la "condición del indígena puede mejorar
de dos maneras: o el corazón de los opresores se conduele al extremo de
reconocer el derecho de los oprimidos, o el ánimo de los oprimidos adquiere la
virilidad suficiente para escarmentar a los opresores". La Asociación
Pro-Indígena (1909-1917) representó, ante todo, la misma esperanza, aunque su
verdadera eficacia estuviera en los fines concretos e inmediatos de defensa del
indio que le asignaron sus directores, orientación que debe mucho, seguramente,
al idealismo práctico, característicamente sajón, de Dora Mayer. El experimento
está ampliamente cumplido, en el Perú y en el mundo. La prédica humanitaria no
ha detenido ni embarazado en Europa el imperialismo ni ha bonificado sus
métodos. La lucha contra el imperialismo, no confía ya sino en la solidaridad y
en la fuerza de los movimientos de emancipación de las masas coloniales. Este
concepto preside en la Europa. Contemporánea una acción anti-imperialista, a la
cual se adhieren espíritus liberales como Albert Einstein y Romain Rolland, y
que por tanto no puede ser considerada de exclusivo carácter socialista.
En el
terreno de la razón y la moral, se situaba hace siglos, con mayor energía, o al
menos mayor autoridad, la acción religiosa. Esta cruzada no obtuvo, sin
embargo, sino leyes y providencias muy sabiamente inspiradas. La suerte de los
indios no varió sustancialmente. González Prada, que como sabemos no
consideraba estas cosas con criterio propia o sectariamente socialista, busca
la explicación de este fracaso en la entraña económica de la cuestión: "No
podía suceder de otro modo: oficialmente se ordenaba la explotación del vencido
y se pedía humanidad y justicia a los ejecutores de la explotación; se
pretendía que humanamente se cometiera iniquidades o equitativamente se
consumaran injusticias. Para extirpar los abusos, habría sido necesario abolir
los repartimientos y las mitas, en dos palabras, cambiar todo el régimen
Colonial. Sin las faenas del indio americano se habrían vaciado las arcas del
tesoro español". Más evidentes posibilidades de éxito que la prédica
liberal tenía, con todo, la prédica religiosa. Ésta apelaba al exaltado y
operante catolicismo español mientras aquélla intentaba hacerse escuchar del
exiguo y formal liberalismo criollo.
Pero
hoy la esperanza en una solución eclesiástica es indiscutiblemente la más
rezagada y antehistórica de todas. Quienes la representan no se preocupan siquiera,
como sus distantes ¡tan distantes! maestros, de obtener una nueva declaración
de los derechos del indio, con adecuadas autoridades y ordenanzas, sino de
encargar al misionero la función de mediar entre el indio y el gamonal. La obra
que la Iglesia no pudo realizar en un orden medioeval, cuando su capacidad
espiritual e intelectual podía medirse por frailes como el padre de Las Casas,
¿con qué elementos contaría para prosperar ahora? Las misiones adventistas,
bajo este aspecto, han ganado la delantera al clero católico, cuyos claustros
convocan cada día menor suma de vocaciones de evangelización.
El
concepto de que el problema del indio es un problema de educación, no aparece
sufragado ni aun por un criterio estricta y autónomamente pedagógico. La
pedagogía tiene hoy más en cuenta que nunca los factores sociales y económicos.
El pedagogo moderno sabe perfectamente que la educación no es una mera cuestión
de escuela y métodos didácticos. El medio económico social condiciona
inexorablemente la labor del maestro. El gamonalismo es fundamentalmente
adverso a la educación del indio: su subsistencia tiene en el mantenimiento de
la ignorancia del indio el mismo interés que en el cultivo de su alcoholismo.
La escuela moderna en el supuesto de que, dentro de las circunstancias
vigentes, fuera posible multiplicarla en proporción a la población escolar
campesina _ es incompatible con el latifundio feudal. La mecánica de la
servidumbre, anularía totalmente la acción de la escuela, si esta misma, por un
milagro inconcebible dentro de la realidad social, consiguiera conservar, en la
atmósfera del feudo, su pura misión pedagógica. La más eficiente y grandiosa
enseñanza normal no podía operar estos milagros. La escuela y el maestro están
irremisiblemente condenados a desnaturalizarse bajo la presión del ambiente
feudal, inconciliable con la más elemental concepción progresista o
evolucionista de las cosas. Cuando se comprende a media esta verdad, se
descubre la fórmula salvadora en los internados indígenas. Mas la insuficiencia
clamorosa de esta fórmula se muestra en toda su evidencia, apenas se reflexiona
en el insignificante porcentaje de la población escolar indígena que resulta
posible alojar en estas escuelas.
La solución pedagógica, propugnada por muchos
con perfecta buena fe, está ya hasta oficialmente descartada. Los
educacionistas son, repito, los que menos pueden pensar en independizarla de la
realidad económico-social. No existe, pues, en la actualidad, sino como una
sugestión vaga e informe, de la que ningún cuerpo y ninguna doctrina se hace
responsable.
·
El nuevo
planteamiento consiste en buscar el problema indígena en el problema de la
tierra.
II.
Sumaria revisión histórica
La población del Imperio Inkaico, conforme a
cálculos prudentes, no era menor de diez millones. Hay quienes la hacen subir a
doce y aun a quince millones. La Conquista fue, ante todo, una tremenda
carnicería. Los conquistadores españoles, por su escaso número, no podían
imponer su dominio sino aterrorizando a la población indígena, en la cual
produjeron una impresión supersticiosa las armas y los caballos de los
invasores, mirados como seres sobrenaturales. La organización política y
económica de la Colonia, que siguió a la Conquista, no puso término al
exterminio de la raza indígena. El Virreinato estableció un régimen de brutal
explotación. La codicia de los metales preciosos, orientó la actividad
económica española hacia la explotación de las minas que, bajo los inkas,
habían sido trabajadas en muy modesta escala, en razón de no tener el oro y la
plata sino aplicaciones ornamentales y de ignorar los indios, que componían un
pueblo esencialmente agrícola, el empleo del hierro. Establecieron los
españoles, para la explotación de las minas y los "obrajes", un
sistema abrumador de trabajos forzados y gratuitos, que diezmó la población
aborigen. Esta no quedó así reducida sólo a un estado de servidumbre como
habría acontecido si los españoles se hubiesen limitado a la explotación de las
tierras conservando el carácter agrario del país sino, en gran parte, a un
estado de esclavitud. No faltaron voces humanitarias y civilizadoras que
asumieron ante el Rey de España la defensa de los indios. El padre de Las Casas
sobresalió eficazmente en esta defensa. Las Leyes de Indias se inspiraron en propósitos
de protección de los indios, reconociendo su organización típica en
"comunidades". Pero, prácticamente, los indios continuaron a merced
de una feudalidad despiadada que destruyó la sociedad y la economía inkaicas,
sin sustituirlas con un orden capaz de organizar progresivamente la producción.
La tendencia de los españoles a establecerse en la Costa ahuyentó de esta región
a los aborígenes a tal punto que se carecía de brazos para el trabajo. El
Virreinato quiso resolver este problema mediante la importación de esclavos
negros, gente que resulto adecuada al clima y las fatigas de los valles o
llanos cálidos de la costa, e inaparente, en cambio, para el trabajo de las
minas, situadas en la Sierra fría. El esclavo negro reforzó la dominación
española que a pesar de la despoblación indígena, se habría sentido de otro
modo demográficamente demasiado débil frente al indio, aunque sometido, hostil
y enemigo. El negro fue dedicado al servicio doméstico y a los oficios. El
blanco se mezcló fácilmente con el negro, produciendo este mestizaje uno de los
tipos de población costeña con características de mayor adhesión a lo español y
mayor resistencia a lo indígena.
La
Revolución de la Independencia no constituyó, como se sabe, un movimiento
indígena. La promovieron y usufructuaron los criollos y aun los españoles de
las colonias. Pero aprovechó el apoyo de la masa indígena. Y, además, algunos
indios ilustrados como Pumacahua, tuvieron en su gestación parte importante. El
programa liberal de la Revolución comprendía lógicamente la redención del
indio, consecuencia automática de la aplicación de sus postulados igualitarios.
Y, así, entre los primeros actos de la República, se contaron varias leyes y
decretos favorables a los indios. Se ordenó el reparto de tierras, la abolición
de los trabajos gratuitos, etc.; pero no representando la revolución en el Perú
el advenimiento de una nueva clase dirigente, todas estas disposiciones
quedaron sólo escritas, faltas de gobernantes capaces de actuarlas. La
aristocracia latifundista de la Colonia, dueña del poder, conservó intactos sus
derechos feudales sobre la tierra y, por consiguiente, sobre el indio. Todas
las disposiciones aparentemente enderezadas a protegerlo, no han podido nada
contra la feudalidad subsistente hasta hoy.
El Virreinato aparece menos culpable que la
República. Al Virreinato le corresponde, originalmente, toda la responsabilidad
de la miseria y la depresión de los indios. Pero, en ese tiempo inquisitorial,
una gran voz cristiana, la de fray
Bartolomé de Las Casas, defendió vibrantemente a los indios contra los métodos brutales de los
colonizadores. No ha habido en la República un defensor tan eficaz y tan
porfiado de la raza aborigen.
Mientras el Virreinato era un régimen
medioeval y extranjero, la República es formalmente un régimen peruano y
liberal. Tiene, por consiguiente, la República deberes que no tenía el
Virreinato. A la República le tocaba elevar la condición del indio. Y
contrariando este deber, la República ha pauperizado al indio, ha agravado su
depresión y ha exasperado su miseria. La República ha significado para los
indios la ascensión de una nueva clase dominante que se ha apropiado
sistemáticamente de sus tierras. En una raza de costumbre y de alma agrarias,
como la raza indígena, este despojo ha constituido una causa de disolución
material y moral. La tierra ha sido siempre toda la alegría del indio. El indio
ha desposado la tierra. Siente que "la vida viene de la tierra" y
vuelve a la tierra. Por ende, el indio puede ser indiferente a todo, menos a la
posesión de la tierra que sus manos y su aliento labran y fecundan
religiosamente. La feudalidad criolla se ha comportado, a este respecto, más
ávida y más duramente que la feudalidad española. En general, en el
"encomendero" español había frecuentemente algunos hábitos nobles de
señorío. El "encomendero" criollo tiene todos los defectos del
plebeyo y ninguna de las virtudes del hidalgo. La servidumbre del indio, en
suma, no ha disminuido bajo la República. Todas las revueltas, todas las tempestades
del indio, han sido ahogadas en sangre. A las reivindicaciones desesperadas del
indio les ha sido dada siempre una respuesta marcial. El silencio de la puna ha
guardado luego el trágico secreto de estas respuestas. La República ha
restaurado, en fin, bajo el título de conscripción vial, el régimen de las
"mitas".
La República, además, es responsable de haber
aletargado y debilitado las energías de la raza. La causa de la redención del
indio se convirtió bajo la República, en una especulación demagógica de algunos
caudillos. Los partidos criollos la inscribieron en su programa. Disminuyeron
así en los indios la voluntad de luchar por sus reivindicaciones.
En la
Sierra, la región habitada principalmente por los indios, subsiste apenas
modificada en sus lineamientos, la más bárbara y omnipotente feudalidad. El
dominio de la tierra coloca en manos de los gamonales, la suerte de la raza
indígena, caída en un grado extremo de depresión y de ignorancia. Además de la
agricultura, trabajada muy primitivamente, la Sierra peruana presenta otra
actividad económica: la minería, casi totalmente en manos de dos grandes
empresas norteamericanas. En las minas rige el salariado; pero la paga es
ínfima, la defensa de la vida del obrero casi nula, la ley de accidentes de
trabajo burlada. El sistema del "enganche", que por medio de
anticipos falaces esclaviza al obrero, coloca a los indios a merced de estas
empresas capitalistas. Es tanta la miseria a que los condena la feudalidad
agraria, que los indios encuentran preferible, con todo, la suerte que les
ofrecen las minas.
La propagación en el Perú de las ideas
socialistas ha traído como consecuencia un fuerte movimiento de reivindicación
indígena. La nueva generación peruana siente y sabe que el progreso del Perú
será ficticio, o por lo menos no será peruano, mientras no constituya la obra y
no signifique el bienestar de la masa peruana que en sus cuatro quintas partes
es indígena y campesina. Este mismo movimiento se manifiesta en el arte y en la
literatura nacional en los cuales se nota una creciente revalorización de las
formas y asuntos autóctonos, antes depreciados por el predominio de un espíritu
y una mentalidad coloniales españolas. La literatura indigenista parece
destinada a cumplir la misma función que la literatura "mujikista" en
el período pre-revolucionario ruso. Los propios indios empiezan a dar señales
de una nueva conciencia. Crece día a día la articulación entre los diversos
núcleos indígenas antes incomunicados por las enormes distancias. Inició esta
vinculación, la reunión periódica de congresos indígenas, patrocinada por el
Gobierno, pero como el carácter de sus reivindicaciones se hizo pronto
revolucionaria, fue desnaturalizada luego con la exclusión de los elementos
avanzados y la leva de representaciones apócrifas. La corriente indigenista
presiona ya la acción oficial. Por primera vez el Gobierno se ha visto obligado
a aceptar y proclamar puntos de vista indigenistas, dictando algunas medidas que no tocan los intereses del
gamonalismo y que resultan por esto ineficaces. Por primera vez también el
problema indígena, escamoteado antes por la retórica de las clases dirigentes,
es planteado en sus términos sociales y económicos, identificándosele ante todo
con el problema de la tierra. Cada día se impone, con más evidencia, la
convicción de que este problema no puede encontrar su solución en una fórmula
humanitaria. No puede ser la consecuencia de un movimiento filantrópico. Los
patronatos de caciques y de rábulas son una befa. Las ligas del tipo de la extinguida
Asociación Pro-Indígena son una voz que clama en el desierto. La Asociación
Pro-Indígena no llegó en su tiempo a convertirse en un movimiento. Su acción se
redujo gradualmente a la acción generosa, abnegada, nobilísima, personal de
Pedro S. Zulen y Dora Mayer. Como experimento, el de la Asociación Pro-Indígena
sirvió para contrastar, para medir, la insensibilidad moral de una generación y
de una época.
La solución del
problema del indio tiene que ser una solución social. Sus realizadores deben ser
los propios indios. Este concepto conduce a ver en la reunión de los congresos
indígenas un hecho histórico. Los congresos indígenas, desvirtuados en los
últimos años por el burocratismo, no representaban todavía un programa; pero
sus primeras reuniones señalaron una ruta comunicando a los indios de las
diversas regiones. A los indios les falta vinculación nacional. Sus protestas
han sido siempre regionales. Esto ha contribuido, en gran parte, a su
abatimiento. Un pueblo de cuatro millones de hombres, consciente de su número,
no desespera nunca de su porvenir. Los mismos cuatro millones de hombres,
mientras no son sino una masa orgánica, una muchedumbre dispersa, son incapaces
de decidir su rumbo histórico.el Periódico Sur Moquegua para un poblador comprometido...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
gracias por participar en esta pagina