6 de junio de 2017

OBRAS LEÍDAS DE ALUMNOS UNIVERSITARIOS DE COMUNICACIÓN UNIVERSIDAD JOSE CARLOS MARIATEGUI

ESTUDIANTES DE COMUNICACION MUESTRAN SU TRABAJO

FACULTAD DE CIENCIAS JURIDICAS EMPRESARIALES Y PEDAGOGICAS
CARRERA PROFESIONAL DE DERECHO


CURSO              :        COMUNICACIÓN I

TEMA                :        EL ALQUIMISTA (PAULO COHELO)

DOCENTE         :          LIC.  HUAYAPA MERMA, EFREN

NOMBRE          :        OBESO MONTESINOS, LUISA LIZ

CICLO                 :        I

FECHA               :        27 DE MAYO DEL 2017





Paulo Coelho, es uno de los escritores con más obras vendidas vendidos y leídas en el mundo. Nació en el barrio de Botafogo de Río de Janeiro, el 24 de agosto de 1947.
Desde muy pequeño, él había soñado con ser artista, sin embargo sus sueños no eran del agrado de su familia, también le gustaba leer a Henry Miller, quien despertó su gusto por el teatro.
  Debido a que no progresaba en sus estudios, ingresó al severo Colegio Jesuita de San Ignacio, en donde aprendió a ser disciplinado en la vida, pero donde también perdió su fe religiosa. En este colegio ganó su primer concurso de poesía.
A los 21 años se matriculó en la Facultad de Derecho, pero pronto lo abandonaría todo, para dedicarse al teatro, su nuevo sueño. Ya que su pasión continuaba siendo la escritura, trabajó como letrista para los grandes nombres de la canción popular brasileña, y se dedicó al periodismo y a escribir guiones para la televisión.
Luego de tres matrimonios fallidos, se casó en 1981 con Cristina Oiticica, con quien aún sigue viviendo en su casa de Río de Janeiro, frente a la playa de Copacabana.
El escritor es un apasionado por los viajes, y es por eso que decide recorrer el mundo durante seis meses, hasta que en Alemania tendría una experiencia espiritual muy intensa, que lo devolvería a la fe católica de sus padres. Allí también realizó junto con su maestro espiritual, el Camino de Santiago de Compostela (un peregrinaje que realizó en 1986, en España), este viaje le motivó para que escribiera su primer texto literario: "El Diario de un Mago, el Peregrino"(1987); luego llegaría "El Alquimista"(1988)1, con ellos iniciaría un camino lleno de éxitos que lo consagran como uno de los grandes escritores de nuestro tiempo.
Sus obras son publicadas en más de cien países, y ya han sido traducidas a cuarenta cinco idiomas, y ha recibido por sus exitosos trabajos, prestigiosos premios y menciones internacionales.
Principales premios y condecoraciones
Premio Literario Super Grinzane Cavour (Italia, 1996)
• "Libro de Oro" (Yugoslavia, 1995, 96, 97 y 98)
• Finalista del Premio Literario Internacional IMPAC (Irlanda, 1997)
• Comendador de la Orden de Rio Branco (Brasil, 1998)
• "Premio Crystal" del Foro Económico Mundial (1999)
• Medalla de Oro de Galicia (España, 1999)
• Caballero de la Orden Nacional de la Legión de Honor (Francia, 2000)
• Premio "Crystal Mirror"(Polonia, 2000)


















PRIMERA PARTE

El muchacho se llamaba Santiago. Comenzaba a oscurecer cuando llegó con su rebaño frente a una vieja iglesia abandonada. El techo se había derrumbado hacía mucho tiempo y un enorme sicomoro había crecido en el lugar que antes ocupaba la sacristía. Decidió pasar allí la noche. Hizo que todas las ovejas entrasen por la puerta en ruinas y luego colocó algunas tablas de manera que no pudieran huir durante la noche. No había lobos en aquella región, pero cierta vez una se había escapado por la noche y él se había pasado todo el día siguiente buscando a la oveja prófuga.
 Extendió su chaqueta en el suelo y se acostó, usando el libro que acababa de leer como almohada. Recordó, antes de dormir, que tenía que comenzar a leer libros más gruesos: se tardaba más en acabarlos y resultaban ser almohadas más confortables durante la noche. Aún estaba oscuro cuando se despertó. Miró hacia arriba y vio que las estrellas brillaban a través del techo semiderruido. «Hubiera querido dormir un poco más», pensó. Había tenido el mismo sueño que la semana pasada y otra vez se había despertado antes del final. Se levantó y tomó un trago de vino. Después cogió el cayado y empezó a despertar a las ovejas que aún dormían. Se había dado cuenta de que, en cuanto él se despertaba, la mayor parte de los animales también lo hacía. Como si hubiera alguna misteriosa energía que uniera su vida a la de aquellas ovejas que desde hacía dos años recorrían con él la tierra, en busca de agua y alimento. «Ya se han acostumbrado tanto a mí que conocen mis horarios», dijo en voz baja.
 Reflexionó un momento y pensó que también podía ser lo contrario: que fuera él quien se hubiese acostumbrado al horario de las ovejas. Algunas de ellas, no obstante, tardaban un poco más en levantarse; el muchacho las despertó una por una con su cayado, llamando a cada cual por su nombre. Siempre había creído que las ovejas eran capaces de entender lo que él les decía. Por eso de vez en cuando les leía fragmentos de los libros que le habían impresionado, o les hablaba de la soledad y de la alegría de un pastor en el campo, o les comentaba las últimas novedades que veía en las ciudades por las que solía pasar. En los dos últimos días, sin embargo, el asunto que le preocupaba no había sido más que uno: la hija del comerciante que vivía en la ciudad adonde llegarían dentro de cuatro días. Sólo había estado allí una vez, el año anterior. El comerciante era dueño de una tienda de tejidos y le gustaba presenciar siempre el esquileo de las ovejas para evitar falsificaciones. Un amigo le había indicado la tienda, y el pastor llevó allí sus ovejas.

La tienda del hombre estaba llena, y el comerciante rogó al pastor que esperase hasta el atardecer. El muchacho se sentó en la acera de enfrente de la tienda y sacó un libro de su zurrón.
-No sabía que los pastores fueran capaces de leer libros -dijo una voz femenina a su lado.
 Era una joven típica de la región de Andalucía, con sus cabellos negros y lisos y unos ojos que recordaban vagamente a los antiguos conquistadores moros.
 -Es porque las ovejas enseñan más que los libros -respondió el muchacho.
 Se quedaron conversando durante más de dos horas. Ella le contó que era hija del comerciante y le habló de la vida en la aldea, donde cada día era igual que el anterior. El pastor le habló de los campos de Andalucía y sobre las últimas novedades que había visto en las ciudades que había visitado. Estaba contento por no tener que conversar siempre con las ovejas.
 -¿Cómo aprendiste a leer? -le preguntó la moza en un momento dado.
 -Como todo el mundo -repuso el chico-. Yendo a la escuela.
-¿Y si sabes leer, por qué no eres más que un pastor?
El muchacho dio una disculpa cualquiera para no responder a aquella pregunta. Estaba seguro de que la muchacha jamás lo entendería. Siguió contando sus historias de viaje, y los ojillos moros se abrían y se cerraban de espanto y sorpresa. A medida que transcurría el tiempo, el muchacho comenzó a desear que aquel día no se acabase nunca, que el padre de la joven siguiera ocupado durante mucho tiempo y le mandase esperar tres días. Se dio cuenta de que estaba sintiendo algo que nunca antes había sentido: las ganas de quedarse a vivir en una ciudad para siempre. Con la niña de los cabellos negros, los días nunca serían iguales. Pero el comerciante finalmente llegó y le mandó esquilar cuatro ovejas. Después le pagó lo estipulado y le pidió que volviera al año siguiente.
 Ahora faltaban apenas cuatro días para llegar nuevamente a la misma aldea. Estaba excitado y al mismo tiempo se sentía inseguro; tal vez la chica ya lo hubiera olvidado. Por allí pasaban muchos pastores para vender lana.
 -No importa -dijo el muchacho a sus ovejas-. Yo también conozco a otras chicas en otras ciudades. Pero en el fondo de su corazón, sabía que sí importaba. Y que tanto los pastores, como los marineros, como los viajantes de comercio siempre conocían una ciudad donde había alguien capaz de hacerles olvidar la alegría de viajar libres por el mundo. Comenzó a rayar el día y el pastor colocó a las ovejas en dirección al sol. «Ellas nunca necesitan tomar una decisión -pensó-. Quizá por eso permanecen siempre tan cerca de mí.» La única necesidad que las ovejas sentían era la del agua y la de la comida. Mientras el muchacho conociese los mejores pastos de Andalucía, ellas continuarían siendo sus amigas. Aunque los días fueran todos iguales, con largas horas arrastrándose entre el nacimiento y la puesta del sol; aunque jamás hubieran leído un solo libro en sus cortas vidas y no conocieran la lengua de los hombres que contaban las novedades en las aldeas, ellas estaban contentas con su alimento, y eso bastaba. A cambio, ofrecían generosamente su lana, su compañía y de vez en cuando su carne.
 «Si hoy me volviera un monstruo y decidiese matarlas, una por una, ellas sólo se darían cuenta cuando casi todo el rebaño hubiese sido exterminado -pensó el muchacho-. Porque confían en mí y se olvidaron de confiar en su propio instinto. Sólo porque las llevo hasta el agua y la comida.» El muchacho comenzó a extrañarse de sus propios pensamientos.
 Quizá la iglesia, con aquel sicomoro creciendo dentro, estuviese embrujada. Había hecho que soñase el mismo sueño por segunda vez, y le estaba provocando una sensación de rabia contra sus compañeras, siempre tan fieles. Bebió un nuevo trago del vino que le había sobrado de la cena la noche anterior y apretó contra el cuerpo su chaqueta. Sabía que dentro de unas horas, con el sol alto, el calor sería tan fuerte que no podría conducir a las ovejas por el campo. Era la hora en que toda España dormía en verano. El calor se prolongaba hasta la noche y durante todo ese tiempo él tenía que cargar con la chaqueta. No obstante, cuando pensaba en quejarse de su peso, siempre se acordaba de que gracias a ella no había sentido frío por la mañana. «Tenemos que estar siempre preparados para las sorpresas del tiempo», pensaba entonces, y se sentía agradecido por el peso de la chaqueta.
La chaqueta tenía una finalidad, y el muchacho también. En dos años de recorrido por las planicies de Andalucía ya se conocía de memoria todas las ciudades de la región, y ésta era la gran razón de su vida: viajar. Estaba pensando en explicar esta vez a la chica por qué un simple pastor sabe leer: había estado hasta los dieciséis años en un seminario. Sus padres querían que él fuese cura, motivo de orgullo para una simple familia campesina que apenas trabajaba para conseguir comida y agua, como sus ovejas. Estudió latín, español y teología. Pero desde niño soñaba con conocer el mundo, y esto era mucho más importante que conocer a Dios y los pecados de los hombres. Cierta tarde, al visitar a su familia, se había armado de valor y le había dicho a su padre que no quería ser cura. Quería viajar.
-Hombres de todo el mundo ya pasaron por esta aldea, hijo -dijo su padre-. Vienen en busca de cosas nuevas, pero continúan siendo las mismas personas. Van hasta la colina para conocer el castillo y opinan que el pasado era mejor que el presente. Pueden tener los cabellos rubios o la piel oscura, pero son iguales que los hombres de nuestra aldea.
 -Pero yo no conozco los castillos de las tierras de donde ellos vienen -replicó el muchacho. -Esos hombres, cuando conocen nuestros campos y nuestras mujeres, dicen que les gustaría vivir siempre aquí -continuó el padre.
 -Quiero conocer a las mujeres y las tierras de donde ellos vinieron
-dijo el chico-, porque ellos nunca se quedan por aquí.
-Los hombres traen el bolsillo lleno de dinero -insistió el padre.  Entre nosotros, sólo los pastores viajan.
-Entonces seré pastor.
El padre no dijo nada más. Al día siguiente le dio una bolsa con tres antiguas monedas de oro españolas.
-Las encontré un día en el campo. Iban a ser tu dote para la Iglesia.
 Compra tu rebaño y recorre el mundo hasta que aprendas que nuestro castillo es el más importante y que nuestras mujeres son las más bellas.
Y lo bendijo. En los ojos del padre él leyó también el deseo de recorrer el mundo. Un deseo que aún persistía, a pesar de las decenas de años que había intentado sepultarlo con agua, comida, y el mismo lugar para dormir todas las noches.
 Lo más importante, sin embargo, era que cada día realizaba el gran sueño de su vida: viajar. Cuando se cansara de los campos de Andalucía podía vender sus ovejas y hacerse marinero. Cuando se cansara del mar ya habría conocido muchas ciudades, a muchas mujeres y muchas oportunidades de ser feliz.
 «No entiendo cómo buscan a Dios en el seminario», pensó mientras miraba el sol que nacía. Siempre que le era posible buscaba un camino diferente para recorrer. Nunca había estado en aquella iglesia antes, a pesar de haber pasado tantas veces por allí. El mundo era grande e inagotable, y si él dejara que las ovejas le guiaran apenas un poquito, iba a terminar descubriendo más cosas interesantes. «El problema es que ellas no se dan cuenta de que están haciendo caminos nuevos cada día. No perciben que los pastos cambian, que las estaciones son diferentes, porque sólo están preocupadas por el agua y la comida.
 Quizá suceda lo mismo con todos nosotros -pensó el pastor-. Hasta conmigo, que no pienso en otras mujeres desde que conocí a la hija del comerciante.»
«Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante», reflexionó mientras miraba de nuevo el cielo y apretaba el paso. Acababa de acordarse de que en Tarifa vivía una vieja capaz de interpretar los sueños. Y él había tenido un sueño repetido aquella noche. La vieja condujo al muchacho hasta un cuarto en el fondo de la casa, separado de la sala por una cortina hecha con tiras de plástico de varios colores. Dentro había una mesa, una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y dos sillas.
Tú has venido a saber de sueños -respondió la vieja-. Y los sueños son el lenguaje de Dios. Cuando Él habla el lenguaje del mundo, yo puedo interpretarlo. Pero si habla el lenguaje de tu alma, sólo tú podrás entenderlo. Y yo te voy a cobrar la consulta de cualquier manera.
Un pastor corre siempre el riesgo de los lobos o de la sequía, y eso es lo que hace que el oficio de pastor sea más excitante. -Tuve el mismo sueño dos veces seguidas -explicó-. Soñé que estaba en un prado con mis ovejas cuando aparecía un niño y  empezaba a jugar con los animales. No me gusta que molesten a mis ovejas, porque se asustan de los extraños. Pero los niños siempre consiguen tocar a los animales sin que ellos se asusten. No sé por qué. No sé cómo pueden saber los animales la edad de los seres humanos.
 -El niño seguía jugando con las ovejas durante algún tiempo
-continuó el muchacho, un poco presionado- y de repente me cogía de la mano y me llevaba hasta las Pirámides de Egipto.
 El chico esperó un poco para ver si la vieja sabía lo que eran las Pirámides de Egipto. Pero la vieja continuó callada.
-Entonces, en las Pirámides de Egipto -pronunció las tres últimas palabras lentamente, para que la vieja pudiera entender bien-, el niño me decía: « Si vienes hasta aquí encontrarás un tesoro escondido.» Y cuando iba a mostrarme el lugar exacto, me desperté. Las dos veces.
 La vieja continuó en silencio durante algún tiempo. Después volvió a coger las manos del muchacho y a estudiarlas atentamente.
-No voy a cobrarte nada ahora -dijo la vieja-. Pero quiero una décima parte del tesoro si lo encuentras. El muchacho rió feliz. ¡Iba a ahorrarse el poco dinero que tenía gracias a un sueño que hablaba de tesoros escondidos! La vieja debía de ser realmente gitana, porque los gitanos tenían fama de ser un poco tontos.
El muchacho salió decepcionado y convencido de que no creería nunca más en sueños. Se acordó de que tenía varias cosas que hacer: fue al colmado a comprar algo de comida, cambió su libro por otro más grueso y se sentó en un banco de la plaza para saborear el nuevo vino que había comprado. Era un día caluroso y el vino, por uno de estos misterios insondables, conseguía refrescar un poco su cuerpo.
Cuando consiguió concentrarse un poco en la lectura -y era buena, porque hablaba de un entierro en la nieve, lo que le transmitía una sensación de frío debajo de aquel inmenso sol-, un viejo se sentó a su lado y empezó a buscar conversación.
 -¿Qué están haciendo? -preguntó el viejo señalando a las personas en la plaza.
 -Están trabajando -repuso el muchacho secamente, y volvió a fingir que estaba concentrado en la lectura. En realidad estaba pensando en esquilar las ovejas delante de la hija del comerciante, para que ella viera que era capaz de hacer cosas interesantes. El viejo, sin embargo, insistió. Explicó que estaba cansado, con sed, y le pidió un trago de vino. El muchacho le ofreció su botella; quizá así se callaría.
 Pero el viejo quería conversación a toda costa. Le preguntó qué libro estaba leyendo. Él pensó en ser descortés y cambiarse de banco, pero su padre le había enseñado a respetar a los ancianos. Entonces ofreció el libro al viejo por dos razones: la primera, porque no sabía pronunciar el título; y la segunda, porque si el viejo no sabía leer, sería él quien se cambiaría de banco para no sentirse humillado.
 -¿De dónde es usted? -preguntó.
-De muchas partes.
-Nadie puede ser de muchas partes -dijo el muchacho-. Yo soy un pastor y estoy en muchas partes, pero soy de un único lugar, de una ciudad cercana a un castillo antiguo. Allí fue donde nací.
-Entonces podemos decir que yo nací en Salem.
El muchacho no sabía dónde estaba Salem, pero no quiso preguntarlo para no sentirse humillado con la propia ignorancia. Permaneció un rato contemplando la plaza. Las personas iban y venían, y parecían muy ocupadas.
 -¿Cómo está Salem? -preguntó buscando alguna pista.
-Como siempre.
Esto no era ninguna pista. Pero sabía que Salem no estaba en Andalucía, si no él ya la habría conocido
-¿Y qué hace usted en Salem? -insistió.
-¿Que qué es lo que hago en Salem? -El viejo por primera vez soltó una buena carcajada-. ¡Vamos! ¡Yo soy el rey de Salem!
  -Dame la décima parte de tus ovejas -propuso el viejo-, y yo te enseñaré cómo llegar hasta el tesoro escondido. El chico volvió a acordarse entonces del sueño y de repente lo vio todo claro. La vieja no le había cobrado nada pero el viejo -que quizá fuese su marido- iba a conseguir arrancarle mucho más dinero a cambio de una información inexistente. El viejo debía de ser gitano también.
 Antes de que el muchacho dijese nada, el viejo se inclinó, cogió una rama y comenzó a escribir en la arena de la plaza. Cuando se inclinaba, algo se vio brillar en su pecho, con una intensidad tal que casi cegó al muchacho. Pero en un movimiento excesivamente rápido para alguien de su edad, volvió a cubrir el brillo con el manto. Los ojos del muchacho recobraron su normalidad y pudo ver lo que el viejo estaba escribiendo.
 En la arena de la plaza principal de aquella pequeña ciudad, leyó el nombre de su padre y de su madre. Leyó la historia de su vida hasta aquel momento, los juegos de su infancia, las noches frías del seminario. Leyó el nombre de la hija del comerciante, que ignoraba. Leyó cosas que jamás había contado a nadie, como el día en que robó el arma de su padre para matar venados, o su primera y solitaria experiencia sexual. «Soy el rey de Salem», había dicho el viejo.
-¿Por qué un rey conversa con un pastor? -preguntó el muchacho, avergonzado y admiradísimo.
-Existen varias razones. Pero la más importante es que tú has sido capaz de cumplir tu Leyenda Personal. El muchacho no sabía qué era eso de la Leyenda Personal.
 -Es aquello que siempre deseaste hacer. Todas las personas, al comienzo de su juventud, saben cuál es su Leyenda Personal. En ese momento de la vida todo se ve claro, todo es posible, y ellas no tienen miedo de soñar y desear todo aquello que les gustaría hacer en sus vidas. No obstante, a medida que el tiempo va pasando, una misteriosa fuerza trata de convencerlas de que es imposible realizar la Leyenda Personal.
Entonces el muchacho se acordó de que la conversación había empezado con el tesoro escondido.
-Los tesoros son levantados de la tierra por los torrentes de agua, y enterrados también por ellos -prosiguió el viejo-. Si quieres saber sobre tu tesoro, tendrás que cederme la décima parte de tus ovejas.
A1 día siguiente, el muchacho se encontró con el viejo a mediodía. Traía seis ovejas consigo.
-¿Dónde está el tesoro? -preguntó.
-El tesoro está en Egipto, cerca de las Pirámides.
El muchacho se asustó. La vieja le había dicho lo mismo, pero no le había cobrado nada.
 -Para llegar hasta él tendrás que seguir las señales. Dios escribió en el mundo el camino que cada hombre debe seguir. Sólo hay que leer lo que Él escribió para ti.
 Antes de que el muchacho dijera nada, una mariposa comenzó a revolotear entre él y el viejo. Se acordó de su abuelo: cuando era pequeño, su abuelo le había dicho que las mariposas son señal de buena suerte. Como los grillos, las mariquitas, las lagartijas y los tréboles de cuatro hojas.
-Eso es -dijo el viejo, que era capaz de leer sus pensamientos-. Exactamente como tu abuelo te enseñó. Éstas son las señales.
Después el viejo abrió el manto que le cubría el pecho. El muchacho se quedó impresionado con lo que vio, y recordó el brillo que había detectado el día anterior. El viejo llevaba un pectoral de oro macizo, cubierto de piedras preciosas.
 Era realmente un rey. Debía de ir disfrazado así para huir de los asaltantes.
 -Toma -dijo el viejo sacando una piedra blanca y una piedra negra que llevaba prendidas en el centro del pectoral de oro-. Se llaman Urim y Tumim. La negra quiere decir «sí» y la blanca quiere decir «no». Cuando tengas dificultad para percibir las señales, te serán de utilidad. Hazles siempre una pregunta objetiva, pero en general procura tomar tú las decisiones. El tesoro está en las Pirámides y esto tú ya lo sabías;  pero tuviste que pagar seis ovejas porque yo te ayudé a tomar una decisión.
 Dentro de poco, quizá unos pocos días, estaría junto a las Pirámides. El viejo le había hablado de señales. Mientras atravesaba el mar, había estado pensando en las señales. Sí, sabía a qué se refería: durante el tiempo en que estuvo en los campos de Andalucía se había acostumbrado a leer en la tierra y en los cielos las condiciones del camino que debía seguir. Había aprendido que cierto pájaro indicaba la cercanía de alguna serpiente, y que determinado arbusto era señal de la presencia de agua a pocos kilómetros. Las ovejas le habían enseñado todo eso.
¿Quién eres? -oyó que le preguntaba una voz en español. El muchacho se sintió inmensamente aliviado. Estaba pensando en señales y alguien había aparecido.  
-¿Cómo es que hablas español? -se interesó. El recién llegado era un hombre joven vestido a la manera de los occidentales, pero el color de su piel indicaba que debía de ser de aquella ciudad. Tendría más o menos su misma altura y edad.
 -Aquí casi todo el mundo habla español. Estamos sólo a dos horas de España.
-Siéntate y pide algo por mi cuenta -le ofreció el muchacho-. Y pide un vino para mí. Detesto este té.
-No hay vino en este país -dijo el recién llegado-. La religión no lo permite. El muchacho le explicó entonces que tenía que llegar a las Pirámides. Estuvo a punto de hablarle del tesoro, pero decidió callarse. El árabe era capaz de querer una parte a cambio de llevarlo hasta allí. Se acordó de lo que el viejo le había dicho respecto a los ofrecimientos.
 -Me gustaría que me llevaras, si es posible. Puedo pagarte como guía.
 -¿Tú tienes idea de cómo se llega hasta allí?
El muchacho se dio cuenta de que el dueño del bar andaba cerca, escuchando atentamente la conversación. Se sentía molesto por su presencia; pero había encontrado un guía, y no podía perder aquella oportunidad.
 -Hay que atravesar todo el desierto del Sahara -continuó el recién llegado-, y para eso se necesita dinero. Quiero saber si tienes el dinero suficiente.
 Al muchacho le extrañó la pregunta que le había formulado el recién llegado. Pero confiaba en el viejo, y el viejo le había dicho que cuando se quiere una cosa, el Universo siempre conspira a favor. Sacó su dinero del bolsillo y se lo mostró
 -¡Vámonos! -dijo el recién llegado-. Él no quiere que nos quedemos aquí.
 El muchacho se sintió aliviado: Se levantó para pagar la cuenta, pero el dueño lo agarró y comenzó a hablarle sin parar. Aunque era fuerte, estaba en una tierra extranjera. Fue su nuevo amigo quien empujó al dueño hacia un lado y acompañó al chico hasta la calle.
 -Quería tu dinero -dijo-. Tánger no es igual que el resto de África.
 Estamos en un puerto, y en los puertos hay siempre muchos ladrones.
 Podía confiar en su nuevo amigo. Le había ayudado en una situación crítica. Sacó nuevamente el dinero y lo contó. -Podemos llegar mañana a las Pirámides -dijo el otro cogiendo el dinero-. Pero necesito comprar dos camellos.
 Salieron andando por las estrechas calles de Tánger. En todas las esquinas había puestos de cosas para vender. Por fin llegaron al centro de una gran plaza, donde funcionaba el mercado. Había millares de personas discutiendo, vendiendo, comprando; hortalizas mezcladas con dagas, alfombras junto a todo tipo de pipas. Pero el muchacho no apartaba los ojos de su nuevo amigo. Al fin y al cabo, tenía todo su dinero en las manos. Pensó en pedirle que se lo devolviera, pero temió que lo considerara una falta de delicadeza. Él no conocía las costumbres de las tierras extrañas que estaban pisando. «Bastará con vigilarlo», se dijo. Era más fuerte que el otro.
 De repente, en medio de toda aquella confusión, apareció la espada más hermosa que jamás había visto en su vida: la vaina era plateada y la empuñadura negra, con piedras incrustadas. Se prometió a sí mismo que cuando regresara de Egipto la compraría.
 -Pregúntale al dueño cuánto cuesta -pidió al amigo. Pero se dio cuenta de que se había quedado dos segundos distraído mirándola. Sintió el corazón comprimido, como si todo su pecho se hubiera encogido de repente. Tuvo miedo de mirar a su lado, porque sabía con lo que se iba a encontrar. Sus ojos continuaron fijos en la hermosa espada algunos momentos más hasta que se armó de valor y se dio vuelta.
 A su alrededor, el mercado, las personas yendo y viniendo, gritando y comprando, las alfombras mezcladas con las avellanas, las lechugas junto a las monedas de cobre, los hombres cogidos de la mano por las calles, las mujeres con velo, el olor a comida extraña, pero en ninguna parte, absoluta y definitivamente en ninguna parte, el rostro de su compañero. El muchacho aún quiso pensar que se habían perdido de vista momentáneamente. Resolvió quedarse allí mismo, esperando a que el otro volviera. A1 poco tiempo, un individuo subió a una de aquellas torres y comenzó a cantar; todos se arrodillaron, golpearon la cabeza en el suelo y cantaron también. Después, como un ejército de laboriosas hormigas, deshicieron los puestos de venta y se marcharon. El sol comenzó a irse también. El muchacho lo contempló durante mucho tiempo, hasta que se escondió detrás de las casas blancas que rodeaban la plaza. Recordó que cuando aquel sol había nacido por la mañana, él estaba en otro continente, era un pastor, tenía sesenta ovejas y una cita concertada con una chica. Por la mañana, mientras andaba por los campos, sabía todo lo que le iba a suceder. Sin embargo, ahora que el sol se escondía, estaba en un país diferente, era un extraño en una tierra extraña, donde ni siquiera podía entender el idioma que hablaban. Ya no era un pastor y no tenía nada más en la vida, ni siquiera dinero para volver y empezar de nuevo.
Pero el mercado estaba vacío y él estaba lejos de la patria. El muchacho lloró. Lloró porque Dios era injusto, y retribuía de esta forma a las personas que creían en sus propios sueños. «Cuando yo estaba con las ovejas era feliz, e irradiaba siempre felicidad a mi alrededor. Las personas me veían llegar y me recibían bien. Pero ahora estoy triste e infeliz. ¿Qué haré? Voy a ser más duro y no confiaré más en las personas, porque una de ellas me traicionó. Voy a odiar a los que encontraron tesoros escondidos, porque yo no encontré el mío. Y siempre procuraré conservar lo poco que tengo, porque soy demasiado pequeño para abarcar al mundo.»
 Abrió su zurrón para ver lo que tenía dentro; quizá le había sobrado algo del bocadillo que había comido en el barco. Pero sólo encontró el libro grueso, la chaqueta y las dos piedras que le había dado el viejo. A1 mirar las piedras sintió una inmensa sensación de alivio. Había cambiado seis ovejas por dos piedras preciosas, extraídas de un pectoral de oro. Podía vender las piedras y comprar el pasaje de regreso.  «Ahora seré más listo», pensó el chico sacando las piedras de la bolsa para esconderlas en el bolsillo. Aquello era un puerto y ésta era la única verdad que el otro chico le había dicho: un puerto está siempre lleno de ladrones.
Ahora entendía también la desesperación del dueño del bar; estaba intentando avisarle de que no confiara en aquel hombre. «Soy como todas las personas: veo el mundo tal como desearía que sucedieran las cosas, y no como realmente suceden.»
Miró a su alrededor, buscando a sus ovejas, y se dio cuenta de que estaba en otro mundo. En vez de sentirse triste, se sintió feliz. Ya no tenía que seguir buscando agua y comida; ahora podía seguir en busca de un tesoro. No tenía un céntimo en el bolsillo, pero tenía fe en la vida. La noche anterior había escogido ser un aventurero, igual que los personajes de los libros que solía leer. Comenzó a deambular sin prisa por la plaza. Los comerciantes levantaban sus paradas; ayudó a un pastelero a montar la suya. Había una sonrisa diferente en el rostro de aquel pastelero: estaba alegre, despierto ante la vida, listo para empezar un buen día de trabajo. Era una sonrisa que le recordaba algo al viejo, aquel viejo y misterioso rey que había conocido. «Este pastelero no hace dulces porque quiera viajar, o porque se quiera casar con la hija de un comerciante. Este pastelero hace dulces porque le gusta hacerlos», pensó el muchacho, y notó que podía hacer lo mismo que el viejo: saber si una persona está próxima o distante de su Leyenda Personal sólo con mirarla. «Es fácil, yo nunca me había dado cuenta de esto.»
«Todo es una sola cosa», había dicho el viejo. Decidió caminar sin prisas y sin ansiedad por las callejuelas de Tánger; sólo así conseguiría percibir las señales. Exigía mucha paciencia, pero ésta es la primera virtud que un pastor aprende. Nuevamente se dio cuenta de que estaba aplicando a aquel mundo extraño las mismas lecciones que le habían enseñado sus ovejas. «Todo es una sola cosa», había dicho el viejo.
Cuando faltaban algunos minutos para el almuerzo, un muchacho extranjero se detuvo delante de su escaparate. No iba mal vestido, pero los ojos experimentados del Mercader de Cristales adivinaron que el muchacho no tenía dinero. Aun así decidió esperar un momento, hasta que el muchacho se fuera. Había un cartel en la puerta en el que ponía que allí se hablaban varias lenguas. El muchacho vio aparecer a un hombre tras el mostrador.
-Puedo limpiar estos jarros si usted quiere -dijo el chico-. Tal como están ahora, nadie va a querer comprarlos. El hombre lo miró sin decir nada. -A cambio, usted me paga un plato de comida. El hombre continuó en silencio, y el chico sintió que debía tomar una decisión. Dentro de su zurrón tenía la chaqueta, que no iba a necesitar en el desierto. La sacó y comenzó a limpiar los jarros. Durante media hora limpió todos los jarros del escaparate; en ese intervalo entraron dos clientes y compraron algunas piezas al dueño. Cuando acabó de limpiarlo todo, pidió al hombre un plato de comida.
 -Vamos a comer -le dijo el Mercader de Cristales. Colgó un cartel en la puerta y fueron hasta un minúsculo bar, situado en lo alto de la ladera. En cuanto se sentaron a la única mesa existente, el Mercader de Cristales sonrió.
 -No era necesario limpiar nada -aseguró-. La ley del Corán obliga a dar de comer a quien tiene hambre. -¿Entonces por qué dejó que lo hiciera? -preguntó el muchacho.
-Porque los cristales estaban sucios. Y tanto tú como yo necesitábamos apartar los malos pensamientos de nuestras cabezas. Cuando acabaron de comer, el Mercader se dirigió al muchacho: -Me gustaría que trabajases en mi tienda. Hoy entraron dos clientes mientras limpiabas los jarros, y eso es buena señal. «Las personas hablan mucho de señales -pensó el pastor-, pero no se dan cuenta de lo que están diciendo. De la misma manera que yo no me daba cuenta de que desde hacía muchos años hablaba con mis ovejas un lenguaje sin palabras.»
 -¿Quieres trabajar para mí? -insistió el Mercader.
-Puedo trabajar el resto del día -repuso el muchacho.
Limpiaré hasta la madrugada todos los cristales de la tienda. A cambio, necesito dinero para estar mañana en Egipto.
El hombre rió. -Aunque limpiases mis cristales durante un año entero, aunque ganases una buena comisión de venta en cada uno de ellos, aún tendrías que conseguir dinero prestado para ir a Egipto. Hay miles de kilómetros de desierto entre Tánger y las Pirámides.  
El Mercader, asustado, miró al muchacho. Era como si toda la alegría que había visto en él aquella mañana hubiese desaparecido de repente.
 -Puedo darte dinero para que vuelvas a tu tierra, hijo mío –le ofreció.
 El muchacho continuó en silencio. Después se levantó, se arregló la ropa y cogió el zurrón. -Trabajaré con usted - dijo. Y después de otro largo silencio, añadió: Necesito dinero para comprar algunas ovejas.

SEGUNDA PARTE


El muchacho llevaba casi un mes trabajando para el Mercader de Cristales, pero aquél no era exactamente el tipo de empleo que lo hacía feliz. El Mercader se pasaba el día entero refunfuñando detrás del mostrador, pidiéndole que tuviera cuidado con las piezas, que no fuera a romper nada.
Pero continuaba en el empleo porque a pesar de que el mercader era un viejo cascarrabias, no era injusto; el muchacho recibía una buena comisión por cada pieza vendida, y ya había conseguido juntar algún dinero. Aquella mañana había hecho ciertos cálculos: si continuaba trabajando todos los días a ese ritmo, necesitaría un año entero para poder comprar algunas ovejas.
Estaba orgulloso de sí mismo. Había aprendido cosas importantes, como el comercio de cristales, el lenguaje sin palabras y las señales. Entonces el muchacho se acordó del viejo rey, y se sorprendió al darse cuenta del tiempo que hacía que no pensaba en él. Durante un año había trabajado sin parar, pensando sólo en conseguir dinero para no tener que volver a España con la cabeza gacha.
 «Nunca desistas de tus sueños -había dicho el viejo rey-. Sigue las señales.»
 El muchacho recogió a Urim y Tumim del suelo y tuvo nuevamente aquella extraña sensación de que el rey estaba cerca. Había trabajado duro un año, y las señales indicaban que ahora era el momento de partir.
 «Volveré a ser exactamente lo que era antes -pensó-. Aunque las ovejas no me enseñaron a hablar árabe.» Las ovejas, sin embargo, le habían enseñado una cosa mucho más importante: que había un lenguaje en el mundo que todos entendían, y que el muchacho había usado durante todo aquel tiempo para hacer progresar la tienda. Era el lenguaje del entusiasmo, de las cosas hechas con amor y con voluntad, en busca de algo que se deseaba o en lo que se creía. Tánger ya había dejado de ser una ciudad extraña, y él sentía que de la misma manera que había conquistado aquel lugar, podría conquistar el mundo.
 «Cuando deseas alguna cosa, todo el Universo conspira para que puedas realizarla», había dicho el viejo rey. Pero el viejo rey no había hecho referencia a robos, desiertos inmensos o personas que conocen sus sueños pero que no desean realizarlos. El viejo rey no había dicho que las Pirámides no eran más que una montaña de piedras, y que cualquiera podía hacer una montaña de piedras en su huerto. Y se había olvidado de decir que cuando se tiene dinero para comprar un rebaño mayor que el que se poseía, hay que comprar ese rebaño.
El muchacho cogió el zurrón y lo juntó con sus otras bolsas. Bajó la escalera; el viejo estaba atendiendo a una pareja extranjera, mientras otros dos clientes paseaban por la tienda tomando el té en jarras de cristal. Había bastante movimiento para ser aquella hora de la mañana. Desde el lugar donde estaba, notó por primera vez que el cabello del Mercader le recordaba bastante al del viejo rey. Y se acordó de la sonrisa del pastelero el primer día en Tánger, cuando no tenía adónde ir ni qué comer; también aquella sonrisa hacía recordar al viejo rey. «Como si él hubiera pasado por aquí y hubiera dejado una marca -pensó-. Y cada persona hubiera conocido ya a ese rey en algún momento de su vida. Al fin y al cabo, él dijo que siempre aparecía para quien vive su Leyenda Personal.»
 Salió sin despedirse del Mercader de Cristales. No quería llorar porque la gente lo podía ver. Pero sabía que iba a sentir nostalgia de todo aquel tiempo y de todas las cosas buenas que había aprendido. Sin embargo, ahora tenía más confianza en sí mismo y ánimos para conquistar el mundo.
«Pero estoy volviendo a los campos que ya conozco para conducir otra vez las ovejas.» Ya no estaba tan contento con su decisión; había trabajado un año entero para realizar un sueño y cada minuto que pasaba ese sueño iba perdiendo importancia. Quizá porque no era su sueño.
Estaba apenas a dos horas de barco de las llanuras andaluzas, pero había un desierto entero entre él y las Pirámides. El muchacho quizá contempló esta otra manera de enfocar la misma situación: en realidad, estaba dos horas más cerca de su tesoro. Aunque para caminar estas dos horas hubiera tardado un año entero.
 «Sé por qué quiero volver a mis ovejas. Yo ya las conozco; no dan mucho trabajo, y pueden ser amadas. No sé si el desierto puede ser amado, pero es el desierto que esconde mi tesoro. Si no consigo encontrarlo, siempre podré volver a casa. Por lo pronto la vida me ha dado suficiente dinero, y tengo todo el tiempo que necesito; ¿por qué no?»
 En aquel momento sintió una alegría inmensa. Siempre podía volver a ser pastor de ovejas. Siempre podía volver a ser vendedor de cristales. Tal vez el mundo escondiera otros muchos tesoros, pero él había tenido un sueño repetido y había encontrado a un rey. Esas cosas no le sucedían a cualquiera.
Cuando salió del bar estaba muy contento. Se había acordado de que uno de los proveedores del Mercader traía los cristales en caravanas que cruzaban el desierto. Mantuvo a Urim y Tumim en las manos; gracias a aquellas dos piedras había reemprendido el camino hacia su tesoro.
 «Siempre estoy cerca de los que viven su Leyenda Personal», había dicho el viejo rey.
No costaba nada ir hasta el almacén y averiguar si las Pirámides estaban realmente muy lejos. El Inglés estaba sentado en el interior de una edificación que olía a animales, a sudor y a polvo. Aquello no se podía considerar un almacén; apenas era un corral. «Toda mi vida para tener que pasar por un lugar como éste -pensó mientras hojeaba distraído una revista de química-. Diez años de estudio me conducen a un corral.»
 Pero era necesario seguir adelante. Tenía que creer en las señales. Durante toda su vida, sus estudios se concentraron en la búsqueda del lenguaje único hablado por el Universo. Primero se había interesado por el esperanto, después por las religiones y finalmente por la Alquimia. Sabía hablar esperanto, entendía perfectamente las diversas religiones, pero aún no era Alquimista. Es verdad que había conseguido descifrar cosas importantes. Pero sus investigaciones llegaron hasta un punto a partir del cual no podía progresar más. Había intentado en vano entrar en contacto con algún alquimista. Pero los alquimistas eran personas extrañas, que sólo pensaban en ellos mismos, y casi siempre rehusaban ayudar a los demás. Quién sabe si no habían descubierto el secreto de la Gran Obra -llamada Piedra Filosofal- y por eso se encerraban en su silencio.
 Ya había gastado parte de la fortuna que su padre le había dejado buscando inútilmente la Piedra Filosofal. Había consultado las mejores bibliotecas del mundo y comprado los libros más importantes y más raros sobre Alquimia. En uno de ellos descubrió que, muchos años atrás, un famoso alquimista árabe había visitado Europa. Decían de él que tenía más de doscientos años, que había descubierto la Piedra Filosofal y el Elixir de la Larga Vida. El Inglés se quedó impresionado con la historia. Pero no habría pasado de ser una leyenda más si un amigo suyo, al volver de una expedición arqueológica en el desierto, no le hubiese hablado de la existencia de un árabe que tenía poderes excepcionales.
 -Vive en el oasis de al-Fayum -dijo su amigo-. Y la gente dice que tiene doscientos años y que es capaz de transformar cualquier metal en oro.
 El inglés no cabía en sí de tanta emoción. Inmediatamente canceló todos sus compromisos, juntó sus libros más importantes y ahora estaba allí, en aquel almacén parecido a un corral, mientras allá afuera una inmensa caravana se preparaba para cruzar el Sahara. La caravana pasaba por al-Fayum. «Tengo que conocer a ese maldito Alquimista», pensó el inglés. Y el olor de los animales se hizo un poco más tolerable.
 Un joven árabe, también cargado de bolsas, entró en el lugar donde estaba el Inglés y lo saludó. -¿Adónde va? -preguntó el joven árabe.
-Al desierto- repuso el Inglés, y volvió a su lectura. Ahora no quería conversar. Tenía que recordar todo lo que había aprendido durante diez años, porque el Alquimista seguramente lo sometería a alguna especie de prueba.
 El joven árabe sacó un libro escrito en español y empezó a leer. «¡Qué suerte! », pensó el Inglés. Él sabía hablar español mejor que árabe, y si este muchacho fuese hasta al-Fayum tendría a alguien con quien conversar cuando no estuviese ocupado en cosas importantes. «Tiene gracia -pensó el muchacho mientras intentaba leer otra vez la escena del entierro con que comenzaba el libro-. Hace casi dos años que empecé a leerlo y no consigo pasar de estas páginas.» Aunque no había un rey que lo interrumpiera, no conseguía concentrarse. Aún tenía dudas respecto a su decisión. Pero se daba cuenta de una cosa importante: las decisiones eran solamente el comienzo de algo.
 Cuando alguien tomaba una decisión, estaba zambulléndose en una poderosa corriente que llevaba a la persona hasta un lugar que jamás hubiera soñado en el momento de decidirse. «Cuando resolví ir en busca de mi tesoro, nunca imaginé que llegaría a trabajar en una tienda de cristales -se dijo el muchacho para confirmar su razonamiento-. Del mismo modo, el hecho de que me encuentre en esta caravana puede ser una decisión mía, pero el curso que tomará será siempre un misterio.»
 Frente a él había un europeo que también iba leyendo. Era antipático y le había mirado con desprecio cuando él entró. Podían haberse hecho buenos amigos, pero el europeo había interrumpido la conversación.
El muchacho cerró el libro. No quería hacer nada que le hiciese parecerse a aquel europeo. Sacó a Urim y Tumim del bolsillo y comenzó a jugar con ellos. El extranjero dio un grito:
 -¡Un Urim y un Tumim!
El chico volvió a guardar las piedras rápidamente. -No están en venta -dijo. -No valen mucho -replicó el Inglés-. No son más que cristales de roca. Hay millones de cristales de roca en la tierra, pero para quien entiende, éstos son Urim y Tumim. No sabía que existiesen en esta parte del mundo. -Me las regaló un rey -aseguró el muchacho.
El extranjero se quedó mudo. Después metió la mano en su bolsillo y retiró, tembloroso, dos piedras iguales. -¿Has dicho un rey? -repitió.
 -Y usted no cree que los reyes conversen con pastores -dijo el chico. Esta vez era él quien quería acabar la conversación. Al contrario, los pastores fueron los primeros en reconocer a un rey que el resto del mundo rehusó reconocer. Por eso es muy probable que los reyes conversen con los pastores.
 »Está en la Biblia -prosiguió el Inglés temiendo que el muchacho no lo estuviera entendiendo-. El mismo libro que me enseñó a hacer este Urim y este Tumim. Estas piedras eran la única forma de adivinación permitida por Dios. Los sacerdotes las llevaban en un pectoral de oro.
El muchacho se alegró enormemente de estar allí.  
-Quizá esto sea una señal -dijo el Inglés como pensando en voz alta.
-¿Quién le habló de señales?
El interés del chico crecía a cada momento.
-Todo en la vida son señales -aclaró el Inglés cerrando la revista que estaba leyendo-. El Universo fue creado por una lengua que todo el mundo entiende, pero que ya fue olvidada. Estoy buscando ese Lenguaje Universal, entre otras cosas.
 »Por eso estoy aquí. Porque tengo que encontrar a un hombre que conoce el Lenguaje Universal. Un Alquimista. La conversación fue interrumpida por el jefe del almacén.
-Tenéis suerte -dijo el árabe gordo-. Esta tarde sale una caravana para al-Fayum.
 -Pero yo voy a Egipto -replicó el muchacho.
-Al-Fayum está en Egipto -dijo el dueño-. ¿Qué clase de árabe eres tú?
 El muchacho explicó que era español. El Inglés se sintió satisfecho: aunque vestido de árabe, el joven, al menos, era europeo. -Él llama «suerte» a las señales -dijo el Inglés después de que el árabe gordo se fue-. Si yo pudiese, escribiría una gigantesca enciclopedia sobre las palabras «suerte» y «coincidencia». Es con estas palabras con las que se escribe el Lenguaje Universal.
 Después comentó con el muchacho que no había sido «coincidencia» encontrarlo con Urim y Tumim en la mano. Le preguntó si él también estaba buscando al Alquimista.
-Voy en busca de un tesoro -confesó el muchacho, y se arrepintió de inmediato. Pero el Inglés pareció no darle importancia. -En cierta manera, yo también -dijo. -Y ni siquiera sé lo que quiere decir Alquimia -añadió el muchacho, cuando el dueño del almacén empezó a llamarlos para que salieran.
 -Yo soy el Jefe de la Caravana -dijo un señor de barba larga y ojos oscuros-. Tengo poder sobre la vida y la muerte de las personas que viajan conmigo. Porque el desierto es una mujer caprichosa que a veces enloquece a los hombres.
 Eran casi doscientas personas, y el doble de animales: camellos, caballos, burros, aves. El Inglés llevaba varias maletas llenas de libros. Había mujeres, niños, y varios hombres con espadas en la cintura y largas espingardas al hombro. Una gran algarabía llenaba el lugar, y el Jefe tuvo que repetir varias veces sus palabras para que todos lo oyesen.
-Hay varios hombres y dioses diferentes en el corazón de estos hombres. Pero mi único Dios es Alá, y por él juro que haré todo lo posible para vencer una vez más al desierto. Ahora quiero que cada uno de vosotros jure por el Dios en el que cree, en el fondo de su corazón, que me obedecerá en cualquier circunstancia. En el desierto, la desobediencia significa la muerte.
Un murmullo recorrió a todos los presentes, que estaban jurando en voz baja ante su Dios. El muchacho juró por Jesucristo. El Inglés permaneció en silencio. El murmullo se prolongó más de lo necesario para un simple juramento, porque las personas también estaban pidiendo protección al cielo.
 Se oyó un largo toque de clarín y cada cual montó en su animal. El muchacho y el Inglés habían comprado camellos, y montaron en ellos con cierta dificultad. Al muchacho le dio lástima el camello del Inglés: iba cargado con pesadas maletas llenas de libros.
 -No existen las coincidencias -dijo el Inglés intentando continuar la conversación que habían iniciado en el almacén-. Fue un amigo quien me trajo hasta aquí porque conocía a un árabe.
 Pero la caravana se puso en marcha y le resultó imposible escuchar lo que el Inglés estaba diciendo. No obstante, el muchacho sabía exactamente de qué se trataba: era la cadena misteriosa que va uniendo una cosa con otra, la misma que lo había llevado a ser pastor, a tener el mismo sueño repetido, a estar en una ciudad cerca de África, y a encontrar en la plaza a un rey, a que le robaran para conocer a un mercader de cristales, y...
«Cuanto más se aproxima uno al sueño, más se va convirtiendo la Leyenda Personal en la verdadera razón de vivir», pensó el muchacho. La caravana se dirigía hacia poniente. Viajaban por la mañana, paraban cuando el sol calentaba más, y proseguían al atardecer. El muchacho conversaba poco con el Inglés, que pasaba la mayor parte del tiempo entretenido con sus libros.
Entonces se dedicó a observar en silencio la marcha de animales y hombres por el desierto. Ahora todo era muy diferente del día en que partieron. Aquel día de confusión, gritos, llantos, criaturas y relinchos de animales se mezclaban con las órdenes nerviosas de los guías y de los comerciantes. En el desierto, en cambio, reinaba el viento eterno, el silencio y el casco de los animales. Hasta los guías conversaban poco entre sí.
 -He cruzado muchas veces estas arenas -dijo un camellero cierta noche-. Pero el desierto es tan grande y los horizontes tan lejanos que hacen que uno se sienta pequeño y permanezca en silencio. El muchacho entendió lo que el camellero quería decir, aun sin haber pisado nunca antes un desierto. Cada vez que miraba el mar o el fuego era capaz de quedarse horas callado, sin pensar en nada, sumergido en la inmensidad y la fuerza de los elementos. «Aprendí con las ovejas y aprendí con los cristales -pensó-. Puedo aprender también con el desierto. Él me parece más viejo y más sabio.»
 El viento no paraba nunca. El muchacho se acordó del día en que sintió ese mismo viento, sentado en un fuerte en Tarifa. Tal vez ahora estaría rozando levemente la lana de sus ovejas, que seguían en busca de alimento y agua por los campos de Andalucía.
 «Ya no son mis ovejas -se dijo sin nostalgia-. Deben de haberse acostumbrado a otro pastor y ya me habrán olvidado. Es mejor así. Quien está acostumbrado a viajar, como las ovejas, sabe que siempre es necesario partir un día.»
 También se acordó de la hija del comerciante y tuvo la seguridad de que ya se habría casado. Quién sabe si con un vendedor de palomitas, o con un pastor que como él supiera leer y contase historias extraordinarias; al fin y al cabo, él no debía de ser el único. Pero se quedó impresionado con su presentimiento: quizá él estuviese aprendiendo también esta historia del Lenguaje Universal, que sabe el pasado y presente de todos los hombres. «Presentimientos», como acostumbraba decir su madre. El muchacho comenzó a entender que los presentimientos eran las rápidas zambullidas que el alma daba en esta corriente Universal de vida, donde la historia de todos los hombres está ligada entre sí, y podemos saberlo todo, porque todo está escrito.
 -Maktub -dijo el muchacho recordando las palabras del Mercader de Cristales.
 El desierto a veces se componía de arena y otras veces de piedra. Si la caravana llegaba frente a una piedra, la contorneaba; si se encontraba frente a una roca, daba una larga vuelta. Si la arena era demasiado fina para los cascos de los camellos, buscaban un lugar donde fuera más resistente. En algunas ocasiones el suelo estaba cubierto de sal, lo cual indicaba que allí debía de haber existido un lago. Los animales entonces se quejaban, y los camelleros se bajaban y los descargaban.
Después se colocaban las cargas en su propia espalda, pasaban sobre el suelo traicionero y nuevamente cargaban a los animales. Si un guía enfermaba y moría, los camelleros echaban suertes y escogían a un nuevo guía. Pero todo esto sucedía por una única razón: por muchas vueltas que tuviera que dar, la caravana se dirigía siempre a un mismo punto.
 Una vez vencidos los obstáculos, volvía a colocarse de nuevo hacia el astro que indicaba la posición del oasis. Cuando las personas veían aquel astro brillando en el cielo por la mañana, sabían que estaba señalando un lugar con mujeres, agua, dátiles y palmeras. El único que no se enteraba de todo eso era el Inglés, pues se pasaba la mayor parte del tiempo sumergido en la lectura de sus libros. El muchacho también tenía un libro que había intentado leer durante los primeros días de viaje. Pero encontraba mucho más interesante contemplar la caravana y escuchar el viento. Así que aprendió a conocer mejor a su camello y al aficionarse a él, tiró el libro. Era un peso innecesario, aunque el chico había alimentado la superstición de que cada vez que abría el libro encontraba a alguien importante.
Terminó trabando amistad con el camellero que viajaba siempre a su lado. De noche, cuando paraban y descansaban alrededor de las hogueras, solía contarle sus aventuras como pastor. Durante una de esas conversaciones, el camellero comenzó a su vez a hablarle de su vida.
 -Yo vivía en un lugar cercano a El Cairo -le explicó-. Tenía mi huerto, mis hijos y una vida que no iba a cambiar hasta el momento de mi muerte. Un año que la cosecha fue excelente, fuimos todos hasta La Meca y yo cumplí con la única obligación que me faltaba llevar acabo en la vida. Podía morir en paz, y me agradaba la idea...
»Cierto día la tierra comenzó a temblar, y el Nilo se desbordó. Lo que yo pensaba que sólo ocurría a los otros terminó pasándome a mí. Mis vecinos tuvieron miedo de perder sus olivos con las inundaciones; mi mujer de que las aguas se llevaran a nuestros hijos, y yo de ver destruido todo lo que había conquistado.
 Pero no hubo solución. La tierra quedó inservible y tuve que buscar otro medio de subsistencia. Hoy soy camellero. Pero entonces entendí la palabra de Alá, nadie siente miedo de lo desconocido porque cualquier persona es capaz de conquistar todo lo que quiere y necesita.
»Sólo sentimos miedo de perder aquello que tenemos, ya sean nuestras vidas o nuestras plantaciones. Pero este miedo pasa cuando entendemos que nuestra historia y la historia del mundo fueron escritas por la misma Mano.
 A veces las caravanas se encontraban durante la noche. Siempre una de ellas tenía lo que la otra necesitaba, como si realmente todo estuviera escrito por una sola Mano. Los camelleros intercambiaban informaciones sobre las tempestades de viento y se reunían en torno a las hogueras para contar las historias del desierto. En otras ocasiones llegaban misteriosos hombres encapuchados; eran beduinos que espiaban las rutas seguidas por las caravanas. Traían noticias de asaltantes y de tribus bárbaras. Llegaban y partían en silencio, con sus ropas negras que sólo dejaban ver los ojos. Una de esas noches el camellero se acercó hasta la hoguera donde el muchacho estaba sentado junto al Inglés.
 -Se rumorea que hay guerra entre los clanes -dijo el camellero.
Los tres se quedaron callados. El muchacho notó que el miedo flotaba en el aire, aunque nadie dijese ni una palabra. Nuevamente estaba percibiendo el lenguaje sin palabras, el Lenguaje Universal. Poco después el Inglés preguntó si había peligro.-Quien entra en el desierto no puede volver atrás -repuso el camellero-. Y cuando no se puede volver atrás, sólo debemos preocuparnos por la mejor manera de seguir hacia adelante. El resto es por cuenta de Alá, inclusive el peligro.
Y concluyó diciendo la misteriosa palabra: Maktub.-Tendría que prestar más atención a las caravanas -dijo el muchacho al Inglés cuando el camellero se fue-. Dan muchas vueltas, pero siempre mantienen el mismo rumbo.
 -Y tú tendrías que leer más sobre el mundo -replicó el Inglés-. Los libros son igual que las caravanas. El inmenso grupo de hombres y animales empezó a caminar más rápido. Además del silencio durante el día, las noches -cuando las personas se reunían para conversar en torno a las hogueras- comenzaron a hacerse también silenciosas. Cierto día el Jefe de la Caravana decidió que no podían encenderse más hogueras, para no llamar la atención.
Los viajeros se vieron obligados a formar un gran círculo con los animales y a colocarse todos en el centro, intentando protegerse del frío nocturno. El Jefe instaló centinelas armados alrededor del grupo. Una de aquellas noches, el Inglés no podía dormir. Llamó al muchacho y comenzaron a pasear por las dunas que rodeaban el campamento. Era una noche de luna llena, y el muchacho contó al Inglés toda su historia.
El Inglés se quedó fascinado con el relato de la tienda que había prosperado después de que el chico empezó a trabajar allí. -Éste es el principio que mueve todas las cosas -dijo-En Alquimia se le denomina el Alma del Mundo. Cuando deseas algo con todo tu corazón, estás más próximo al Alma del Mundo. Es una fuerza siempre positiva.
 Le explicó también que esto no era un don exclusivo de los hombres; todas las cosas sobre la faz de la Tierra tenían también una alma, independientemente de si era mineral, vegetal, animal o apenas un simple pensamiento.
 -Todo lo que está sobre la faz de la Tierra se transforma siempre, porque la Tierra está viva, y tieneuna alma. Somos parte de esta Alma y raramente sabemos que ella siempre trabaja en nuestro favor. Pero tú debes entender que en la tienda de los cristales, hasta los jarros estaban colaborando en tu éxito.
 El muchacho se quedó callado unos instantes, mirando la luna y la arena blanca.
 -He visto la caravana caminando a través del desierto -dijo por fin-. Ella y el desierto hablan la misma lengua y por eso él permite que ella lo atraviese. Probará cada paso suyo, para ver si está en perfecta sintonía con él; y si lo está, ella llegará al oasis.
 »Si uno de nosotros llegase aquí con mucho valor, pero sin entender este lenguaje, moriría el primer día.
Continuaron mirando la luna juntos. -Ésta es la magia de las señales -continuó el muchacho-. He visto cómo los guías leen las señales del desierto y cómo el alma de la caravana conversa con el alma del desierto.
Permanecieron varios minutos en silencio. -Tengo que prestar más atención a la caravana -dijo por fin el Inglés.
-Y yo tengo que leer sus libros -dijo el muchacho.
Eran libros extraños. Hablaban de mercurio, sal, dragones y reyes, pero él no conseguía entender nada. Sin embargo, había una idea que parecía repetirse en todos los libros: todas las cosas eran manifestaciones de una cosa sola.
 En uno de los libros descubrió que el texto más importante de la Alquimia constaba de unas pocas líneas, y había sido escrito en una simple esmeralda.
 -Es la Tabla de la Esmeralda -dijo el Inglés, orgulloso de enseñarle algo al muchacho.
 -Y entonces, ¿para qué tantos libros?
-Para entender estas líneas -repuso el Inglés, aunque no estaba muy convencido de su propia respuesta.
 El libro que más interesó al muchacho contaba la historia de los alquimistas famosos. Eran hombres que habían dedicado toda su vida a purificar metales en los laboratorios; creían que si un metal se mantenía permanentemente al fuego durante muchos años, terminaría liberándose de todas sus propiedades individuales y sólo restaría el Alma del Mundo. Esta Cosa Única permitía que los alquimistas entendiesen cualquier cosa sobre la faz de la Tierra, porque ella era el lenguaje a través del cual las cosas se comunicaban. A este descubrimiento lo llamaban la Gran Obra, que estaba compuesta por una parte líquida y una parte sólida.
-¿No basta con observar a los hombres y a las señales para descubrir este lenguaje? -preguntó el chico. -Tienes la manía de simplificarlo todo -repuso el Inglés irritado-.La Alquimia es un trabajo muy serio. Exige que se siga cada paso exactamente como los maestros lo enseñaron.
El muchacho descubrió que la parte líquida de la Gran Obra era llamada Elixir de la Larga Vida, que curaba todas las enfermedades y evitaba que el alquimista envejeciese. Y la parte sólida se conocía con el nombre de Piedra Filosofal.
 -No es fácil descubrir la Piedra Filosofal -dijo el Inglés-. Los alquimistas pasaban muchos años en los laboratorios contemplando aquel fuego que purificaba los metales. Miraban tanto el fuego que poco a poco sus cabezas iban perdiendo todas las vanidades del mundo. Entonces, un buen día, descubrían que la purificación de los metales había terminado por purificarlos a ellos mismos. El muchacho se acordó del Mercader de Cristales. Él le había dicho que era buena idea limpiar los jarros para que ambos se liberasen.
Cada vez estaba más convencido de que la Alquimia podría aprenderse en la vida cotidiana. -Además -añadió el Inglés-, la Piedra Filosofal tiene una propiedad fascinante: un pequeño fragmento de ella es capaz de transformar grandes cantidades de metal en oro.
A partir de esta frase, el muchacho empezó a interesarse en la Alquimia.
-He aprendido que el mundo tiene una Alma y que quien entienda esa Alma entenderá el lenguaje de las cosas. Aprendí que muchos alquimistas vivieron su Leyenda Personal y terminaron descubriendo el Alma del Mundo, la Piedra Filosofal y el Elixir.
 La caravana comenzó a viajar día y noche. A cada momento aparecían los mensajeros encapuchados, y el camellero que se había hecho amigo del muchacho explicó que la guerra entre los clanes había comenzado. Tendrían mucha suerte si conseguían llegar al oasis.
 Los animales estaban agotados y los hombres cada vez más silenciosos. El silencio era más terrible por la noche, cuando un simple relincho de camello -que antes no pasaba de ser un relincho de camello- ahora asustaba a todo el mundo y podía ser una señal de invasión.
Dos noches después, cuando se preparaba para dormir, el muchacho miró en dirección al astro que seguían durante la noche. Le pareció que el horizonte estaba un poco más bajo, porque sobre el desierto había centenares de estrellas. -Es el oasis -dijo el camellero. -¿Y por qué no vamos inmediatamente? -Porque necesitamos dormir.
El muchacho abrió los ojos cuando el sol comenzaba a nacer. Frente a él, donde las pequeñas estrellas habían estado durante la noche, se extendía una fila interminable de palmeras que cubría todo el horizonte.
 -¡Lo conseguimos! -dijo el Inglés, que también acababa de levantar- se.
 El muchacho, sin embargo, permaneció callado. Había aprendido el silencio del desierto y se contentaba con mirar las palmeras que tenía delante de él. Aún debía caminar mucho para llegar a las Pirámides, y algún día aquella mañana no sería más que un recuerdo.
 Pero ahora era el momento presente, la fiesta que había descrito el camellero, y él estaba procurando vivirlo con las lecciones de su pasado y los sueños de su futuro. Un día, aquella visión de millares de palmeras sería sólo un recuerdo. Pero para él, en este momento, significaba sombra, agua y un refugio para la guerra. De la misma manera que un relincho de camello podía transformarse en peligro, una hilera de palmeras podía significar un milagro. «El mundo habla muchos lenguajes», pensó el muchacho.
 «Cuando los tiempos van de prisa, las caravanas corren también», pensó el Alquimista mientras veía llegar a centenares de personas y animales al Oasis. Los habitantes gritaban detrás de los recién llegados, el polvo cubría el sol del desierto y los niños saltaban de excitación al ver a los extraños. El Alquimista vio cómo los jefes tribales se aproximaban al Jefe de la Caravana y conversaban largamente entre sí.
Pero nada de todo aquello interesaba al Alquimista. Ya había visto a mucha gente llegar y partir, mientras el Oasis y el desierto permanecían invariables. Había visto a reyes y mendigos pisando aquellas arenas que siempre cambiaban de forma a causa del viento, pero que eran las mismas que él había conocido de niño.
El camellero explicó al muchacho que los oasis en el desierto eran siempre considerados terreno neutral, porque la mayor parte de sus habitantes eran mujeres y niños, y había oasis en ambos bandos. Así, los guerreros lucharían en las arenas del desierto, pero respetarían los oasis como ciudades de refugio.
 El Jefe de la Caravana los reunió a todos con cierta dificultad y comenzó a darles instrucciones. Permanecerían allí hasta que la guerra entre los clanes hubiese terminado. Como eran visitantes, deberían compartir las tiendas con los habitantes del oasis, que les cederían los mejores lugares. Era la hospitalidad que imponía la Ley. Después pidió que todos, inclusive sus propios centinelas, entregasen las armas a los hombres indicados por los jefes tribales. -Son las reglas de la guerra -explicó el Jefe de la Caravana. De esta manera, los oasis no pueden hospedar a ejércitos ni guerreros.
Para sorpresa del muchacho, el Inglés sacó de su chaqueta un revólver cromado y lo entregó al hombre que recogía las armas. -¿Para qué quiere un revólver? -preguntó.
 -Para aprender a confiar en los hombres -repuso el Inglés. Estaba contento por haber llegado al final de su búsqueda. El muchacho, en cambio, pensaba en su tesoro. Cuanto más se acercaba a su sueño, más difíciles se tornaban las cosas. Ya no funcionaba aquello que el viejo rey había llamado «suerte del principiante». Lo único que él sabía que funcionaba era la prueba de la persistencia y del coraje de quien busca su Leyenda Personal. Por eso no podía apresurarse, ni impacientarse. Si actuara así, terminaría no viendo las señales que Dios había puesto en su camino.
«... que Dios colocó en mi camino», pensó el muchacho sorprendido. Hasta aquel momento había considerado las señales como algo perteneciente al mundo. Algo como comer o dormir, algo como buscar un amor o conseguir un empleo. Nunca antes había pensado que éste era un lenguaje que Dios estaba usando para mostrarle lo que debía hacer.
«No te impacientes -se repitió para sí-. Como dijo el camellero, come a la hora de comer. Y camina a la hora de caminar.» El primer día todos durmieron de cansancio, inclusive el inglés. El muchacho estaba instalado lejos de él, en una tienda con otros cinco jóvenes de edad similar a la suya. Eran gente del desierto, y querían saber historias de las grandes ciudades. El muchacho les habló de su vida de pastor, e iba a empezar a relatarles su experiencia en la tienda de cristales cuando se presentó el Inglés.
 -Te he buscado toda la mañana -dijo mientras se lo llevaba afuera-. Necesito que me ayudes a descubrir dónde vive el Alquimista.
 Empezaron por recorrer las tiendas donde vivieran hombres solos. Un Alquimista seguramente viviría de manera diferente de las otras personas del oasis, y sería muy probable que en su tienda hubiera un horno permanentemente encendido. Caminaron bastante, hasta que se quedaron convencidos de que el oasis era mucho mayor de lo que podían imaginar, y que albergaba centenares de tiendas. -Hemos perdido casi todo el día -dijo el Inglés mientras se sentaba junto al chico cerca de uno de los pozos del oasis.
 -Será mejor que preguntemos -propuso el muchacho.
El Inglés no quería revelar su presencia en el oasis, y se mostró indeciso ante la sugerencia. Pero acabó accediendo y le pidió al muchacho, que hablaba mejor el árabe, que lo hiciera. Éste se aproximó a una mujer que había ido al pozo para llenar de agua un saco de piel de carnero.
-Buenas tardes, señora. Me gustaría saber dónde vive un Alquimista en este oasis -preguntó el muchacho.
La mujer le respondió que jamás había oído hablar de eso, y se marchó inmediatamente. Antes, no obstante, avisó al chico de que no debía conversar con mujeres vestidas de negro porque eran mujeres casadas, y él tenía que respetar la Tradición.
 El Inglés se quedó decepcionadísimo. Había hecho todo el viaje para nada. El muchacho también se entristeció. Su compañero también estaba buscando su Leyenda Personal, y cuando alguien hace esto, todo el Universo conspira para que la persona consiga lo que desea. Lo había dicho el viejo rey, y no podía estar equivocado.
-Yo nunca había oído hablar antes de alquimistas -dijo el chico-. Si no intentaría ayudarte.
 De repente los ojos del Inglés brillaron.
-¡De eso se trata! ¡Quizá aquí nadie sepa lo que es un alquimista!
 Pregunta por el hombre que cura las enfermedades en la aldea.
Varias mujeres vestidas de negro fueron a buscar agua al pozo, pero el muchacho no se dirigió a ninguna de ellas, por más que el Inglés le insistió. Hasta que por fin se acercó un hombre.
-¿Conoce a alguien que cure las enfermedades aquí? -preguntó el chico.
 -Alá cura todas las enfermedades -dijo el hombre, visiblemente espantado por los extranjeros-. Vosotros estáis buscando brujos.
Y después de recitar algunos versículos del Corán, siguió su camino.
Otro hombre se aproximó. Era más viejo, y traía sólo un pequeño cubo. El muchacho repitió la pregunta.
 -¿Por qué queréis conocer a esa clase de hombre? -respondió el árabe con otra pregunta.
 -Porque mi amigo viajó muchos meses para encontrarlo -repuso el chico.
 -Si este hombre existe en el oasis, debe de ser muy poderoso –dijo el viejo después de meditar unos instantes-. Ni los jefes tribales consiguen verlo cuando lo necesitan. Sólo cuando él lo decide.
 »Esperad a que termine la guerra. Y entonces, partid con la caravana. No queráis entrar en la vida del oasis -concluyó alejándose. Pero el Inglés quedó exultante. Estaban en la pista correcta.
Finalmente apareció una moza que no iba vestida de negro. Traía un cántaro en el hombro, y la cabeza cubierta con un velo, pero tenía el rostro descubierto. El muchacho se aproximó para preguntarle sobre el Alquimista.
 Entonces fue como si el tiempo se parase y el Alma del Mundo surgiese con toda su fuerza ante él. Cuando vio sus ojos negros, sus labios indecisos entre una sonrisa y el silencio, entendió la parte más importante y más sabia del Lenguaje que todo el mundo hablaba y que todas las personas de la tierra eran capaces de entender en sus corazones. Y esto se llamaba Amor, algo más antiguo que los hombres y que el propio desierto, y que sin embargo resurgía siempre con la misma fuerza dondequiera que dos pares de ojos se cruzaran como se cruzaron los de ellos delante del pozo. Los labios finalmente decidieron ofrecer una sonrisa, y aquello era una señal, la señal que él esperó sin saberlo durante tanto tiempo en su vida, que había buscado en las ovejas y en los libros, en los cristales y en el silencio del desierto.
Allí estaba el puro lenguaje del mundo, sin explicaciones, porque el Universo no necesitaba explicaciones para continuar su camino en  el espacio sin fin. Todo lo que el muchacho entendía en aquel momento era que estaba delante de la mujer de su vida, y sin ninguna necesidad de palabras, ella debía de saberlo también. Estaba más seguro de esto que de cualquier cosa en el mundo, aunque sus padres, y los padres de sus padres, dijeran que era necesario salir, simpatizar, prometerse, conocer bien a la persona y tener dinero antes de casarse. Los que decían esto quizá jamás hubiesen conocido el Lenguaje Universal, porque cuando nos sumergimos en él es fácil entender que siempre existe en el mundo una persona que espera a otra, ya sea en medio del desierto o en medio de una gran ciudad.
El Inglés se levantó de donde estaba sentado y sacudió al chico. -¡Vamos, pregúntaselo a ella! Él se aproximó a la joven. Ella volvió a sonreír. Él sonrió también.
-¿Cómo te llamas? -preguntó.
-Me llamo Fátima -dijo la joven mirando al suelo.
-En la tierra de donde yo vengo algunas mujeres se llaman así.
-Es el nombre de la hija del Profeta -explicó Fátima-. Los guerreros lo llevaron allí.
 La delicada moza hablaba de los guerreros con orgullo. Como a su lado el Inglés insistía, el muchacho le preguntó por el hombre que curaba todas las enfermedades.
 -Es un hombre que conoce los secretos del mundo. Conversa con los djins del desierto -dijo ella. Los djins eran los demonios. La moza señaló hacia el sur, hacia el lugar donde habitaba aquel extraño hombre.
 Después llenó su cántaro y se fue. El Inglés se fue también, en busca del Alquimista. Y el muchacho se quedó mucho tiempo sentado al lado del pozo, entendiendo que algún día el Levante había dejado en su rostro el perfume de aquella mujer, y que ya la amaba incluso antes de saber que existía, y que su amor por ella haría que encontrase todos los tesoros del mundo.
Al día siguiente el muchacho volvió al pozo a esperar a la moza. Para su sorpresa, se encontró allí con el Inglés, mirando por primera vez hacia el desierto.
 -Esperé toda la tarde y toda la noche -le dijo-. Él llegó con las primeras estrellas. Le conté lo que estaba buscando. Entonces él me preguntó si ya había transformado plomo en oro, y yo le dije que eso era lo que quería aprender.
 »Y me mandó intentarlo. Todo lo que me dijo fue: «Ve e inténtalo.»
El chico guardó silencio. El Inglés había viajado tanto para oír lo que ya sabía. Entonces se acordó de que él había dado seis ovejas al viejo rey por la misma razón.
 -Entonces, inténtelo -le dijo al Inglés.
 -Es lo que voy a hacer. Y empezaré ahora.
 Al poco rato de haberse ido el Inglés, llegó Fátima para recoger agua con su cántaro.
 -Vine a decirte una cosa muy sencilla -dijo el chico-. Quiero que seas mi mujer. Te amo.
 La moza dejó que su cántaro derramase el agua. -Te esperaré aquí todos los días. Crucé el desierto en busca de un tesoro que se encuentra cerca de las Pirámides. La guerra fue para mí una maldición, pero ahora es una bendición porque me mantiene cerca de ti.
 -La guerra se acabará algún día -dijo la moza.
 El muchacho miró las datileras del oasis. Había sido pastor. Y allí existían muchas ovejas. Fátima era más importante que el tesoro.
 -Los guerreros buscan sus tesoros -dijo la joven, como si estuviera adivinando el pensamiento del muchacho-. Y las mujeres del desierto están orgullosas de sus guerreros.
Después volvió a llenar su cántaro y se fue. Todos los días el muchacho iba al pozo a esperar a Fátima. Le contó su vida de pastor, su encuentro con el rey, su estancia en la tienda de cristales. Se hicieron amigos, y a excepción de los quince minutos que pasaba con ella, el resto del día se le hacía interminable.
 Cuando ya llevaba casi un mes en el oasis, el Jefe de la Caravana los convocó a todos para una reunión. -No sabemos cuándo se va a acabar la guerra, y no podemos seguir el viaje -dijo-. Los combates durarán mucho tiempo, tal vez muchos años. Cuentan con guerreros fuertes y valientes en ambos bandos, y existe el honor de combatir en ambos ejércitos. No es una guerra entre buenos y malos. Es una guerra entre fuerzas que luchan por el mismo poder, y cuando este tipo de batalla comienza, se prolonga más que las otras, porque Alá está en los dos bandos.
 Las personas se dispersaron. El muchacho se volvió a encontrar con Fátima aquella tarde, y le habló de la reunión.
-El segundo día que nos encontramos -dijo ella-, me hablaste de tu amor. Después me enseñaste cosas bellas, como el Lenguaje y el Alma del Mundo. Todo esto me hace poco a poco ser parte de ti.
El muchacho oía su voz y la encontraba más hermosa que el sonido del viento entre las hojas de las datileras. -Hace mucho tiempo que estuve aquí, en este pozo, esperándote.
 No consigo recordar mi pasado, la Tradición, la manera en que los hombres esperan que se comporten las mujeres del desierto. Desde pequeña soñaba que el desierto me traería el mayor regalo de mi vida. Este regalo llegó, por fin, y eres tú.
 -El desierto se lleva a nuestros hombres y no siempre los devuelve -dijo ella-. Entonces nos acostumbramos a esto.
Algunos vuelven. Y entonces todas las mujeres se alegran, porque los hombres que ellas esperan también pueden volver algún día. Antes yo miraba a esas mujeres y envidiaba su felicidad. Ahora yo también tendré una persona a quien esperar.
 »Soy una mujer del desierto, y estoy orgullosa de ello. Quiero que mi hombre también camine libre como el viento que mueve las dunas. También quiero poder ver a mi hombre en las nubes, en los animales y en el agua.
 El muchacho no quería oír hablar de las Pirámides. Desde la noche anterior su corazón estaba pesaroso y triste, porque seguir en busca de su tesoro significaba tener que abandonar a Fátima.
-Voy a guiarte a través del desierto -dijo el Alquimista.
 -Quiero quedarme en el oasis -repuso el muchacho-. Ya encontré a Fátima. Y ella, para mí, vale más que el tesoro. -Fátima es una mujer del desierto -dijo el Alquimista-. Sabe que los hombres deben partir para poder volver. Ella ya encontró su tesoro: tú. Ahora espera que tú encuentres lo que buscas.
-¿Y si decido quedarme?
 -Serás el Consejero del Oasis. Tienes oro suficiente como para comprar muchas ovejas y muchos camellos. Te casarás con Fátima y viviréis felices el primer año. Aprenderás a amar el desierto y conocerás cada una de las cincuenta mil palmeras. Verás cómo crecen, mostrando un mundo siempre cambiante. Y entenderás cada vez más las señales, porque el desierto es el mejor de todos los maestros. »El segundo año te empezarás a acordar de que existe un tesoro. Las señales empezarán a hablarte insistentemente sobre ello, y tú intentarás ignorarlas. Dedicarás todos tus conocimientos al bienestar del oasis y de sus habitantes. Los jefes tribales te quedarán agradecidos por ello. Y tus camellos te aportarán riqueza y poder.
 »Al tercer año, las señales continuarán hablando de tu tesoro y tu Leyenda Personal. Pasarás noches enteras andando por el oasis, y Fátima será una mujer triste, porque ella fue la que interrumpió tu camino. Pero tú le darás amor, y ella te corresponderá. Tú recordarás que ella jamás te pidió que te quedaras, porque una mujer del desierto sabe esperar a su hombre.
El muchacho se acordaba del mercader de cristales, que siempre quiso ir a La Meca, y del Inglés, que buscaba a un alquimista. Se acordaba también de una mujer que confió en el desierto y un día el desierto le trajo a la persona a quien deseaba amar.
Montaron en sus caballos y esta vez fue el muchacho quien siguió al Alquimista. El viento traía los ruidos del oasis, y él intentaba identificar la voz de Fátima. Aquel día no había ido al pozo a causa de la batalla.
 Pero esta noche, mientras miraban a una serpiente dentro de un círculo, el extraño caballero con su halcón en el hombro había hablado de amor y de tesoros, de las mujeres del desierto y de su Leyenda Personal.
 -Iré contigo -dijo el muchacho. E inmediatamente sintió paz en su corazón.
 -Partiremos mañana, antes de que amanezca -fue la única respuesta del Alquimista.
 El muchacho se pasó toda la noche despierto. Dos horas antes del amanecer, despertó a uno de los chicos que dormía en su tienda y le pidió que le mostrara dónde vivía Fátima. Salieron juntos y fueron hasta allí. A cambio, el muchacho le dio dinero para comprar una oveja.
-Soy una mujer del desierto -dijo ella escondiendo el rostro-. Pero por encima de todo soy una mujer. Fátima entró en la tienda. Dentro de poco amanecería. Cuando llegara el día, ella saldría a hacer lo mismo que había hecho durante tantos años; pero todo habría cambiado. El muchacho ya no estaría en el oasis, y el oasis no tendría ya el significado que tenía hasta hacía unos momentos. Ya no sería el lugar con cincuenta mil palmeras y trescientos pozos, adonde los peregrinos llegaban contentos después de un largo viaje. El oasis, a partir de aquel día, sería para ella un lugar vacío.
 A partir de aquel día el desierto iba a ser más importante. Siempre lo miraría intentando saber cuál era la estrella que él debía de estar siguiendo en busca del tesoro. Tendría que mandar sus besos con el viento con la esperanza de que tocase el rostro del muchacho y le contase que estaba viva, esperando por él, como una mujer espera a un hombre valiente que sigue en busca de sueños y tesoros. A partir de aquel día, el desierto sería solamente una cosa: la esperanza de su retorno.
 -No pienses en lo que quedó atrás -le advirtió el Alquimista cuando comenzaron a cabalgar por las arenas del desierto-. Todo está grabado en el Alma del Mundo, y allí permanecerá para siempre.
-Los hombres sueñan más con el regreso que con la partida -dijo el muchacho, que ya se estaba volviendo a acostumbrar al silencio del desierto.
 -Si lo que tú has encontrado está formado por materia pura, jamás se pudrirá. Y tú podrás volver un día. Si fue sólo un momento de luz, como la explosión de una estrella, entonces no encontrarás nada cuando regreses. Pero habrás visto una explosión de luz. Y esto sólo ya habrá valido la pena.
 El hombre hablaba usando el lenguaje de la Alquimia. Pero el muchacho sabía que se estaba refiriendo a Fátima.
Entonces el muchacho dejó de tener miedo y de sentir ganas de volver, porque cierta tarde su corazón le dijo que estaba contento. «Aunque proteste un poco -decía su corazón- es porque soy un corazón de hombre, y los corazones de hombre son así.
Tienen miedo de realizar sus mayores sueños porque consideran que no los merecen, o no van a conseguirlos. Nosotros, los corazones, nos morimos de miedo sólo de pensar en los amores que partieron para siempre, en los momentos que podrían haber sido buenos y que no lo fueron, en los tesoros que podrían haber sido descubiertos y se quedaron para siempre escondidos en la arena. Porque cuando esto sucede, terminamos sufriendo mucho.»
-Mi corazón tiene miedo de sufrir -dijo el muchacho al Alquimista, una noche en que miraban al cielo sin luna. -Explícale que el miedo a sufrir es peor que el propio sufrimiento. Y que ningún corazón jamás sufrió cuando fue en busca de sus sueños, porque cada momento de búsqueda es un momento de encuentro con Dios y con la Eternidad.
«Cada momento de búsqueda es un momento de encuentro –dijo el muchacho a su corazón-. Mientras busqué mi tesoro, todos mis días fueron luminosos, porque yo sabía que cada momento formaba parte del sueño de encontrar. Mientras busqué este tesoro mío, descubrí por el camino cosas que jamás habría soñado encontrar, si no hubiese tenido el valor de intentar cosas imposibles para los pastores.»
Entonces su corazón se quedó callado una tarde entera. Por la noche, el muchacho durmió tranquilo y cuando se despertó, su corazón empezó a contarle cosas del Alma del Mundo. Le dijo que todo hombre feliz era un hombre que llevaba a Dios dentro de sí. Y que la felicidad se podía encontrar en un simple grano de arena del desierto, como había dicho el Alquimista. Porque un grano de arena es un momento de la Creación, y el Universo tardó miles de millones de años para crearlo.
 «Cada hombre sobre la faz de la tierra tiene un tesoro que lo está esperando -le explicó-. Nosotros, los corazones, acostumbramos a hablar poco de esos tesoros, porque los hombres ya no tienen interés en encontrarlos. Sólo hablamos de ellos a los niños. Después, dejamos que la vida encamine a cada uno hacia su destino. Pero, desgraciadamente, pocos siguen el camino que les ha sido trazado, y que es el camino de la Leyenda Personal y de la felicidad. Consideran el mundo como algo amenazador y, justamente por eso, el mundo se convierte en algo amenazador. Entonces, nosotros, los corazones, vamos hablando cada vez más bajo, pero no nos callamos nunca. Y deseamos que nuestras palabras no sean oídas, pues no queremos que los hombres sufran porque no siguieron a sus corazones.»
-¿Por qué los corazones no explican a los hombres que deben continuar siguiendo sus sueños? -preguntó el muchacho al Alquimista.
 -Porque, en este caso, el corazón es el que sufre más. Y a los corazones no les gusta sufrir.
 A partir de aquel día, el muchacho entendió a su corazón. Le pidió que nunca más lo abandonara. Le pidió que, cuando estuviera lejos de sus sueños, el corazón se apretase en su pecho y diese la señal de alarma. Y le juró que siempre que escuchase esta señal, también lo seguiría.
 Aquella noche conversó sobre todo esto con el Alquimista. Y el Alquimista entendió que el corazón del muchacho había vuelto al Alma del Mundo.
 -¿Qué debo hacer ahora? -preguntó el chico.
-Sigue en dirección a las Pirámides -dijo el Alquimista-. Y continúa atento a las señales. Tu corazón ya es capaz de mostrarte el tesoro. Continuaron andando por el desierto. Cada día que pasaba, el corazón del muchacho iba quedando más silencioso. Ya no quería saber de cosas pasadas o de cosas futuras; se contentaba con contemplar también el desierto y beber junto con el muchacho el Alma del Mundo. Él y su corazón se hicieron grandes amigos, y cada uno pasó a ser incapaz de traicionar al otro.
 Cuando el corazón hablaba era para estimular y dar fuerzas al muchacho, que a veces encontraba terriblemente aburridos los días de silencio. El corazón le contó por primera vez sus grandes cualidades:
 su coraje al abandonar las ovejas, al vivir su Leyenda Personal, y su entusiasmo en la tienda de cristales. Le explicó también otra cosa que el chico nunca había notado: los peligros que habían pasado cerca sin que él los percibiera. Su corazón le dijo que en una ocasión había escondido la pistola que él había robado a su padre, pues podía haberse herido con ella muy fácilmente. Y recordó un día en que el chico había empezado a sentirse mal y a vomitar en pleno campo, y después se quedó dormido durante mucho rato. Ese día, a poca distancia, lo esperaban dos asaltantes que estaban planeando asesinarlo para robarle las ovejas. Pero como el chico no apareció, decidieron marcharse, pensando que habría cambiado su ruta.
 -¿Los corazones siempre ayudan a los hombres? -preguntó el muchacho al Alquimista.
 -Sólo a los que viven su Leyenda Personal. Pero ayudan mucho a los niños, a los borrachos y a los viejos. -¿Quiere decir eso entonces que no hay peligro?
-Quiere decir solamente que los corazones se esfuerzan al máximo -repuso el Alquimista.
 Cierta tarde pasaron por el campamento de uno de los clanes. Había árabes con vistosas ropas blancas y armas por todos los rincones. Los hombres fumaban narguile y conversaban sobre los combates. Nadie prestó atención a los viajeros.
 -No hay ningún peligro -dijo el muchacho cuando ya se habían alejado un poco del campamento. El Alquimista se puso furioso.
-Confía en tu corazón -dijo-, pero no olvides que te encuentras en el desierto. Cuando los hombres están en guerra, el Alma del Mundo también siente los gritos de combate. Nadie deja de sufrir las consecuencias de cada cosa que sucede bajo el sol.
Todo es una sola cosa», pensó el muchacho. Y como si el desierto quisiera mostrar que el viejo Alquimista tenía razón, dos jinetes aparecieron por detrás de los viajeros.
 -No podéis seguir adelante -dijo uno de ellos-. Estáis en las arenas donde se libran los combates. -No voy muy lejos -respondió el Alquimista mirando profundamente a los ojos de los guerreros. Después de un breve silencio, éstos accedieron a dejarles seguir el viaje.
Finalmente, cuando comenzaron a franquear una montaña que se extendía por todo el horizonte, el Alquimista le dijo que faltaban dos días para llegar a las Pirámides.
 -Si nos vamos a separar pronto, enséñeme Alquimia -pidió el muchacho.
 -Tú ya sabes. Es penetrar en el Alma del Mundo y descubrir el tesoro que ella nos reservó.
 -No es eso lo que quiero saber. Me refiero a transformar el plomo en oro.
 El Alquimista respetó el silencio del desierto, y sólo respondió al  muchacho cuando se detuvieron para comer.
-Todo evoluciona en el Universo -dijo-. Y para los sabios, el oro es el metal más evolucionado. No me preguntes por qué; no lo sé. Sólo sé que la Tradición siempre acierta. »Son los hombres quienes no interpretaron bien las palabras de los sabios. Y, en vez de ser un símbolo de la evolución, el oro pasó a ser la señal de las guerras.
 -Las cosas hablan muchos lenguajes -dijo el muchacho-. Vi cuando el relincho de un camello era solamente un relincho, después pasó a ser una señal de peligro y finalmente volvió a ser un simple relincho.
Después montaron en sus caballos y prosiguieron en dirección a las Pirámides de Egipto.
El sol había comenzado a descender cuando el corazón del muchacho dio señal de peligro. Estaban en medio de gigantescas dunas, y el muchacho miró al Alquimista, pero al parecer éste no había notado nada. Cinco minutos más tarde vio, delante de ellos, las siluetas de dos jinetes recortadas contra el sol. Antes de que pudiese hablar con el Alquimista, los dos jinetes se transformaron en diez, después en cien, hasta que las gigantescas dunas quedaron cubiertas por ellos.
Eran guerreros vestidos de azul, con una tiara negra sobre el turbante. Llevaban el rostro tapado por otro velo azul que sólo dejaba al descubierto los ojos.
Aun a distancia, los ojos mostraban la fuerza de sus almas. Y esos ojos hablaban de muerte. Los llevaron a un campamento militar en las inmediaciones. Un soldado empujó al muchacho y al Alquimista al interior de una tienda, donde se hallaban reunidos un comandante y su estado mayor.
La tienda era diferente de las que había conocido en el oasis.
-Son los espías -anunció uno de los hombres.
-Sólo somos viajeros -replicó el Alquimista.
-Se os ha visto en el campamento enemigo hace tres días. Y estuvisteis hablando con uno de los guerreros. -Soy un hombre que camina por el desierto y conoce las estrellas
 -dijo el Alquimista-. No tengo informaciones de tropas o de movimiento de clanes. Sólo estoy guiando a mi amigo hasta aquí. -¿Quién es tu amigo? -preguntó el comandante.
-Un Alquimista -repuso el Alquimista-. Conoce los poderes de la naturaleza. Y desea mostrar al comandante su capacidad extraordinaria.
El muchacho, aterrado, escuchaba en silencio. -¿Qué hace un extranjero en nuestra tierra? -quiso saber otro hombre.
-Ha traído dinero para ofrecer a vuestro clan -respondió el Alquimista antes de que el chico pudiese abrir la boca. Le cogió la bolsa y entregó las monedas de oro al general.
El árabe las aceptó en silencio. Permitían comprar muchas armas. -¿Qué es un Alquimista? -preguntó finalmente. -Un hombre que conoce la naturaleza y el mundo.
Si él quisiera, destruiría este campamento sólo con la fuerza del viento.
Los hombres rieron. Estaban acostumbrados a la fuerza de la guerra, y el viento no detiene un golpe mortal. Dentro del pecho de cada uno, sin embargo, sus corazones se encogieron. Eran hombres del desierto y como tales temían a los hechiceros.
-Quiero verlo -dijo el general.
-Necesitamos tres días -respondió el Alquimista-. Y él se transformará en viento para mostrar la fuerza de su poder. Si no lo consigue, nosotros os ofrecemos humildemente nuestras vidas, en honor de vuestro clan.
-No puedes ofrecerme lo que ya es mío -dijo, arrogante, el general.
Pero concedió tres días a los viajeros. El muchacho estaba paralizado de terror. Salió de la tienda porque el Alquimista lo sostenía por el brazo.
-No dejes que perciban tu miedo -dijo el Alquimista-. Son hombres valientes, y desprecian a los cobardes.
El muchacho, no obstante, se había quedado sin voz. Sólo consiguió hablar después de algún tiempo, mientras caminaban por el campamento. No era necesario encerrarlos: los árabes se habían limitado a quitarles los caballos. Y una vez más el mundo mostró sus múltiples lenguajes; el desierto, que antes era un terreno libre e infinito, se había convertido ahora en una muralla infranqueable. 
-¡Les ha dado todo mi tesoro! -exclamó el muhacho-. ¡Todo lo que gané en toda mi vida!
 -¿Y de qué te serviría si murieras? -replicó el Alquimista-. Tu dinero te ha salvado por tres días. Pocas veces el dinero sirve para retrasar la muerte.
 Pero el muchacho estaba demasiado asustado para escuchar palabras sabias. No sabía cómo transformarse en viento. No era un Alquimista.
 El Alquimista pidió té a un guerrero y colocó un poco en las muñecas del muchacho, sobre la vena que transmite el pulso. Una ola de tranquilidad inundó su cuerpo, mientras el Alquimista decía unas palabras que él no conseguía entender.
-No te desesperes -dijo el Alquimista con una voz extrañamente dulce-, porque esto impide que puedas conversar con tu corazón.
-Pero yo no sé transformarme en viento.
-Quien vive su Leyenda Personal sabe todo lo que necesita saber.
Sólo una cosa hace que un sueño sea imposible: el miedo a fracasar.
-No tengo miedo de fracasar. Simplemente no sé transformarme en viento.
-Pues tendrás que aprender. Tu vida depende de ello. -¿Y si no lo consigo?
-Morirás mientras estabas viviendo tu Leyenda Personal. Pero eso ya es mucho mejor que morir como millones de personas que jamás supieron que la Leyenda Personal existía.
»Mientras tanto, no te preocupes. Generalmente la muerte hace que las personas se tornen más sensibles a la vida. Pasó el primer día. Hubo una gran batalla en las inmediaciones, y varios heridos fueron trasladados al campamento militar. «Nada cambia con la muerte», pensaba el muchacho. Los guerreros que morían eran sustituidos por otros, y la vida continuaba.
-Podrías haber muerto más tarde, amigo mío -dijo el guarda al cuerpo de un compañero suyo-. Podrías haber muerto cuando llegase la paz. Pero hubieras terminado muriendo de cualquier manera.
 Al caer el día, el muchacho fue a buscar al Alquimista. Llevaba al halcón hacia el desierto. -No sé transformarme en viento -repitió el muchacho.
 -Acuérdate de lo que te dije: el mundo no es más que la parte visible de Dios. Y que la Alquimia es traer al plano material la perfección espiritual.
 -¿Y ahora qué hace?
 -Alimento a mi halcón. -Si no consigo transformarme en viento, moriremos -dijo el muchacho-. ¿Para qué alimentar al halcón?
-Quien morirá eres tú -replicó el Alquimista-. Yo sé transformarme en viento. 
El muchacho los condujo hasta el lugar donde había estado el día anterior. Entonces les pidió a todos que se sentaran.
-Tardaré un poco -advirtió el muchacho.
-No tenemos prisa -respondió el general-. Somos hombres del desierto.
 El muchacho comenzó a mirar al frente, hacia el horizonte. En la lejanía se divisaban montañas, rocas y plantas rastreras que insistían en vivir en un lugar en el que la supervivencia era imposible. Allí estaba el desierto, que él había recorrido durante tantos meses y del que, aun así, sólo conocía una pequeña parte. En esta pequeña parte había encontrado ingleses, caravanas, guerras de clanes y un oasis con cincuenta mil palmeras y trescientos pozos.
-¿Qué haces aquí de nuevo? -le preguntó el desierto-. ¿Acaso no nos contemplamos suficientemente ayer?
-En algún punto guardas a la persona que amo -dijo el muchacho-. Entonces, cuando miro a tus arenas, también la veo a ella. Quiero volver junto a ella, y necesito tu ayuda para transformarme en viento. -¿Qué es el amor? -preguntó el desierto.
-El amor es cuando el halcón vuela sobre tus arenas. Porque para él, tú eres un campo verde, y él nunca volvió sin caza. Él conoce tus rocas, tus dunas y tus montañas, y tú eres generoso con él. El desierto guardó silencio durante unos instantes.
-Yo te ofrezco mis arenas para que el viento pueda soplar. Pero yo solo no puedo hacer nada. Pide ayuda al viento.
Una pequeña brisa comenzó a soplar. Los comandantes oían al muchacho a lo lejos, hablando un lenguaje que desconocían.
El Alquimista sonreía. El viento se acercó al muchacho y tocó su rostro. Había escuchado su conversación con el desierto, porque los vientos siempre lo oyen todo. Recorrían el mundo sin un lugar donde nacer y sin un lugar donde morir.
-Ayúdame -le pidió el muchacho al viento-. Un día escuché en ti la voz de mi amada.
-¿Quién te enseñó a hablar el lenguaje del desierto y del viento?
-Mi corazón -repuso el muchacho.
Las personas no pueden transformarse en viento.
-Enséñame a ser viento durante unos instantes -le pidió el muchacho-, para que podamos conversar sobre las posibilidades ilimitadas de los hombres y de los vientos.
El viento era curioso, y aquello era algo que él no conocía. Le gustaría conversar sobre aquel asunto, pero no sabía cómo transformar a los hombres en viento. ¡Y eso que sabía hacer infinidad de cosas! Construía desiertos, hundía barcos, derribaba bosques enteros y paseaba por ciudades llenas de música y de ruidos extraños. Se consideraba ilimitado y, sin embargo, ahí estaba ese muchacho diciéndole que aún había más cosas que un viento podía hacer.
-Es eso que llaman Amor -dijo el muchacho al ver que el viento estaba a punto de acceder a su petición-. Cuando se ama es cuando se consigue ser algo de la Creación. Cuando se ama no tenemos ninguna necesidad de entender lo que sucede, porque todo pasa a suceder dentro de nosotros, y los hombres pueden transformarse en viento. Siempre que los vientos ayuden, claro está.
El viento era muy orgulloso y le molestó lo que el chico decía.
Comenzó a soplar con más fuerza, levantando las arenas del desierto. Pero finalmente tuvo que reconocer que, aun habiendo recorrido el mundo entero, no sabía cómo transformar a los hombres en viento. Y no conocía el Amor.
-Entonces ayúdame -dijo el muchacho-. Llena este lugar de polvo para que yo pueda mirar al sol sin quedarme ciego. El viento sopló con mucha fuerza, y el cielo se llenó de arena, dejando apenas un disco dorado en el lugar del sol.
Desde el campamento resultaba muy difícil ver lo que sucedía. Los hombres del desierto ya conocían aquel viento. Se llamaba simún, y era peor que una tempestad en el mar (porque ellos no conocían el mar). Los caballos relinchaban y las armas empezaron a quedar cubiertas de arena.
En el peñasco, uno de los comandantes le dijo al general: -Quizá sea mejor parar todo esto.Ya casi no podían ver al muchacho. Los rostros seguían cubiertos por los velos azules, pero los ojos ahora transmitían solamente espanto.
 -Vamos a poner fin a esto -insistió otro comandante.
Cuando el simún cesó de soplar, todos miraron hacia el lugar donde estaba el muchacho. Ya no se encontraba allí; estaba junto a un centinela casi cubierto de arena y que vigilaba el lado opuesto del campamento.
 Los hombres estaban aterrorizados con la brujería. Sólo dos personas sonreían: el Alquimista, porque había encontrado a su verdadero discípulo, y el general porque el discípulo había entendido la gloria de Dios.
 A1 día siguiente, el general se despidió del muchacho y del Alquimista y ordenó que una escolta los acompañara hasta donde ellos quisieran.
 Viajaron todo el día. A1 atardecer llegaron frente a un monasterio copto. El Alquimista despidió a la escolta y bajó del caballo. -A partir de aquí seguirás solo -dijo-. Dentro de tres horas llegarás a las Pirámides.
 -Gracias -dijo el muchacho-. Usted me ha enseñado el Lenguaje del Mundo.
 -Me limité a recordarte lo que ya sabías. El Alquimista llamó a la puerta del monasterio. Un monje vestido de negro fue a atenderles. Hablaron algo en copto, y el Alquimista invitó al muchacho a entrar.
-Le he pedido que me presten la cocina durante un rato –informó al muchacho.
 Fueron hasta la cocina del monasterio. El Alquimista encendió el fuego y el monje le dio un poco de plomo, que el Alquimista derritió dentro de un recipiente circular de hierro. Cuando el plomo se hubo vuelto líquido, el Alquimista sacó de su bolsa aquel extraño huevo de vidrio amarillento. Raspó una capa del grosor de un cabello, la envolvió en cera y la tiró en el recipiente que contenía el plomo derretido.
 La mezcla fue adquiriendo un color rojizo como la sangre. El Alquimista retiró entonces el recipiente del fuego y lo dejó enfriar. Mientras tanto, se puso a conversar con el monje sobre la guerra de los clanes.
 -Aún durará mucho -le dijo al monje.
El monje estaba un poco harto. Hacía tiempo que las caravanas estaban paradas en Gizeh, esperando que la guerra terminara. 
-Pero cúmplase la voluntad de Dios -dijo el monje. –Exactamente -repuso el Alquimista.
Cuando el recipiente acabó de enfriarse, el monje y el muchacho miraron deslumbrados. El plomo se había secado y adquirido la forma circular del recipiente, pero ya no era plomo. Era oro. -¿Aprenderé a hacer esto algún día? -preguntó el muchacho.
-Ésta fue mi Leyenda Personal, y no la tuya -respondió el Alquimista-. Pero quería mostrarte que es posible hacerlo. Caminaron de vuelta hasta la puerta del convento. Allí, el Alquimista dividió el disco en cuatro partes.
-Ésta es para usted -dijo ofreciéndole una parte al monje-. Por su generosidad con los peregrinos. -Esto es un pago que excede a mi generosidad -replicó el monje.
-Jamás repita eso. La vida puede escucharlo y darle menos la próxima vez.
 Después se aproximó al muchacho.
-Ésta es para ti. Para compensar lo que le diste al general.
El muchacho iba a decir que era mucho más de lo que había entregado al general. Pero se calló porque había oído el comentario que el Alquimista le había hecho al monje.
 -Ésta es para mí -dijo el Alquimista guardándose una parte-. Porque tengo que volver por el desierto y hay guerra entre los clanes. Entonces tomó el cuarto pedazo y se lo entregó nuevamente al monje.
 -Ésta es para el muchacho, en caso de que la necesite.
-¡Pero si voy en busca de mi tesoro! -se quejó el chico-. ¡Ahora ya estoy bien cerca de él!
 -Y estoy seguro de que lo encontrarás -dijo el Alquimista.
-Entonces, ¿a qué viene esto?
-Porque tú ya perdiste en dos ocasiones, con el ladrón y con el general, el dinero que ganaste en tu viaje. Yo soy un viejo árabe supersticioso, y creo en los proverbios de mi tierra. Y existe un proverbio que dice: «Todo lo que sucede una vez puede que no suceda nunca más. Pero todo lo que sucede dos veces, sucederá, ciertamente, una tercera.»
 El muchacho sonrió. Nunca había pensado que la vida pudiese ser tan importante para un pastor. -Adiós -dijo el Alquimista.
-Adiós -repuso el muchacho.
El muchacho caminó dos horas y media por el desierto, procurando escuchar atentamente lo que decía su corazón. Era él quien le revelaría el lugar exacto donde estaba escondido el tesoro. 
«Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón», le había dicho el Alquimista.
 Pero su corazón hablaba de otras cosas. Contaba con orgullo la historia de un pastor que había dejado sus ovejas para seguir un sueño que se repitió dos noches. Hablaba de la Leyenda Personal, y de muchos hombres que hicieron lo mismo, que fueron en busca de tierras lejanas o de mujeres bonitas, haciendo frente a los hombres de su época, con sus prejuicios y con sus ideas. Habló durante todo aquel tiempo de viajes, de descubrimientos, de libros y de grandes cambios.
Cuando se disponía a subir una duna y sólo en aquel momento, su corazón le susurró al oído: «Estáte atento cuando llegues a un lugar en donde vas a llorar. Porque en ese lugar estoy yo, y en ese lugar está tu tesoro.»
 El muchacho comenzó a subir la duna lentamente. El cielo, cubierto de estrellas, mostraba nuevamente la luna llena; habían caminado un mes por el desierto. La luna iluminaba también la duna, en un juego de sombras que hacía que el desierto pareciese un mar lleno de olas, y que hizo recordar al muchacho el día en que había soltado a su caballo para que corriera libremente por él, ofreciendo una buena señal al Alquimista. Finalmente, la luna iluminaba el silencio del desierto y el viaje que emprenden los hombres que buscan tesoros.
 Cuando después de algunos minutos llegó a lo alto de la duna, su corazón dio un salto. Iluminadas por la luz de la luna llena y por la blancura del desierto, erguían se, majestuosas y solemnes, las Pirámides de Egipto.

El muchacho cayó de rodillas y lloró. Daba gracias a Dios por haber creído en su Leyenda Personal y por haber encontrado cierto día a un rey, un mercader, un inglés y un alquimista. Y, por encima de todo, por haber encontrado a una mujer del desierto, que le había hecho entender que el Amor jamás separará a un hombre de su Leyenda Personal.
Los muchos siglos de las Pirámides de Egipto contemplaban, desde lo alto, al muchacho. Si él quisiera, ahora podría volver al oasis, recoger a Fátima y vivir como un simple pastor de ovejas. Porque el Alquimista vivía en el desierto, a pesar de que comprendía el Lenguaje del Mundo y sabía transformar el plomo en oro. No tenía que mostrar a nadie su ciencia y su arte. Mientras se dirigía hacia su Leyenda Personal había aprendido todo lo que necesitaba y había vivido todo lo que había soñado vivir.
Pero había llegado a su tesoro, y una obra sólo está completa cuando se alcanza el objetivo. Allí, en aquella duna, el muchacho había llorado. Miró al suelo y vio que, en el lugar donde habían caído sus lágrimas, se paseaba un escarabajo. Durante el tiempo que había pasado en el desierto había aprendido que en Egipto los escarabajos eran el símbolo de Dios.
Allí tenía, pues, otra señal. Y el muchacho comenzó a cavar acordándose del vendedor de cristales; nadie podría tener una Pirámide en su huerto, aunque acumulase piedras durante toda su vida.
 El muchacho cavó toda la noche en el lugar marcado sin encontrar nada. Desde lo alto de las Pirámides, los siglos lo contemplaban en silencio. Pero el muchacho no desistía: cavaba y cavaba, luchando contra el viento, que muchas veces volvía a echar la arena en el agujero. Sus manos, cansadas, terminaron lastimadas, pero el muchacho seguía teniendo fe en su corazón. Y su corazón le había dicho que cavara donde hubieran caído sus lágrimas. De repente, cuando estaba intentando sacar algunas piedras que habían aparecido, el muchacho oyó pasos. Algunas personas se acercaron a él. Estaban contra la luna, y no podía ver sus ojos ni su rostro.
-¿Qué estás haciendo ahí? -preguntó uno de los bultos.
El muchacho no respondió. Pero tuvo miedo. Ahora tenía un tesoro para desenterrar, y por eso tenía miedo. -Somos refugiados de la guerra de los clanes -dijo otro bulto-. Tenemos que saber qué escondes ahí. Necesitamos dinero.
-No escondo nada -repuso el muchacho.
Pero uno de los recién llegados lo agarró y lo sacó fuera del agujero.
Otro comenzó a revisar sus bolsillos. Y encontraron el pedazo de oro.
-¡Tiene oro! -exclamó uno de los asaltantes.
La luna iluminó el rostro del asaltante que lo estaba registrando y él pudo ver la muerte en sus ojos. -Debe de haber más oro escondido en el suelo -dijo otro.
Y obligaron al muchacho a cavar. El muchacho continuó cavando y no encontraba nada. Entonces empezaron a pegarle. Continuaron pegándole hasta que aparecieron los primeros rayos del sol en el cielo.
Su ropa quedó hecha jirones, y él sintió que su muerte estaba próxima.
« ¿De qué sirve el dinero, si tienes que morir? Pocas veces el dinero es capaz de librar a alguien de la muerte», había dicho el Alquimista.
-¡Estoy buscando un tesoro! -gritó finalmente el muchacho. incluso con la boca herida e hinchada a puñetazos, contó a los salteadores que había soñado dos veces con un tesoro escondido junto a las Pirámides de Egipto.
El que parecía el jefe permaneció largo rato en silencio. Después habló con uno de ellos:
-Puedes dejarlo. No tiene nada más. Debe de haber robado este oro. El muchacho cayó con el rostro en la arena. Dos ojos buscaron los suyos; era el jefe de los salteadores. Pero el muchacho estaba mirando a las Pirámides.
-¡Vámonos! -dijo el jefe a los demás. Después se dirigió al muchacho-: No vas a morir -aseguró-. Vas a vivir y a aprender que el hombre no puede ser tan estúpido. Aquí mismo, en este lugar donde estás tú ahora, yo también tuve un sueño repetido hace casi dos años. Soñé que debía ir hasta los campos de España y buscar una iglesia en ruinas donde los pastores acostumbraban a dormir con sus ovejas y que tenía un sicomoro dentro de la sacristía. Según el sueño, si cavaba en las raíces de ese sicomoro, encontraría un tesoro escondido. Pero no soy tan estúpido como para cruzar un desierto sólo porque tuve un sueño repetido.
Después se fue. El muchacho se levantó con dificultad y contempló una vez más las Pirámides. Las Pirámides le sonreían, y él les devolvió la sonrisa, con el corazón repleto de felicidad. Había encontrado el tesoro.
Santiago regresó a su ciudad, Llegó a la pequeña iglesia abandonada cuando ya estaba casi anocheciendo. El sicomoro aún continuaba en la sacristía, y aún se podían ver las estrellas a través del techo semiderruido. Recordó que una vez había estado allí con sus ovejas y que había pasado una noche tranquila, aunque tuvo aquel sueño.
 Ahora ya no tenía el rebaño. En cambio, llevaba una pala consigo. Permaneció mucho tiempo contemplando el cielo. Después sacó del zurrón una botella de vino y bebió. Se acordó de la noche en el desierto, cuando también había mirado las estrellas y bebido vino con el Alquimista. Pensó en los numerosos caminos que había recorrido y en la extraña manera que tenía Dios de mostrarle el tesoro. Si no hubiera creído en los sueños repetidos, no habría encontrado a la gitana, ni al rey, ni al ladrón, ni... «bueno, la lista es muy larga. Pero el camino estaba escrito por las señales, y yo no podía equivocarme», dijo para sus adentros.
Se durmió sin darse cuenta y cuando despertó, el sol ya estaba alto. Entonces comenzó a cavar en la raíz del sicomoro. «Viejo brujo -pensaba el muchacho-, lo sabías todo. Incluso guardaste aquel poco de oro para que yo pudiera volver hasta esta iglesia. El monje se rió cuando me vio regresar con la ropa hecha jirones. ¿No podías haberme ahorrado eso?»
 «No -escuchó que respondía el viento. Si te lo hubiese dicho, no habrías visto las Pirámides. Son muy bonitas, ¿no crees?» Era la voz del Alquimista. El muchacho sonrió y continuó cavando. Media hora después, la pala golpeó algo sólido. Una hora después tenía ante sí un baúl lleno de viejas monedas de oro españolas. También había pedrería, máscaras de oro con plumas blancas y rojas, ídolos de piedra con brillantes incrustados. Piezas de una conquista que el país ya había olvidado mucho tiempo atrás, y que el conquistador olvidó contar a sus hijos.
 El muchacho sacó a Urim y Tumim del zurrón, Había utilizado las piedras solamente una vez, una mañana en un mercado. La vida y su camino estuvieron siempre llenos de señales. Guardó a Urim y a Tumim en el baúl de oro. Era también parte de su tesoro, porque le recordaban a un viejo rey que jamás volvería a encontrar.
 «Realmente la vida es generosa con quien vive su Leyenda Personal pensó el muchacho. Entonces se acordó de que tenía que ir a Tarifa para dar la décima parte de todo aquello a la gitana-. Qué listos son los gitanos», se dijo. Tal vez fuese porque viajaban tanto.
 Pero el viento volvió a soplar. Era el Levante, el viento que venía de África. No traía el olor del desierto, ni la amenaza de invasión de los moros. Por el contrario, traía un perfume que él conocía bien, y el sonido de un beso que fue llegando despacio, despacio, hasta posarse en sus labios.
 El muchacho sonrió. Era la primera vez que ella hacía eso.
-Ya voy, Fátima -dijo él.

Es una novela que tiene un lenguaje simple, y que desde el principio se enfoca al tema. Muchos de sus libros han sido criticados por muchos escritores ya que explican que lo que escribe son libros de autoayuda. En lo personal veo esta novela, como una guía espiritual en la que se puede encontrar respuestas vitales, para solucionar circunstancias o problemas que pasa una persona en cualquier momento de su vida.

El Alquimista es una obra maestra de la que se han dicho cosas tan hermosas como ésta: «Leer El Alquimista es como levantarse al alba para ver salir el sol mientras el resto del mundo todavía duerme».


FACULTAD DE CIENCIAS JURIDICAS EMPRESARIALES Y PEDAGOGICAS

ESCUELA PROFESIONAL DE DERECHO

CURSO: COMUNICACION

TEMA: ANÁLISIS LITERATIO – OBRA: EL ELOGIO DE LA MADRASTRA

DOCENTE: LIC. EFREN MEDARDO HUAPAYA MERMA

ALUMNA: NADIA BERROSPI MANCILLA

CICLO: PRIMERO

FECHA: 27 DE MAYO DEL 2017

DEDICATORIA

Este trabajo se la dedico a Dios quién supo guiarme por el buen camino, darme fuerzas para seguir adelante y no desmayar en los problemas que se presentaban, enseñándome a encarar las adversidades sin perder nunca la dignidad ni desfallecer en el intento.

A mi familia, Esposo e hijos a quienes por ellos soy lo que soy.

Para mis padres por su apoyo, consejos, comprensión, amor, ayuda en los momentos difíciles.

Me han dado todo lo que soy como persona, mis valores, mis principios, mi carácter, mi empeño, mi perseverancia, mi coraje para conseguir mis objetivos.






































Resumen  
Este texto busca mostrar los problemas de orden histórico y teórico, tanto de las artes plásticas como de la literatura, implicados en la construcción de la novela de tema pictórico y erótico Elogio de la madrastra, del escritor peruano Mario Vargas Llosa. La lectura analítica de esta pieza icónico-verbal se confronta con problemas históricos, como la discusión antigua sobre las diferencias cualitativas entre poesía y pintura, la clasificación ilustrada de las artes, la discusión decimonónica sobre la obra de arte total, la pregunta moderna por los límites entre lenguajes artísticos, y con diversos problemas teóricos: la ecfrasis, la hipotiposis, la narración ficcional visual y verbal, el significado en las artes visuales y los experimentos literario-plásticos de vanguardia. Todo ello, con el fin de mostrar diferentes formas de hibridación narrativa a través de recursos propios de la novela y la pintura
Análisis del autor.- escritor peruano, es uno de los más importantes novelistas y ensayista contemporáneos, nacido en Arequipa, si hay algo que más la define es su pasión por la escritura, surgió casi como una rebelión contra la figura paterna…No habría conocido a su padre desde su nacimiento, a los deis años tubo un reencuentro con su padre, este episodio de reencuentro afectaría definitivamente al niño, Esta circunstancia le hizo descubrir pronto algo que él mismo suele considerar como segundo gran móvil de su existencia…El ser libre... todo eso lo podéis encontrar aquí

Argumento de la novela.- todo gira alrededor de tres personajes principales: Don Rigoberto, hombre obsesivo con su higiene, la heroína Lucrecia, su segunda esposa, que trata de ser aceptada y querida como madrastra, y Alfonso, hijo de Don Rigoberto, un niño tierno, hermoso, al que se describe durante toda la obra como una especie de ángel. Y el cuarto personaje diría secundario, aparece Justiniana, la doncella de la familia.
La trama es sencilla, el viudo don Rigoberto se ha casado con la divorciada Lucrecia, juntos llegan al paraíso en cada esquina de su cama, cada noche.
Lucrecia teme que el hijastro la rechace, pero no parece ser así, ya que el niño desborda muestras de afecto hacia ella, quizá en demasiada.
Fonchito es un niño brillante, el primero de la clase, si algo no se le puede reprochar es que no sea ejemplar, de una sinceridad, bondad y ejemplaridad extremas, extremadamente diabólicas.


Luego la trama está enriquecida por los cuadros que se montan los amantes, inspirándose en obras como las de Jordaens y Boucher que tenéis a continuación. ¿Quién dices que eres? Le pregunta Lucrecia a Rigoberto después de las abluciones, ya en la cama. Yo soy Candaules, rey de Lidia.
Candaules, en ebria confidencia, es informado de la adquisición de una esclava egipcia de hermosísimo trasero por parte de su ministro Giges. El rey le propone un trato: él le muestra el de su esclava, y él se las arregla para que Giges sea testigo de la belleza de la grupa de su esposa Lucrecia.



Candaules, rey de Lidia, muestra su mujer al primer ministro Giges, de Jacob Jordaens

El cuarto personaje, la doncella de la madrastra, Justiniana, que junto a Lucrecia inspira la historia de Diana después del baño, en la que cada noche juntas se dan al placer espiadas por el pastorcillo inspirado en el niño foncho, sabiendo estas dos que son espiadas por el bello mancebo.


Diana después de su baño, de François Boucher



Vargas llosa es genio, esta su obra, Elogio de la Madrastra, es un canto al amor erótico, sin fronteras políticamente correctas, sin cortedades de ningún tipo. Desde lo escatológico a lo platónico, todo cabe aquí dentro.
Recomiendo su lectura por el alto nivel literario, por su buen gusto, por su estilo, por su amenidad, brevedad, incitaciones a evocar utopías en las que tan sólo caben dos, o también podrían ser tres….

Protagonista.-para mi don Rigoberto

Análisis.- es hombre Muy obsesivo con su higiene dentro de su templo de purga /el baño/, además es un pervertido maniaco ,por qué se enamora de cada una de las partes íntimas de la heroína su segunda mujer Lucrecia…todo esto es relatado en la novela como "las abluciones de don Rigoberto".

Antihéroe.- Alfonso

Análisis.- Alfonsito, Alfonso, foncho o fonchito es hijo de don Rigoberto, es niño de figura angelical, espía a su madrastra cuando se baña y quiere ser íntimo con ella,es uno de los más malévolos personajes, pero invito a los lectores a que sean ellos los que conozcan a este luciferino ángel, con tratos y mañas dignos de un sátiro ilustrado en épocas de libertinaje.

Conflicto menor.- cuando la madrastra descubre que su hijastro-focho lo espía cuando la heroína se baña y ella lo descubre…

Análisis.- las fantasías eróticas de la heroína, fantasías nocturnas que están descritas de los cuadros, están siempre asociadas a la presencia del niño y no tarda en exhibirse desnuda, intencionalmente -Su primera reacción al descubrirlo es atribuirse los síntomas perversos a sí misma.

Conflicto mayor.- es cuando fonchito le dice al su padre que su madrastra dijo- que “había tenido un orgasmo riquísimo” ay a cuando don Rigoberto intuye esa relación…pensando cómo y donde habría podido oír eso de ella…lo tenebroso de esto es que foncho se dice eso con naturalidad y inocencia-don Rigoberto se queda observando “así debe ser luzbel” mientras bebía su trago…

Análisis.- don Rigoberto se estanca en su estadio de perversión y no da el siguiente paso; aceptar el triángulo amoroso-su reacción en esta escena quiebra de raíz todas su fantasías…esta confesión de foncho lo desquebraja su construcción ideada y no puede imaginar más, desde ese punto como iría en adelante.

Comentario final.- después de haber ocurrido todo este lio amoroso…padre, hijo y madrastra…don Rigoberto queda agobiado  por una decadencia repentina, física y moral, queda condenado a una muerte emocional en su casa, su espacio secreto e inexpugnable, queda abatido y se desploma-Lucrecia, manipulada por Fonchito, se enfrenta a un destierro definitivo, más allá de los muros de su casa hogar-solamente uno queda ileso de esta gran aventura…Alfonsito el personaje ambiguo.

Una condición pragmática necesaria
Elogio de la madrastra de Mario Vargas Llosa es un experimento narrativo caracterizado por un rasgo singular: la inclusión, dentro del texto de la novela, de seis imágenes de la historia de la pintura que no parecen cumplir una mera función ilustrativa encomendada por editores y diagramadores y que, más bien, constituyen una decisión estética del novelista. En vez de subordinar lo visual a un imperativo estrictamente literario, las imágenes problematizan el acto mismo de narrar e instauran una experimentación icónico-verbal singularísima en la novela. Tal hecho afilia esta propuesta con una larga tradición de problemas omnipresentes en la historia del arte y la historia literaria y pone la obra del peruano, por vía de su aprovechamiento de los tópicos estéticos, en la estela de los proyectos experimentales más llamativos de la cultura visual y literaria del siglo XX en América Latina.
No obstante, debe recordarse que, en la narrativa y el arte del pasado siglo, fueron abundantes las vecindades entre práctica plástica y práctica narrativa. Por un lado, están las referencias temáticas al arte en cuentos y novelas. Entre ellas, por supuesto, tienen un lugar preponderante la novela y el cuento de artista, que hasta hoy sigue teniendo manifestaciones importantes. En un segundo grupo, contamos con las ficcionales inspiradas en lo histórico, ocupadas de situaciones relacionadas con la historia del arte y que fabulan sus episodios. En un tercero, novelas o cuentos que interrogan, desde una perspectiva crítica, la ontología de la imagen y se preguntan por los límites de lo visual. Y, finalmente, está el caso de obras narrativas que, de manera similar a como ocurre con el comic en el contexto popular, entregan su construcción narrativa a la cooperación intensa entre imagen y texto verbal, grupo este último al que pertenece la novela del peruano. Uno de los casos más notables de este último fenómeno, en el ámbito específico de la novela, es el de las narraciones escritas por Italo Calvino a partir de las cartas del tarot, mismas que pretendían indagar estéticamente en la potencial capacidad narrativa de los iconos (Calvino, 1977). Mientras que, en el terreno de la plástica, están por ejemplo las novelas   collage del artista surrealista Max Ernst, que intentan construir narraciones mediante reproducciones de piezas bidimensionales mediante el principio del automatismo psíquico, para ser publicadas como un objeto-libro (Ernst, 1982).
Sin embargo, más allá de esta evidencia, podemos hacer una identificación del problema de las vecindades entre imagen y palabra en términos más específicos. En este orden de ideas, también es factible aproximarse a aspectos que podríamos llamar "pragmáticos" (en el orden editorial) para advertir contaminaciones singulares entre imagen y palabra, toda vez que determinan la actitud y la disposición que, como lectores, asumimos ante la obra, siempre leída y vista en un soporte físico: el libro. Es así como las carátulas de las diferentes ediciones de Elogio de la madrastra comunican el motivo plástico y narrativo central de la propuesta de Vargas Llosa: el niño que asedia eróticamente a la mujer madura, aquel amorcillo del arte clásico que encarna, tanto la ambigüedad del despertar erótico como la potencial e incómoda seducción que esta posición fronteriza ejerce en los adultos. En todas las ediciones, se ha mantenido como imagen de portada el significativo detalle de una pintura manierista de Agnolo Bronzino, sin duda una de los más conocidos referentes del arte erótico de todos los tiempos: la obra Venus, Cupido, la Locura y el Tiempo, conocida más popularmente con el nombre de El triunfo de Venus, de mediados del siglo XVI (Véase imagen 1). Como ha recordado la crítica, esta pintura, fiel a su talante alegórico, es una admonición contra los desmanes del placer sexual (Woodford, 1983: 8-9), pero los diseñadores, no sabemos si a instancias de Vargas Llosa o por una decisión editorial que se ha mantenido inalterable desde 1989, siguen dejando a la vista del lector de la carátula sólo aquella sección del cuadro donde Cupido besa en los labios a Venus y posa salazmente la mano sobre su seno, un detalle que, como se puede advertir al leer la novela, funciona como leit motiv. Por demás, esta decisión tiene eco visual en una imagen que encontramos dentro de la novela, Venus recreándose en la música, pintura de Tiziano donde vemos a un niñito rubicundo aprovechándose de la modorra que una audición musical reciente ha producido en la diosa, quien se abandona a la lasitud de la carne (Véase imagen 2). Por su parte, las contracarátulas, pista contextual también importante, hacen una declaración que va en una vía diferente a la insinuada por la poderosa imagen manierista elegida para recibir al lector desde el estante de la librería. En la mayoría de ellas (la de Seix Barral, la de Alfaguara, la de Arango Editores, las de las traducciones inglesas), se indica que el lector está frente a un relato erótico, pero no se indica la preponderancia que, en la novela, tienen las reproducciones pictóricas y el grado de experimentalismo, a nivel de la narración, que sugeriría tal inclusión.
Debe recordarse que la historia se centra en el impensado triángulo amoroso surgido en la casa que comparten don Rigoberto (oficinista cincuentón, viudo, trabajador de una compañía de seguros) y doña Lucrecia (una cuarentona), una vez la lujuria empieza a ejercer sus artes. El tercero en discordia es el hijo de don Rigoberto, Fonchito, un preadolescente pícaro y perverso que seduce a la madrastra con un inquietante comportamiento, mezcla de candor y lujuria, voyerismo y timidez. A lo largo de la obra, compuesta de catorce minúsculos capítulos y de un epílogo (que, por su extensión y preciosismo, merecerían el calificativo de "miniaturas galantes") se va operando una singular seducción, aderezada con las fantasías de don Rigoberto, luego de las abluciones nocturnas y de la contemplación en pareja del grupo de imágenes. Mientras tienen lugar los lances y las aproximaciones físicas del niño a la madrastra, los cuales llevan finalmente a la rendición y a la posterior perdición de ésta última, se intercalan secciones narrativas inspiradas en cuadros de la historia de la pintura. Estas obras se pueden afiliar, por sus alusiones iconográficas, con diversos motivos eróticos (voyeurismo, exhibicionismo, lesbianismo). Esta situación no ocurre en el caso de las dos pinturas abstractas que aparecen en la sección final de la novela, pues la alusión de ellas a motivos sexuales es indirecta. Estas obras, como se verá más adelante, engendran narraciones igualmente "abstractas", por la relativización de categorías de la representación narrativa que sugiere la misma destrucción de las claves iconográficas: personajes, espacio, tiempo, etcétera. A instancias de pistas dadas por la historia, sabemos que todas estas imágenes hacen parte de la colección privada de don Rigoberto. En varios casos, los personajes de la familia limeña se desdoblan en personajes míticos de la pintura, a instancias de la fantasía creadora del protagonista. Doña Lucrecia se transforma, así, en la Diana Cazadora de un cuadro de Boucher (Véase imagen 4), Fonchito en el Cupido de la pintura de Tiziano (Véase imagen 2) y don Rigoberto en el rey Candaules del cuadro de Jordaens (Véase imagen 7). En otros, se insinúa que la imagen aparecida en la página anexa es la figuración del delirio del personaje o la interpretación alegórica de algo que ocurre u ocurrirá en la casa de don Rigoberto y doña Lucrecia. Y, no pocas veces, las fronteras entre ensoñación y vigilia, contemplación artística y vida real, acaban por derribarse, a causa de la intromisión del verbo en la imagen, o viceversa, ya que se establecen interrogaciones que cuestionan la pretendida suficiencia de cada una de las dos formas de comunicación narrativa.
Es por ello que, mediante la contextualización histórica y el despliegue de una aproximación  hermenéutica combinada, se puede advertir cómo se dan vecindades entre pintura y narración y cómo la historia de la pintura condiciona en Vargas Llosa el mismo proceso de fabulación e, incluso, llega a determinar el curso tomado por las acciones de los personajes. En cierto modo, se puede decir que las actitudes, los caracteres y buena parte de los eventos están prefigurados por la serie de imágenes de la galería privada de don Rigoberto y que el desarrollo de la trama está determinado por unas piezas visuales elegidas de antemano, por un museo erótico personal que actúa como máquina narrativa para narrador y personajes (Piglia, 2001).

Una encrucijada histórica y teórica
Resaltemos que Elogio de la madrastra,  al hacer uso de ciertas imágenes de la historia de la pintura en su programa narrativo, va más allá de las características que tienen las tradicionales ediciones ilustradas y hace que los dos tipos de texto (el icónico y el verbal) se refieran entre sí de diversas maneras, lo cual trae a cuento problemas teóricos e históricos de gran relevancia en la historiografía de la discusión estética y en el análisis literario particular.
Así, por ejemplo, desde los tiempos de Calístrato y Horacio , ha existido la pregunta por las diferencias y semejanzas existentes entre las artes de la palabra y la pintura, una pregunta que, aun hoy, sigue siendo un prolífico tema de discusión, que no sólo alimenta el acervo teórico, sino que también motiva las nuevas direcciones investigativas en la plástica y la literatura. Además, es imprescindible cuando se trata de estudiar expresiones que podríamos llamar "fronterizas" y problemas de la cultura visual y textual puestos en liza en obras experimentales, poseídas por un espíritu de superación de los límites formales y lingüísticos. Piénsese en el cine, en las tiras cómicas, en la publicidad y en todas las formas de producción simbólica que se valen de la imagen y la palabra. Como se puede ver en la novela de Vargas Llosa, es notorio que ambos medios cooperen en el intento de hacer una especie de narración "total", donde se logra capitalizar las dos formas de representación. Una narración que no deje por fuera aquello que lo verbal es incapaz de indicar, salvo por alusión indirecta (en concreto, la impresión visual de los cuerpos desnudos en el lance amoroso), y que pueda a la vez aprovecharse de las posibilidades de sugestión de ambos universos: el de las imágenes quietas, que sólo pueden hacer referencias indirectas a lo que ha pasado o va a pasar después de la escena capturada por el pintor, y la de las palabras, que sólo pueden andar a tientas por entre las formas opulentas del mundo retiniano.
Por otro lado, deben tenerse en cuenta, como referente de estas relaciones, los mitos sobre el origen de la pintura, que coinciden en explicar que una mujer, sabiendo que su amado iba a la guerra, reprodujo su silueta en una pared, ayudada por la sombra proyectada por una vela (Stoichita, 1997). Erotismo, imagen del arte y pérdida afectiva, desde esa historia precursora, aparecen inextricablemente unidos, y por eso lo que hace Vargas Llosa es tal vez sólo actualizar estos vínculos para sus fines literarios, ya que la imagen  también ejerce un conjuro de la ausencia, hecho éste que se hace especialmente notable en Los cuadernos de don Rigoberto, donde las imágenes eróticas, también provenientes de la historia del arte, sirven al propósito sucedáneo de reemplazar el cuerpo distante. Por lo mismo, debe señalarse que este mito resuena en una amplia serie de piezas narrativas, a las que ya se ha caracterizado como obras ocupadas de la dimensión mítica de la imagen y de los poderes mágicos de la pieza artística, obras que siguen la estela del mito de Pigmalión y vuelven a contar el idilio erótico del artista con su obra (Giraldo, 2009). Si bien en Elogio de la madrastra el artista no es un personaje preponderante y la imagen no está revestida de poderes mágicos, como ocurre en la literatura fantástica donde se fabulan situaciones inexplicables asociadas a obras de arte hechas por artistas demiurgos, es importante señalar que ambos asuntos sí aparecen en la continuación de la novela, Los cuadernos de don Rigoberto, publicada casi una década más tarde, y donde Alfonsito, por su obsesión con la vida y obra del pintor Egon Schiele, actúa como un artista que controla la vida de sus familiares, de manera similar a como se enseñorea con las figuras en el lienzo (Vargas Llosa, 1997b). Literalmente, las imágenes de las pinturas de Egon Schiele cobran vida por obra de los artilugios de Fonchito en la mente de Lucrecia, mientras todos (incluido el mismo Rigoberto) profundizan su dependencia con el niño-artista, que actúa otra vez como un orquestador de fantasías sexuales dictadas por la pintura.
También, deben tenerse en cuenta referencias indirectas a los relatos clásicos sobre la pericia de los artistas, el más recordado de los cuales es el de Plinio, quien cuenta, en su Historia natural, cómo Zeuxis venció a Parrasio en una competencia de ilusionismos pictóricos y engañó a su mismo rival, haciendo pasar por real una cortina que sólo estaba pintada (Plinio, 1629: 640). Recordemos que este viejo propósito narrativo (contar los actos heroicos o notables de los pintores) se hace también presente en el origen de la misma historia del arte como disciplina en el italiano Giorgio Vasari, y reencarna en lo que después conoceremos como "novela de artista", un producto literario netamente moderno que muestra al artista como el representante de un tipo especial de conciencia, fuente de toda singularidad humana. Y, por supuesto, reaparece en la estela de vidas imaginarias de artistas escritas por autores como Marcel Schwob y sus Vidas imaginarias (Schwob, 1986), Jorge Luis Borges e Historia universal de la infamia (Borges, 2004) y Roberto Bolaño con La literatura nazi en América (Bolaño, 1996a) o Estrella distante (Bolaño, 1996b).
En Elogio de la madrastra, el protagonista no es el artista, más allá de que se hagan referencias al hecho de que la escena vivida por algunos personajes se apresta a ser captada por el pincel o el ojo del voyeur. El rol de la comunicación estética que se aborda no es el del constructor de la imagen. Es más bien el del espectador de la obra de arte, función que, dentro del argumento de la novela, es cumplida con toda cabalidad por don Rigoberto, un espectador modelo que se implica dentro de la misma dinámica narrativa propuesta por sus pinturas, y por los otros personajes que también se vuelven víctimas del influjo erótico de la imagen. En este punto, la novela apuesta por una participación intensa del arte en la vida y postula una fábula sobre las posibilidades de la recepción. Aunque debe anotarse que esta actitud contemplativa aparece ya internamente en la narración hecha a partir de las pinturas, pues son también los personajes de las obras quienes miran a otros. Pero también, por lo general, las pinturas son descritas como si hubiera un personaje ausente de la imagen mirando la escena, fundando un afuera constitutivo que, significativamente, se corresponde con la aventura ocurrida en el plano narrativo literario de la historia de Rigoberto, Fonchito y Lucrecia. En cualquiera de los casos, voyerismo erótico y contemplación artística comparten un mismo ámbito. Y, por ello, la obra demanda capacidad para leer y habilidad para mirar, además de una imaginación dispuesta a varios estímulos, entre los cuales está el de la sugestión de que los cuadros pueden estar vivos o aprestarse a abandonar su mudez para entrar en el mundo real. El adentro y el afuera de la imagen son, a la vez, instauradores de una dialéctica que replica la que ocurre, ya en el relato literario, entre lo evocado y lo vivido.
Sin embargo, entre los problemas sugeridos por el carácter "centauro" de la novela, el más reiterativo es el de la ecfrasis, un ámbito conceptual que, valga la pena decirlo, es uno de los más transitados en el estudio de la historia de las relaciones entre pintura y poesía: describir literariamente imágenes es uno de los retos primarios que las artes visuales imponen a la literatura, una especie de obligación de hacer ver con las palabras, que se convierte en aspiración de la retórica y en una de las metas supremas de lo literario. Además de haber sido un tropo ampliamente usado en Grecia con fines didácticos en los entrenamientos retóricos, la ecfrasis fue bastante practicada en la antigüedad y, desde tiempos antiguos, es un dispositivo infaltable en cualquier crítica o comentario de arte (Guasch, 2003: 216-219). Hacer ver con palabras una imagen que está ausente sigue siendo uno de los imperativos de la escritura y el comentario sobre arte, aunque la novela de Vargas Llosa ponga en crisis esta noción, haciendo colisionar la descripción verbal de la imagen con su misma presencia, la cual abre la lectura a otras posibilidades y cuestiona la eventual univocidad de la recepción. En Elogio de la madrastra, se trata entonces, no de redundar, sino de revelar cómo la mostración de la imagen no coincide necesariamente con su traducción verbal y cómo, antes bien, la especulación nos lleva por los más impensados caminos de la imaginación. El pronunciamiento verbal a propósito de la imagen no reside, entonces, en la descripción, sino en los terrenos siempre inestables de la interpretación. La palabra combate la opacidad del referente visual y expone, tanto los múltiples caminos a que puede llevar la apropiación de lo que ve el ojo, como la encrucijada que puede haber en el acto de "pintar con palabras" y hacer una "mimesis doble", es decir, una representación de otra representación. Con todo, lo mejor sería considerar la ecfrasis como un procedimiento que intenta conjurar la mudez de la imagen y busca "completarla". Recordemos que, según la tradición, la primera ecfrasis de la literatura es la que aparece en el canto XVIII de La Ilíada,  donde el narrador de la epopeya de Homero hace ver con primor el escudo de Aquiles (Homero, 1986: 272-275) y donde el objeto visual es también pretexto para llevar la descripción a consideraciones que no tienen que ver exclusivamente con el aspecto físico del artefacto. Muchas obras literarias siguen el ejemplo, hacen descripciones de obras de arte y tratan de enfrentar la palabra a la imagen, realizando lo que Diderot (inventor moderno de la crítica de arte) definía como la capacidad de hacer accesibles las imágenes (hacer lisible lo visible) para quienes no pueden contemplarlas (Diderot, 1994). Por cierto, esta idea de la crítica como traducción verbal de una imagen destinada a quienes no pueden asistir a las exhibiciones artísticas aparece, en la novela de Vargas Llosa, en un marco pequeñoburgués, a través de una estrategia paródica que recalca el individualismo y el consumo privado de la imagen.
En la novela, innegablemente, hay descripciones de imágenes, pero este procedimiento está desplazado a un segundo plano y casi que anulado, ya que lo esencial no son las mostraciones estáticas de lo que está representado en los cuadros, sino las narraciones intentadas a partir de lo que sugieren las escenas, punto donde el narrador es el intérprete del cuadro y, hasta cierto punto, el traductor que busca mostrar los conflictos que un comercio intenso con las imágenes puede introducir en el triángulo amoroso. Lo que viene después del momento privilegiado que capta la imagen visual se convierte en la garantía para cumplir la fantasía. Es decir, una puesta en escena que activa la conciencia de personajes y narrador y los hace ir más allá del momento supremo captado por el pintor. Por ello, que en la novela se opte por construir narraciones a partir de imágenes, y no sólo descripciones fieles a la superficie del lienzo, es ya una apuesta experimental mediante la cual diversas categorías, tanto de la plástica como de la literatura, resultan interrogadas.
Pero hay más problemas históricos que vienen a cuento. También la vieja comparación señalada por Horacio, ut pictura poesis, y su inversión, ut poesis pictura, han estado en el centro de una discusión a la que podríamos llamar "cualitativa" entre pintura y poesía, pues abarca, tanto la preeminencia de una de las dos formas de expresión sobre la otra, como la discusión sobre coincidencias y diferencias y sobre la manera en que la analogía entre las dos artes se ha conceptuado y aplicado a lo largo del tiempo (Gabrieloni, 2009). De estas discusiones, provienen algunos de los primeros intentos por clasificar las artes y enunciar posibles usos mixtos de sus recursos (por ejemplo, en los inicios de la disciplina estética, el concepto de imaginación fue muy importante y sirvió para unificar la operación creativa y receptiva en las artes visuales y verbales). Pero, en la novela de Vargas Llosa, esta distinción entre pintura y literatura, como sucede en todos los proyectos de exploración de límites, queda superada. Los cuadros no solamente son parte de la colección privada de juguetes sexuales cultos de un erotómano, sino que se posesionan de la propuesta narrativa, integrándola al mismo despliegue del relato, que explora las diferentes posibilidades ofrecidas por la imagen, sobre todo en su capacidad para revelar el mundo psicológico. No todo lo que pasa en la historia proviene de las palabras del narrador. También las imágenes introducen información que va más allá de la ilustración, el apoyo o la información complementaria. De ahí, entonces, que las reproducciones de las pinturas renacentistas, barrocas o modernas sirvan para mostrar que, en el terreno de la representación, también las palabras tienen un grado de impotencia y llegan hasta un punto. Por lo mismo, las imágenes se rebelan contra la condena a ser meras ilustraciones de textos y se liberan de su servilismo instrumental. Obtenemos datos de los cuerpos, sabemos cómo el niño se acerca a la mujer, la espía y la toca, pero además logramos testimonios valiosos sobre las preferencias sexuales de los personajes y sobre el modo en que recibimos el arte activados por el deseo. En este sentido, es iluminador el relato que acompaña a la obra de Jakob Jordaens, Candaules, rey de Lidia muestra su mujer al primer ministro Giges (Véase imagen 5), el cual nos revela indirectamente cómo don Rigoberto se excita al ver espiada a su mujer o al saberla poseída sexualmente por otro hombre (Vargas Llosa, 1988: 25-37), hecho que se confirmará en la continuación novelística de nueve años después en Los cuadernos de don Rigoberto, y donde, emulando una imagen que sugiere tal cosa, el protagonista acepta que Lucrecia tenga una aventura con un pretendiente de juventud, a condición de que, a su regreso, recree la escena para el marido (Vargas Llosa, 1997b).
Además de la ecfrasis y de la discusión entre las artes, existe un procedimiento literario relacionado con la imagen visual, la hipotiposis, la cual opera de manera diferente a su hermana, la ecfrasis, pues se trata de una obra artística producida a partir de una descripción literaria preexistente, y que, desde la propuesta de Kibédi Varga, se puede asociar con un tipo de relación "secundaria" o "sucesiva", caracterizada por la circunstancia de que la palabra existe antes que la imagen (Kibédi Varga, 1989: 113) (Véase imagen 6). La hipotiposis, por demás, es el procedimiento que resulta más significativo a la hora de agrupar propuestas narrativas que intentan animar, con el hálito temporal, las imágenes (mudas por definición, desde Sócrates). El caso más evidente de este procedimiento se halla en las muchas pinturas que dan forma visual a narraciones preexistentes, por ejemplo los mitos griegos o las historias de la Biblia, las cuales engendraron, con su sugestión visual y su inserción en la cultura, innumerables intentos de traducción visual o recreación por medio de imágenes. El historiador del arte E. H. Gombrich ha mostrado cómo uno de los dilemas de Giotto, el fundador del ilusionismo pictórico italiano, tiene como problema intentar imaginar visualmente (y traducirlo a formas plásticas) el drama cristiano (Gombrich, 2008: 202). Asimismo, un ejemplo magnífico (y también extremo) de lo que se puede conseguir con estas motivaciones visuales sugeridas por palabras es el caso del artista Jusep Torres Campalans, el artista ficticio inventado por Max Aub, del cual el escritor español hizo una exposición plástica, luego de la publicación de la novela (Aub, 1975).
Por último, la novela de Vargas Llosa sugiere una discusión perteneciente a la estética, la de las clasificaciones ilustradas de las expresiones humanas, a las que les debemos, sobre todo, la configuración de un sistema de Bellas Artes, unificadas por primera vez según los criterios de la belleza y la imitación (Tatarkiewicz, 2002), y diferenciadas luego por sus medios de expresión. La naciente disciplina de la estética, que jugó también un papel preponderante en la definición de la autonomía de la pintura y de la poesía, separó a la literatura de las artes plásticas, poniendo el énfasis en los modos de expresión verbal y plástico, aunque hermanándolas a través de su vínculo con lo bello y con la mímesis. Como ha postulado la historia de las ideas estéticas, la respuesta crítica a la clasificación revolucionaria de las Bellas Artes viene con Lessing, quien critica la tendencia pictorialista de los poetas y la tendencia a la alegoría de los pintores, y reclama por primera vez la necesidad de hacer una distinción radical entre las artes, con el fin de afirmar el área de competencia de cada una. Para ello, no hay que olvidarlo, se expone una diferencia crucial: la pintura es un arte del espacio, y la poesía un arte del tiempo. En este autor, la discusión se da a partir de las encarnaciones del mito de Laocoonte en la literatura y en las artes plásticas, particularmente en el grupo escultórico atribuido a la escuela de Apolodoro y en La Eneida de Virgilio (Lessing, 1986). En cualquiera de los problemas históricos y teóricos que subyacen a la pregunta por los límites entre artes de la palabra y artes visuales, late una interrogación que se actualiza en la aspiración sinestésica por excelencia de buena parte del siglo XIX: el deseo de producir un tipo de arte que incorpore los valores de múltiples lenguajes artísticos, la obra de arte total (Gesamtkunstwerk), que en manos de Wagner alcanzó su realización más recordada y que, en la discusión sobre expresiones como el cine, la danza y la arquitectura, vuelve a tener vigencia. La novela de Vargas Llosa, en buena medida, como insinuamos en el título de este texto, es una búsqueda de obra de arte total, en tanto procura nutrirse de las posibilidades de la pintura y la literatura y gestiona aquel estímulo intenso y simultáneo de varios sentidos que es fundamental en las estéticas simbolistas, con cuya vocación multisensorial el proyecto de narración literaria y pictórica del escritor peruano está innegablemente emparentado.

Lectura, expectativas y competencias mixtas
La configuración estructural de Elogio de la madrastra, la presentación editorial de texto e imágenes y los problemas sobre límites y relaciones entre las artes que hallamos en las diferentes formas de narración traen como consecuencia la necesidad de una disposición particular del lector, diferente a la que pediría una novela tradicional o, incluso, a la que solicitaría la imagen pictórica dispuesta en las salas de un museo (o reproducida y editada en las páginas de un libro de historia del arte). Con Elogio de la madrastra, estamos frente a una pieza que tiene como rasgo distintivo la creación de un dispositivo textual que exige del lector competencias mixtas de observación, interpretación y apreciación  estética. O sea que nos enfrentamos a un artefacto que, por su estructura de "tipo centauro", a medio camino entre el despliegue de imágenes y el relato, haría exigencias cognitivas para interpretar la sucesión de figuras en el espacio y la sucesión de hechos en el tiempo, así como para entender la novela como un espacio mixto donde hay hechos y objetos visuales perceptibles, más allá de que éstos últimos no sean cuadros, sino reproducciones que ayudan a que el lector se haga cociente de la dimensión objetual del artefacto que está leyendo.
En ese orden de ideas, y pensando en las diferentes disposiciones que debe tener el lector, debemos tener en cuenta que, como mostró Umberto Eco en su ya clásico argumento, la exigencia de lectura compromete también un tipo de enciclopedia cultural específica, la cual el mismo texto anuncia, prefigura y administra (Eco, 1981).Aquí, la enciclopedia no sólo es de índole verbal (conceptos, datos y referentes culturales dados por la narración verbal), sino también plástica o, como quieren los que sostienen que el museo es también una suerte de enciclopedia, una suerte de "archivo material" (Bou, 2001: 69-70). En cierto modo, la novela de Vargas Llosa coopera en la exigencia que el texto sobre arte hace de una cultura visual específica. Ésta implica reconocer la estructura representativa de la imagen y decodificar sus significados y, muy especialmente, sus usos sociales a lo largo de la historia. La novela va más allá de narrar la vida de un hombre maduro que codicia cuerpos femeninos e imágenes orgiásticas y pasa a ser la fabulación de un acto de apropiación de la imagen y una reflexión sobre la circulación de sus valores en el universo familiar burgués. Y, más aun, es una pregunta por el papel que la imagen del arte tiene en el ejercicio de la imaginación erótica y sexual. La cultura visual exigida por la novela no se agota, entonces, en saber quiénes son los autores de las obras plásticas reproducidas o a qué estilos y tendencias de la historia del arte pertenecen, ni mucho menos en determinar cuáles son los motivos representados. Pero tampoco es una novela erudita que pida del lector conocimientos especializados en historia del arte, como podría ocurrir con un Alejo Carpentier o un Germán Espinosa, quienes emplean nociones de esas disciplinas artísticas con un afán escénico y, por momentos, puramente gongorino. Además de saber identificar formas en el espacio y deducir informaciones contextuales por los contenidos iconográficos, la cultura visual exigida al lector de Elogio de la madrastra  o Los cuadernos de don Rigoberto  tiene que ver más con la carga cultural y estética que cada una de las obras de la pinacoteca del protagonista trae consigo y con los problemas que, como obra de arte, cada pieza reproducida comunica a sus receptores ficcionales (personajes) y reales (lectores y comunidad interpretante).
Así, la imagen de Boucher sobre el baño de Diana no sólo convoca la época en que fue pintada esta obra y la manera en que el Rococó logra procesar las fuentes clásicas (Véase imagen 4). Además de saber que está frente a la interpretación visual del mito clásico (y su actualización fantasiosa por el espectador contemporáneo), para el lector son necesarios los contextos que permitieron a las obras de Boucher ponerse al servicio de nobles y señores y producir referentes sexuales y recreativos. Estos usos aristocráticos de la imagen, como es fácil deducirlo, son semejantes a los que pretende Rigoberto para su admitida condición burguesa, lo que convierte las reproducciones en una suerte de álbum galante de temática sexual, que cumple la función afrodisíaca hoy atribuida a la pornografía en las revistas, el cine o Internet y que, por lo mismo, enfatizan en la continuidad y la diferencia que hay en los usos de estos tipos de imágenes.
El noble es reemplazado por el pequeño burgués, y la pintura de caballete (símbolo de la propiedad privada por excelencia) por una lámina "huachafa", tal vez comprada en una papelería limeña. Como ha mostrado la crítica literaria, una de las rutas de apropiación legítima del pasado visual es la que indica el mismo kitsch (Spielmann, 2002). O, más aun, como se ha indicado en la teoría de la parodia posmoderna, la intención es indicar qué cuestiones problemáticas se derivan de la continuidad o discontinuidad de las representaciones en la historia. Sin que queramos señalar que el museo erótico de la novela es estrictamente paródico o que Rigoberto suscribe algún tipo de inversión carnavalesca entre la alta y la baja cultura, podemos afirmar con Linda Hutcheon, al pensar en esta apropiación de la imagen, que "a través de un doble proceso de instalación e ironización, la parodia señala cómo las representaciones presentes vienen de representaciones pasadas y qué consecuencias ideológicas se derivan tanto de la continuidad como de la diferencia." (Hutcheon, 1993: 187). En resumen, la obra trasciende los avatares del affaire e instala al lector en la autoconsciencia de las formas y en los terrenos de una autorreflexividad que, al tener por objeto de consideración a dos sistemas de representación, alienta la pregunta por los límites de las artes.
De igual manera, hay un tipo de competencia particular exigida por la obra, aquella que obliga, por un lado, a seguir el despliegue temporal de las acciones en el plano verbal y, por el otro, a construir narración con lo que sugieren las imágenes estáticas, "expuestas". Si se quiere, se trata de la obligación de hacer decodificaciones en dos ámbitos distintos, que confrontan los poderes de la imaginación y la contundencia de las evidencias; pues si bien el relato verbal obliga a suponer la configuración visual de lo descrito, las imágenes exigen completar la información, no de las acciones, sino de las motivaciones más íntimas de los personajes. En este sentido, es útil la distinción que hace Lessing a lo largo de su Laocoonte (Lessing, 1986). Sólo que, en Vargas Llosa, tiempo y espacio, como variables que individualizan y separan las dos lecturas, se resuelven una vez constatamos que hay también en la novela textos que cumplen una función de transición entre el universo ideal de las imágenes y el universo prosaico de la historia de la familia, vale decir, aquellos capítulos que no cuentan la historia de don Rigoberto y doña Lucrecia, sino que construyen narraciones satelitales a partir de imágenes puestas en una relación indirecta con la narración central, y que son, más bien, evocaciones o mojones de las fantasías y sueños maritales inspirados por la pintura. Como si la palabra fuera impotente para figurar los delirios sexuales y fantasías, la imagen se integra en cada capítulo para materializar la atmósfera y dejar en claro cuál es el punto de partida de la especulación verbal. La estrategia es, por lo mismo, metonímica, confirmando la idea de que hay una contigüidad serial en el texto de la novela, y que puede ser fija o móvil, según la elección del lector.
Por lo anterior, además de los requerimientos técnicos y culturales hechos por ambos medios, el lector se ve obligado a relacionar los dos tipos de representación, para aprehender plausiblemente las informaciones presentadas. Debe identificar cuál es la historia marco y cuáles informaciones dadas por las imágenes o por los textos oníricos son obligatorias para la comprensión de la historia y los móviles de los personajes. (La resonancia plástica de la palabra "marco" es más que evidente, cuando se aplica a los estudios sobre ficción). Para lo primero, el lector debe saber que el ámbito de la historia del triángulo erótico y la seducción de la madrastra por obra del hijastro constituyen el marco donde hay que incluir todo lo demás. Y, para lo segundo, debe asumir que las seis reproducciones pictóricas corresponden a las piezas que están en la colección privada de don Rigoberto y que los otros textos-capítulos, los que están a continuación de cada reproducción, y tienen títulos relacionados con los personajes de los cuadros o con las situaciones allí presentadas, sirven de clave interpretativa para muchas partes de la narración primaria y ayudan a dar alcances simbólicos y definir ambientes, disposiciones y claves hermenéuticas. O, incluso, puede llegar a asumir que las historias de los personajes de las pinturas explican los móviles sexuales de la pareja.
De hecho, un inventario rápido muestra que doña Lucrecia se encarna en los personajes femeninos, mientras que Fonchito y don Rigoberto lo hacen en los niños y hombres voyeristas de los cuadros. El lector, en todos los casos, es una especie de asistente a las salas de un museo, a la presentación de una curaduría artística donde la vida de los poseedores de las piezas visuales es el argumento y la tesis expositiva. Un lector que, además, comprende que no hay imágenes a secas, sino imágenes "para el uso de alguien". Finalmente, queda para éste la tarea de encontrar la narración verbal presente en cada escena aislada o estructurar una narración visual "general", de la cual cada imagen es una parte o una secuencia potencial.

Para un análisis comparado de estructuras narrativas pictóricas y novelescas
Los límites impuestos a este trabajo impiden la realización detallada de la parte que obligatoriamente profundizaría las consideraciones anteriores: la de los aspectos estructurales y técnicos de ambos universos de la narración y la manera en que confluyen en la pieza de Vargas Llosa y posibilitan una hermenéutica combinada de la narración visual y la narración verbal. Bástenos, por lo menos, con señalar que un análisis más específico debería mostrar cómo, en un nivel estructural, el cuadro y la narración verbal comparten categorías que podrían analizarse en los ámbitos separados de la formalización, pero, asimismo, como ingredientes que confluyen en la construcción de una esfera imaginaria autónoma. Así, los diversos elementos que articulan la narración visual y la narración verbal en el libro podrían mirarse simultáneamente para hacer la exploración de límites presentada en los antecedentes históricos estudiados, con el fin de captar los alcances del experimento de Vargas Llosa y valorarlo en su real dimensión. Aquí, se insinúan posibles líneas de continuidad, con el fin de adentrarse en el mecanismo tan hábilmente ideado por el escritor peruano.
Un primer elemento compartido por la narración literaria y la pintura es el espacio, más allá de que los medios de representación varíen y de que el signo-símbolo empleado por la literatura y el signo icónico e indexical del arte visual sean diferentes (Peirce, 2005). En el caso de la novela, las imágenes instauran unos espacios que son compartidos, por lo menos en el plano simbólico, con los de la historia marco. Así, por ejemplo, la gruta del baño de Diana en el cuadro de Boucher, donde se da la insinuación lésbica que llegará a plenitud en Los cuadernos de don Rigoberto, es homólogo del baño de doña Lucrecia, espiado desde los muros por Fonchito con la discreta aquiescencia de Justiniana, la criada. (Véase imagen 6). O, también, se corresponde con el sentido moral de la narración, como ocurre con la Anunciación del Beato Angélico, que representa la compartimentación del espacio arquitectónico que separa a la Virgen María del arcángel anunciante (Véase imagen 5), de la misma manera en que se separa la carne del espíritu luego de que don Rigoberto descubre lo que, a escondidas, Lucrecia hacía con Fonchito. En otros casos, el espacio es puramente onírico, como ocurre en el duermevela engendrado por el cuadro de Boucher y su interpretación lésbica (Vargas Llosa, 1988: 67-76). O, incluso, es una entidad que no tiene una definición física particular, como sucede en la pequeña narración motivada por la pieza pictórica abstracta de Fernando de Szyszlo, que se limita a exponer un ámbito espacial indiferenciado, al parecer imposible de adaptar a las leyes del mundo físico y que subyace en un caos reproducido por el texto verbal (Vargas Llosa, 1988: 155-161).
La pregunta parece ser, así, cómo reproducir el aplanamiento del espacio pictórico logrado por las artes visuales contemporáneas y cómo suscitar, con ello, una narración erótica, desde el punto de vista de la disolución de la carne, en la que, se supone, se anulan las fronteras perceptivas y, por ende, los esquemas conocidos de narración verbal. Este hecho no es casual, si pensamos en la manera en que un artefacto visual como el collage (inventado por la vanguardia plástica parisina) influyó en la configuración de la novela contemporánea, de Proust y Joyce a Faulkner, Dos Passos y Virginia Woolf, lo que confiere al estilo de esos autores un carácter cortado y fragmentario que se pensaba obligatorio para dar cuenta de la condición contemporánea. La correspondencia entre destrucción del espacio visual en las artes visuales y destrucción de la unidad temporal y espacial en la novela indican claramente una correspondencia, aprovechada aquí por Vargas Llosa para establecer una relación, quizás hasta ese momento inédita, entre la novela latinoamericana y la reforma de los lenguajes pictóricos en la pintura moderna del continente. La intuición de Marta Traba en torno a que los experimentos del espacio en la pintura de Fernando Botero replican de alguna manera la estructuración del tiempo mítico y circular en García Márquez sería sólo una muestra de esas posibles correspondencias.
Por su parte, las nociones de narrador, personaje y punto de vista son especialmente interesantes en este análisis, pues, además de que los medios de caracterización de las diferentes voces y entidades personales que aparecen en las imágenes y los textos son diferentes, las intersecciones convocan posibilidades y exploraciones. Es como si, a cada concepción formal en una pieza plástica, Vargas Llosa intentara responder con un tipo distinto de formalización narrativa y, muy singularmente, con un punto de vista y una forma de focalización diferente. No hay que olvidar que, para el mismo autor, quien ha reflexionado también sobre la teoría de la narración en su libro Cartas a un joven novelista, el narrador viene a ser el personaje más importante de un relato, dado su papel regulador de los otros elementos (Vargas Llosa, 1997a). No sólo se dan los desdoblamientos de los que ya antes habíamos hablado (doña Lucrecia es Diana, Fonchito es Cupido, don Rigoberto es un rey lidio), sino que, además, se lleva la narración, por vía de la mezcla entre puntos de vista panorámicos (en un sentido plástico) y puntos de vista omniscientes (en un sentido literario), a proximidades por lo demás singulares. De hecho, con cada cuadro, la novela inventa un tipo de punto de vista para la narración verbal, con lo que el catálogo de estilos plásticos encuentra correspondencia en el catálogo de las mismas modalidades narrativas disponibles. Recuérdese, para volver a Cortázar y su cuento "Las babas del diablo", cómo los cortes de los planos fotográficos son evocados con los sesgos y las violentas cesuras de una narración verbal siempre relativizada y cuestionada.
De manera similar, la elección de enfoques particularmente subjetivos en algunas de las pinturas de Elogio de la madrastra parece corresponderse con la omnisciencia selectiva o con la condición intradiegética de algunos narradores de los textos verbales. Así, un caso especial es el del punto de vista de la pieza narrativa verbal que sigue a la reproducción de la pintura semi-abstracta de Francis Bacon Cabeza 1 (Véase imagen 7), en la cual, no sólo se imita con palabras el estilo acotado y convulso de la pintura del pintor inglés, sino que, además, se convierte la entidad narrativa que actúa como único personaje en una especie de guiñapo carnal, que habla de la disolución orgásmica y del instinto autodestructivo y caníbal que hay en la pasión amorosa y a la que, indudablemente, alude la obra de Bacon (Vargas Llosa, 1988: 119-125). El vínculo con lo que hace la narración verbal a propósito de la pintura de Fernando de Szyszlo es evidente. No sobra anotar que este punto de disolución orgásmica corre parejas con el clímax de la pasión erótica desatada por Fonchito en doña Lucrecia, la misma que contiene, como la manzana de Hamlet, su germen de pudrición, según advierte la misma alegoría de Bronzino. La locura, el remordimiento y la enfermedad asaltarán luego de que el tiempo haya descorrido los velos de la apariencia.
Por último, está uno de los problemas más interesantes a la hora de emprender un análisis concienzudo de la novela de Vargas Llosa: el que, precisamente, traza la cesura definitiva entre la poesía, el cuento, el drama y la novela por un lado y la fotografía, la pintura y la escultura por el otro. ¿Cómo se pueden narrar acciones con imágenes pictóricas? ¿Cómo instaurar en una sucesión temporal representaciones de cuerpos quietos, de los que no se puede capturar el movimiento? La imagen visual estática es la que, en definitiva, sufre la limitante temporal y es prisionera del espacio bidimensional, como Lessing indicó (Lessing, 1986). Sin embargo, la pintura logra sugerir el movimiento a través de la escenificación de una situación que invita a averiguar cuál acontecimiento va ocurrir después o que tiene unas claves iconográficas mediante las cuales el observador sabe qué momento de la historia es el elegido para la representación. O, también, a través de las posibilidades de sugerir el dinamismo que dan las técnicas ilusionistas, las cuales son capaces de mostrar cuerpos en tensión o congelados en un movimiento. Sin embargo, en la novela se explora la posibilidad de que la palabra dé el beso de Cenicienta a la imagen y empiece a andar por caminos que el artista tal vez no estableció y que, sin embargo, duermen en la superficie de la tela. Esto, por supuesto, hace que, en Elogio de la madrastra, los mitos y los contenidos históricos de cada pintura se actualicen en la Lima contemporánea de Fonchito y Lucrecia. Con ello, logramos volver al enigma de las imágenes, aunque no resolver su misterio y su mudez, una condena de la que sólo pueden sacarla los relatos que hacen con ellas un archivo del deseo




Arte y erotismo
La convivencia peligrosa
El erotismo sólo es patrimonio de civilizaciones con un alto grado de desarrollo. En sus estructuras, más bien tolerantes y conciliadoras, en comparación con otras -anquilosadas en la barbarie y el totalitarismo- es el erotismo el que se enraíza firmemente y se asienta con libertad, enriqueciendo la vida de los ciudadanos con su fantasía y sus rituales. Sin embargo, los riesgos de esta convivencia son altos, como lo demuestran los relatos de Suetonio o las ficciones de Sade. El erotismo, extendido como un cáncer en las entrañas sociales, es capaz de devorar si se lo permite las formas que le dieron cabida. El caos, el crimen, la autoaniquilación: “el placer equivale, en su más alto grado de intensidad, a una monstruosa negación de la vida”1. Freud lo denominó instinto de muerte, en un primer intento de aproximación; pero el psicoanálisis, al tirar del hilo, apenas agotó la madeja. Los avances contemporáneos más importantes con respecto a los instintos, dados por la etología, no han logrado iluminar la naturaleza que anida en la condición humana, vertiginosa, intuitiva aún, y en cuyos dominios aún es preciso andar un poco a tientas.
Dadas estas circunstancias, la literatura “documenta como pocas esa región profunda donde los deseos sexuales y las pulsiones de muerte se confunden, en contubernio inseparable”2. No la explica: la representa. Acaso en su simulacro, las sociedades encuentran un elemento de sustitución o de “exorcismo de sus demonios” (como la llama el mismo Vargas Llosa), “ejercicio de catarsis” que ofrece una posibilidad de evacuación a sus deseos reprimidos por las normas sociales y morales.
Elogio de la madrastra, última novela de Vargas Llosa en la década de los ochentas, parte de la siguiente convicción intelectual: que las transgresiones, exploradas principalmente por escritores malditos como Georges Bataille, Pierre Klossowski o el Marqués de Sade, no pueden ser ignoradas del todo por los individuos de una sociedad abierta. Ellas están ahí, rondando, esperando pacientemente el momento oportuno para asaltar a los hombres civilizados, aparentemente a salvo de las tensiones que derivan de los instintos. A partir de las teorías de George Bataille, Elogio de la madrastra ilustra una respuesta personal de Mario Vargas Llosa acerca de los excesos del mundo del deseo. “El placer absoluto no es posible sin la transgresión de ciertas normas que todo individuo que busca la realización de sus deseos enfrenta tarde o temprano. He aquí que radica el dilema esencial de su decisión: renunciar a ciertas libertades individuales a favor de la convivencia comunitaria; o transgredir las normas y exponerse a la marginación, a la censura y al aislamiento de la sociedad” 3. Queda claro, pues, para Vargas Llosa, que la violencia y los excesos son propios de la especie humana y que, en consecuencia, el hombre debe aprender a canalizar ese impulso autodestructivo en actividades que sean inofensivas para los otros y para sí mismo. Las ceremonias de don Rigoberto (la higiene personal y la pintura erótica), pasatiempos evasivos y compañeros de su transgresión imaginaria, como veremos en la novela, no serán, pese a su éxito inicial, una alternativa de resolución definitiva 4.
El mundo ficticio de Elogio de la madrastra se encuentra organizado inicialmente a partir de un balance entre realidad e imaginación, como única garantía de orden. Formalmente, ambos niveles se encuentran representados por la alternancia de dos tipos de narradores: uno, omnisciente, que nos describe los hechos que tienen lugar en la residencia; otro, en primera persona, que salta de personaje en personaje, a medida que estos elaboran sus fantasías eróticas. El desequilibrio, como veremos, será una respuesta natural a la transgresión imaginaria, abarcadora insaciable de experiencias tanto en el arte como en el erotismo.
Estructura del relato
La novela está dividida en catorce capítulos “separados entre sí a la manera impresionista de cuadros, en los que los monólogos interiores de los personajes y los planos de acción central y su versión simbólica se suceden en forma de contrapunto”
El argumento básico, es decir, la progresiva seducción de Lucrecia, sigue una cronología lineal, aunque interrumpida cada cierto tiempo por las fantasías eróticas de los personajes y los rituales higiénicos de don Rigoberto. Las abluciones son siempre preliminares de un encuentro amoroso. Su contenido, a diferencia del de las versiones simbólicas, desvía el argumento principal hacia una serie obsesiva de pensamientos y fantasías teorizantes acerca de la perfección, los placeres hedonistas y la felicidad. Don Rigoberto, retirado deliberadamente en su propio mundo imaginario, no interviene de modo directo en el argumento central hasta que Fonchito le revela, con su irreverente inocencia, la aventura que sostiene con su madrastra.
Asimismo, las fantasías sexuales de los personajes, inspiradas en la colección de pinturas eróticas, representan igualmente un rastro de continuidad. Como veremos luego, a medida que la seducción se consolida, el contenido de las elucubraciones también aumentan en intensidad en un crescendo que, a la manera de los relatos de Sade y Georges Bataille, sólo conducen al crimen y a la propia muerte.
1.3. Situación comunicativa
Como mencionamos anteriormente, la situación comunicatica de los personajes se produce en dos planos: el imaginario y el real, equilibrio que organiza el relato en una primera etapa. A través de los cuadros eróticos y sus descripciones, la imaginación formula discursos que se trasladan posteriormente a la realidad, convertidos en actos sexuales. En ocasiones (entre Rigoberto y Lucrecia, por ejemplo), las fantasías eróticas sirven como nexo al tiempo que se realiza el acto físico de goce. Los diálogos, fuera de su contexto meramente sexual, son muy escasos: en el mundo ficticio del relato, es el erotismo el único lenguaje posible, único elemento de interrelación.


La transgresión imaginaria
 Don Rigoberto, personaje de Sade 
Vehículo de instrucción, manual de infamia, básicamente, el mundo ficticio de Sade está organizado a partir de una muy personal teoría acerca de la evolución progresiva de la sociedad humana. La teoría sadiana otorga el movimiento impulsor a la transgresión de las normas; transgresión 7 que a su vez debe renovarse, ser transgredida una y otra vez, de manera constante, sin detenerse nunca. Esta organización, por supuesto, determina una jerarquía en su mundo literario: los que “se quedan irremediablemente fijos en su punto de origen y los que transgredirán esta separación hacia otras”8. Los perversos y los monstruos integrales, según el término propuesto por Pierre Klossowski, son los dos personajes prototípicos en la literatura de Sade. Pero, ¿quién es un perverso y quién un monstruo integral?
El perverso
La representación del perverso sadiano (en este caso, representado, no definido), nos aproxima mucho a la definición clínica moderna de los síntomas de un maniaco. Como menciona Klossowski, encontramos en sus actos dos características esenciales:
a) La fijación escrupulosa en un detalle.
b) La reiteración obsesiva de la fijación.
En el universo sadiano se plantea la eliminación paulatina de la perversión, privilegiando en esa suerte de darwinismo moral a otra especie perfeccionada, moldeada por el envilecimiento, que no tenga límites. El monstruo integral es el “Superhombre” de Sade, el personaje ideal en su sociedad elaborada, literaria y filosófica: realización, en último término, del deseo en libertad, secuela cuyas únicas metas previsibles son el crimen y el autoaniquilamiento.
¿Cuál es el detalle que, minuciosamente reiterado, caracteriza la perversión de don Rigoberto? No cabe duda, a estas alturas, que su fijación en la fantasía erótica bien puede definirlo como un personaje sadiano. En efecto, su experiencia sexual cotidiana es incapaz de reconocer un goce pleno, sin la intervención acuciosa de la imaginación. Don Rigoberto, perverso ordinario, no solamente exhibe sus síntomas monomaníacos durante los juegos sexuales (estimulados siempre por la pintura erótica), sino también durante las abluciones, preliminares reiterados e inagotables de sus encuentros con Lucrecia, ceremonias lúdicas durante las cuales su imaginación se regodea recreándola, detallando escrupulosamente cada uno de sus rasgos íntimos.
Dice P. Klossowski: “El perverso persigue la ejecución de un gesto único; es cuestión de un instante. La existencia del perverso se convierte en la espera perpetua del instante en el cual poder ejercitar ese gesto (...) Considerado en sí, el perverso sólo se puede significar por ese gesto, ejecutar ese gesto vale la totalidad del hecho de existir”.9 El gesto, equivalente en don Rigoberto a la realización de sus fantasías eróticas, es la piedra angular de su personalidad obsesiva. Como veremos más adelante, su evolución natural hacia la siguiente etapa sadiana (es decir, la monstruosidad integral), quedará truncada por un sentido igualmente riguroso de moral y convivencia social, capaz, según su filosofía, de ser transgredido imaginariamente; pero nunca en la realidad.

El espacio secreto
La transgresión imaginaria solamente puede realizarse dentro de un espacio secreto. Otra vez aquí, este elemento sadiano, que pasaremos a explicar a continuación, coincide con las condiciones que se impone el personaje de Vargas Llosa. En el encierro deliberado de Silling, escenario paradigmático de la sociedad utópica del Marqués de Sade, Roland Barthes encuentra una doble función causal: 10
a). Proteger a la lujuria de las empresas punitivas del mundo.
b) Fundar una autarquía social.
“Ahí el gesto se convierte en simulacro”, nos dice Klossowski, “un rito que los miembros de la sociedad secreta sólo se explican por la inexistencia del garante absoluto de las normas, inexistencia que, de hecho, conmemoran como un acontecimiento que sólo se puede representar con ese gesto”. 11
Anquilosado en la transgresión imaginaria, don Rigoberto, como los perversos de Sade, se encuentra insertado como personaje en el mundo cotidiano, en el seno mismo de las instituciones, en lo fortuito de la vida social. Ejecutivo de una compañía de seguros, ciudadano ordinario en la vida pública, su figura enfrenta una curiosa ambigüedad cuando encaramos su vida privada. Detrás de los muros maritales, se esconde un pequeño ámbito donde es posible entregarse con deleite y complacencia a las perversiones sexuales. Lejos de las normas sociales, represoras, críticas, el espacio secreto logra abolirlas durante algunas horas por efecto de la imaginación, y elaborar otras en donde la transgresión es norma (carnavalización, los valores se invierten), a partir de un código propio de conducta y ceremonias.
El filósofo
Si algo caracteriza a don Rigoberto además de la vitalidad de su imaginación, ese algo es el pensamiento. Como ha notado el propio Mario Vargas Llosa, los personajes de Sade, Justine y Juliette, por ejemplo, “abundan (se diría, gozan) en la reflexión y el filosofar sobre aquello que les sucede, más que en el relato de aquellas ocurrencias” 12. Al igual que los personajes de Sade, don Rigoberto piensa más que actúa; elabora una breve y peculiar teoría acerca de la felicidad y se deleita con ideas banales, largos monólogos interiores, que afloran al sesgo durante las abluciones. Don Rigoberto, personaje de Sade, no sólo transgrede imaginariamente las normas morales (sus elucubraciones eróticas incluyen más de una vez a Fonchito, su propio hijo, como se puede notar al analizar los ensueños que le sugieren algunos cuadros de su pinacoteca); también cuestiona, filosofa, vulnera y reelabora las normas sociales en su pequeño Silling particular, santuario práctico de perversiones dictadas por la fantasía.
Breve teoría acerca de la felicidad
Como filósofo que es, don Rigoberto necesita de una filosofía. Su breve teoría acerca de la felicidad, fundada sobre las ruinas de muchas otras, profundamente escéptica con relación a la vida comunitaria (en teoría, no en la práctica: esto define su carácter ambiguo), se resume en los siguientes términos:
“(...) la felicidad era temporal, individual, excepcionalmente dual, rarísima vez tripartita y nunca colectiva, municipal. Ello estaba escondido, perla en su concha marina, en ciertos ritos o quehaceres ceremoniales que ofrecían al humano ráfagas y espejismo de perfección...”. 13
La pregunta que cabe hacerse, en consecuencia, es: ¿por qué tal escepticismo? Don Rigoberto, como muchos otros personajes vargallosianos (Mayta, Santiago Zavala, entre otros), tiene en su pasado la huella de una decepción política:
“Había sido militante entusiasta de Acción Católica y soñado con cambiar el mundo. Pronto comprendió que, como todos los ideales colectivos, aquel era un sueño imposible, condenado al fracaso”. 14
Su ideal de felicidad, reñido de tal manera con la realidad gregaria (que incluye, a su vez, las normas sociales y morales establecidas), se desplaza deliberadamente hacia un ámbito manipulable, el de la imaginación: de allí el carácter fundamentalmente individualista de su teoría; de allí el carácter transgresor de sus deleites estéticos y eróticos.
“Entonces, conjeturó que el ideal de perfección acaso era posible para el individuo aislado, constreñido a una esfera limitada en el espacio (el aseo o santidad corporal, por ejemplo, o la práctica erótica) y en el tiempo (las abluciones y esparcimientos nocturnos de antes de dormir).15
En su breve teoría acerca de la felicidad, don Rigoberto acepta la transgresión imaginaria como único medio posible para lograr una realización plena, de orden tanto físico como espiritual. Clave para entender su carácter perverso, la felicidad asociada al ideal de perfección, tiene reminiscencias de las teorías formuladas por César Moro 16: la imaginación se impone, soberana, sobre la realidad, aunque la independencia así conseguida sea únicamente pasajera. Dada su naturaleza eminentemente pasajera, no es de extrañarse que la imaginación exija como condición sine qua non para alcanzar ese simulacro de felicidad propuesta, una serie de preliminares y adornos de ceremonia por parte de don Rigoberto. La reiteración obsesiva, síntoma de perversión, como ya mencionamos, adquiere la categoría de juego17, disfrute breve e imaginario, que termina por conseguir una felicidad armada de retazos, lo suficientemente válida y sobreprotectora como para construir sobre su base una nueva manera de compromiso individual.
3. poder corruptor de la inocencia
La estimulación de la fantasía supone un riesgo a futuro: el desborde de la transgresión imaginaria puede desembocar, como le sucede a los monstruos integrales de Sade o a los libertinos de Bataille, en orgías de sangre y destrucción. Efraín Krystal encuentra en Elogio de la madrastra una influencia determinante de Ma mere, novela erótica de Georges Bataille. El argumento es similar: el triángulo de amor escandaloso envuelve a una mujer (Helene), progresivamente habituada a las fantasías eróticas de su esposo. Su sexualidad, más intensa que la de éste, termina por desbordarse y alienta una lenta pero implacable seducción de su propio hijo.
“Ambas son novelas que ilustran las ideas de Bataille sobre la relación que existe entre el placer y la transgresión. Ambas están centradas en un tabú sexual, pero la novela de Vargas Llosa tiene controles domesticados ausentes en Ma mere. Los protagonistas de Bataille no buscan un balance entre la transgresión y la sociabilidad. Ellos son más instintivos y peligrosos hacia sí mismos y hacia los demás individuos que los personajes de Vargas Llosa. Mientras en la novela de Bataille los impulsos sexuales culminan en la muerte, en Elogio de la madrastra sus impulsos son reprimidos cuando amenazan el sentido personal de moral y convivencia de don Rigoberto”.18
De igual manera es posible asociar la relación entre Lucrecia y Fonchito con las ficciones de Sade. Como vimos, don Rigoberto encaja perfectamente en la descripción sadiana del perverso. Recordemos que en la escala evolutiva de Sade, la condición del perverso era solamente un estadio transitorio del mundo ficticio, una especie primitiva que evolucionaba o que, de lo contrario, era “exterminada” por el monstruo integral. Es posible, por lo tanto, oponer al último párrafo de Krystal, una hipótesis peregrina acerca del final de la novela de Vargas Llosa. Ampliando la interpretación que hicimos en el capítulo II (apartado 2.1), nos encontramos con que, tanto Lucrecia como Fonchito, dados los alcances de su transgresión, pueden efectivamente ser calificados como monstruos integrales, pues su quiebre de las normas morales se materializa en un acto físico concreto y de comprensión absoluta. Resulta imposible determinar si la seducción que ejerce Fonchito sobre su madrastra es espontánea o premeditada. Lo que sí se puede afirmar, en cambio, es que quien en efecto toma la iniciativa es él, y que su comportamiento es el un seductor innato. Al igual que don Rigoberto, la angelical figura de Fonchito está recubierta por una patina de ambigüedad, característica que, en apariencia, atrae igualmente a Lucrecia.
El proceso de corrupción, sea o no culpable Fonchito, está fuera de toda discusión. Como la tía Julia, el desconcierto inicial ante la precocidad del niño se convierte en un sentimiento de culpa. Su primera reacción es atribuirse los síntomas perversos a sí misma: “¿Era imposible que la caricia inconsciente de un niño la pusiera así? Te estás volviendo una viciosa, mujer”.19 “Tú eres la de los pensamientos sucios y escabrosos, Lucrecia”.20 Sin embargo, las fantasías eróticas de Lucrecia, fantasías nocturnas que descubrimos en la descripción de los cuadros, están siempre asociadas a la presencia del niño. La aceptación subliminal de la transgresión, en un primer momento, imaginaria, no tardará en rebelarse cuando lo descubre espiándola y se exhibe desnuda, provocadoramente:
Finalmente, no obstante la resistencia inicial, Lucrecia debe aceptar: “Ese niño me está corrompiendo”, antes de saltar a la siguiente etapa, la transgresión física, momento culminante de la novela.
¿Era natural que la cadena de perversión siguiera evolucionando hacia actos mucho más atroces que el adulterio, el incesto y la pedofilia? Es probable que sí. Sin embargo, como sabemos, el desarrollo de don Rigoberto como personaje sadiano se estanca en el estadio de perversión y no da el paso siguiente hacia la monstruosidad integral, que sería aceptar el triángulo amoroso. Su reacción quiebra el proceso de raíz; la elipsis de la reacción final no nos impide imaginarla. De este modo, la conclusión del relato se nos revela muy semejante al de las ficciones de Sade. Don Rigoberto, agobiado por una decadencia repentina, física y moral, queda condenado a una muerte simbólica en su reclusión, pues su mundo de fantasía, su espacio secreto e inexpugnable, queda abatido y se desploma como un castillo de naipes. Lucrecia, manipulada por Fonchito, se enfrenta a un destierro definitivo, más allá de los extramuros del Silling familiar.

Recorridas todas las interpretaciones posibles, solamente uno de los personajes parece ter-minar ileso de la aventura: Fonchito, monstruo integral. Peor aún, personaje ambiguo.

el Periódico Sur Moquegua para un poblador comprometido...

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